El amor a la sabiduría

"Ama a la sabiduría quien la busca por sí misma y no por otro motivo, pues quien busca algo por otro motivo, ama a ese motivo más que a lo que busca." (Santo Tomás de Aquino: "Comentario a la Metafísica de Aristóteles", I,3,56)

miércoles, 9 de diciembre de 2020

 Otra vez como hace dos años, la misma historia: el mismo furor y la misma "narrativa" pro abortista. Ahora con más ímpetu desesperado, quizás. Lo que no ha cambiado, es la red de mentiras y sofismas sobre los que basan su "relato" los pro-abortistas. Una de esas mentiras es aquella en la que se proclama que si se aprueba la ley que legalice el aborto, su aplicación no será compulsiva para ninguna mujer argentina. No es cierto, no está legalizado el aborto y en los hospitales públicos se aplica a mansalva. Este documento de Faro Films muestra qué hay detrás de ese cacareo mendaz.


Faro Films 

https://www.youtube.com/watch?v=2SCOBk3Et6I



sábado, 27 de octubre de 2018

Habermas y el secularismo (sin comentarios)



Las tradiciones religiosas están provistas de una fuerza especial para articular intuiciones morales, sobre todo en atención a las formas sensibles de la convivencia humana. Este potencial convierte al discurso religioso, cuando se trata de cuestiones políticas pertinentes, en un serio candidato para posibles contenidos de verdad, que pueden ser traducidos entonces desde el vocabulario de una comunidad religiosa determinada a un lenguaje universalmente accesible”.[i]


[i] Habermas, J.: Entre naturalismo y religión.Paidós.Barcelona, 2006, p. 139. Ver comentario de Vittorio Possenti, en “La revolución biopolítica. La peligrosa alianza entre materialismo y técnica”. Ediciones Rialp. Madrid, 2016: cap.III, , parágrafo 2.

Platón: la sexualidad de hombres y mujeres 

Este texto está sacado de la última obra de Platón, Las Leyes. Es por tanto una obra de madurez. Se lo cita a Platón como un defensor de la homosexualidad. Estos textos no se dejan interpretar de esa manera. Lejos de ello.Hasta recomienda la continencia. Si uno incursiona más en textos paralelos de Las Leyes, no puede menos que lamentar por un lado hasta qué punto la cultura de una sociedad puede rebajar al hombre, por la corrupción de las costumbres, pero por el otro, cómo siempre hay quienes ven las cosas con más claridad, por encima del promedio o de la masa. Por lo visto, Platón estaba entre estos últimos, los que ven en lo profundo. Si Platón viviera no estaría del lado del secularismo. Dicho sea de paso: ¿a qué no adivinan cuál es el adjetivo que le atribuye a la institución del matrimonio? "sagrado". En Leyes, VIII, 841, d: ..."si alguno (un hombre) copulara con alguna que no sea la que llevaron a su casa con ayuda de los dioses  y los matrimonios sagrados..." ¡Caramba! ¿Cómo se atreve esa antigualla de Platón  a no estar de acuerdo con nosotros, los modernos, tolerantes y progresistas? ¡Qué desubicado queda el secularismo frente a un pagano como Platón!
Aquí van algunas citas:  
Leyes, I, 636c “… hay que pensar que a la naturaleza femenina y a la varonil parece haberles sido entregado un placer natural para que se unan para la generación, pero que la unión de los varones con los varones y de las mujeres con las mujeres es la primera osadía por la incontinencia del deseo. Todos censuramos a los cretenses por haber inventado el mito de Ganímedes.”
Leyes, I, 637, c: Lacedemonio: todo aquello en lo que esté presente alguna forma de autodominio es digno de alabanza, mientras que aquello en lo que éste se relaja es muy dañino. En efecto, alguno de los nuestros, rápidamente podría reprenderte y defenderse, indicándote el relajamiento de vuestras mujeres (Las mujeres espartanas tenían fama de entregarse fácilmente a los extranjeros: cf. Aristóteles, Pol. II, 9 1269b 23-24) "
Leyes, VIII, 840d:  …nuestros ciudadanos no deben ser peores que las aves y muchas otras bestias que, aunque nacidas en  grandes manadas,  hasta el momento de la procreación viven solteras, castas y sin mantener relaciones sexuales pero que cuando llega a la edad de hacerlo, se aparean, de acuerdo con su gusto, el macho con la hembra y la hembra con el macho y viven el resto del tiempo con piedad y justicia, permaneciendo fieles a los primeros acuerdos de su amistad. No hay duda que nuestros ciudadanos deben ser mejores que las bestias. 
 


domingo, 23 de septiembre de 2018

Publico aquí dos temas dados a conocer anteriormente por otros medios.

Crítica a la defensa del aborto del biólogo Alberto KORNBLIHTT


Cuando alguien alega ser un científico, la gente común –e incluyo especialmente a aquellos que tienen  una formación universitaria, antes que a la gente sencilla para quienes la fe más el poco sentido común que le queda a la sociedad constituyen un norte suficiente para la vida-, está predispuesta a asignarle a sus palabras un valor de verdad incuestionable. En el pasado debate que tuvo como escenario la Cámara de Diputados de la Nación a propósito del proyecto de legalización del aborto, expuso entre otros un destacado biólogo que pretendió haber demostrado que el embrión no es persona ni tampoco un ser humano.
A muchos les resultó definitorio y arribaron a la conclusión según la cual “la ciencia ya ha demostrado que el embrión no es un ser humano”. No importa que en el mismo lugar, antes de él y después, expusieran médicos, genetistas y otros especialistas que contradijeron con argumentos contundentes tal aserto. Probablemente, esos muchos a los que estoy aludiendo estaban dispuestos a aceptar aquella postura que les cuadraba más por razones de conveniencia personal o motivos ideológicos o, incluso, por una mal entendida compasión ante una constelación de problemas frente a la cual no se atina a encontrar la única solución justa, que es respetar la vida naciente.
En cualquier caso, me parece necesario mostrar que el expositor en cuestión - digamos ahora su nombre, Alberto Kornblihtt- pese a la solidez de su formación científica hizo uso de recursos retóricos incompatibles con la ciencia e incurrió en falacias que es preciso desmontar, tiñendo su exposición con un sesgo ideológico.
A continuación figura, en primer término, la transcripción de su presentación; luego, la crítica.

Alberto KORNBLIHTT
Cámara de Diputados de la Nación.
31/5/18 (exposición de la mañana)

Mi exposición tendrá como eje los conocimientos actuales en biología y en particular en biología molecular,   genética y epigenética, que confirman que un embrión no es lo mismo que un ser humano.
La unión del espermatozoide con el  óvulo  para formar el cigoto  es condición necesaria pero no suficiente para generar un ser humano. La información genética proveniente de los padres  no es suficiente y es necesaria otra información provista por la madre a través de la placenta. Los humanos somos mamíferos placentarios. Somos mamíferos por tener pelo y producir leche; y placentarios  porque  el desarrollo solamente puede completarse dentro del útero.
Durante los 9 meses de embarazo la madre no solo aporta a través del intercambio placentario  el oxígeno y los alimentos necesarios para que el embrión progrese, sino también anticuerpos fabricados por ella que protegen al embrión de posibles infecciones. Además las sustancias de desecho y el anhídrido carbónico generados por el feto o embrión pasan de su sangre a la de la madre a través de la placenta, de modo que sin  ese intercambio placentario el feto no podría progresar porque se intoxicaría.
Más recientemente se ha descubierto que las células y órganos del embrión y más tarde  del feto sufren cambios epigenéticos durante el embarazo, que son consecuencia de la íntima relación con la madre y sin los cuales el nacido  no progresaría. La epigenética es la disciplina que estudia aquellos cambios que ocurren en la expresión de los genes pero no en su información genética.
Cabe destacar que nadie ha logrado hasta el presente,  ningún  laboratorio, llevar un embrión de mamífero ni humano a término fuera del útero de una madre.
Todo esto indica que el embrión y el feto no son seres independientes de la madre sino que hasta el nacimiento son casi como un órgano de la misma.
Para la mayor parte de las legislaciones, incluso de los países donde está penalizado el aborto, la persona humana comienza con el nacimiento con vida, es decir cuando el bebe se separa completamente de la madre. Establecen que si el embarazo se interrumpe en forma natural o provocada antes del nacimiento, la persona se dará por no haber existido nunca jamás.
No hay conflicto entonces entre  el concepto de persona y el concepto de embrión o feto. Incluso no hay conflicto en  concederle derechos suspensivos al  embrión, los cuales se hacen efectivos  al nacer con vida.
Donde hay conflicto es en lo que algunos califican como de vida humana .Un concepto que como veremos no tiene definición taxativa y  responde más a creencias que a hechos.
La biología no define vida humana sino que define vida. La vida es la forma particular de organización de la materia que cumple con dos condiciones esenciales: reproducción  y metabolismo. La definición  de vida sensu stricto está referida solo a las células. Una célula viva lo está porque puede dividirse y puede metabolizar, y es tan viva tanto las células del embrión como  las del feto o del bebé o del adulto, pero también están vivos los espermatozoides  que se eyaculan fuera de la vagina, los óvulos que son eliminados con cada menstruación, las células de la placenta que se desecha  en cada parto, las células de un humano que acaba de morir siguen vivas por un tiempo no despreciable y  al respecto cabe   preguntarse porque para algunos  es aceptable concebir que después de la muerte legal de una persona definida en función del cese de la actividad cerebral o del latido del corazón, se admite que sus células sigan vivas por un tiempo y resulta para esas mismas personas difícil concebir que un embrión humano está formada por células vivas pero todavía no es un ser humano.
Todo lo anterior nos lleva a considerar el estatus del embrión. Para la biología un embrión es un embrión, no es un ser humano. En todo caso es un proyecto de ser humano que necesita una serie de pasos que ocurren dentro del útero para llegar a ser un ser humano.
El concepto de vida humana es una convención arbitraria que responde a acuerdos sociales, jurídicos o religiosos pero que escapa al rigor del conocimiento científico.
Esta divergencia de criterios lleva a la dificultad de ponerse de acuerdo sobre el estatus del embrión, pero deberíamos ponernos de acuerdo en que no es un ser humano y que por lo tanto no sería un crimen interrumpir el embarazo prematuramente.
Prueba de ello, y esto se ha mencionado varias veces,  es que la pena por practicar un aborto es mucho menor que la pena por matar una persona, y en definitiva está indefensa esa supuesta persona, y el [1]hecho de que esté permitido abortar en casos de violación o de  peligro de la vida de la madre,  porque si ese embrión o feto fueran seres humanos en un país donde no es legal la pena de muerte,  qué categoría inferior tendría un ser humano proveniente de una violación respecto de los que no son resultado de ella como para que sea permitido “matarlo”.
Resulta interesante   recurrir a la definición de aborto que figura en la 6ª edición de un diccionario de genética de KING y STANFIELD de 2002.Las dos acepciones son: aborto: “la expulsión de un feto humano del útero por causas naturales antes de que sea capaz de sobrevivir independientemente, y la segunda acepción  “es la terminación deliberada de un embarazo humano, muy a menudo realizada durante las primeras 28 semanas de embarazo.”
Como se ve en ninguna de las dos acepciones se menciona la vida humana ni la palabra matar u  homicidio.
Todo lo dicho no implica que no se deba proteger a la mujer embarazada y a su embrión, Pero la mujer embarazada tiene que tener la opción y el derecho de interrumpir el embarazo prematuramente. De lo contrario se convierte en una especie de  esclava de su embrión a causa de convenciones sociales o religiosas que no se condicen con la gradualidad del desarrollo intrauterino.
Por eso los legisladores deben pensar en la cantidad de mujeres que por hacerse abortos en lugares inadecuados tienen infecciones, en la cantidad de adolescentes que por no abortar tienen que llevar un embarazo a término y criar un bebé cuando todavía son niñas o darlo en adopción en condiciones muchas veces ilegales, en la cantidad de genetistas que hacen diagnóstico prenatal, detectan  que el embrión va a nacer con una enfermedad no curable y se lavan las manos al no garantizar la opción de la interrupción del embarazo, en la cantidad de situaciones en la que se sabe que el embrión va a nacer mal  y aun sin un diagnostico genético.
Pido aquellos que tienen convicciones filosóficas o religiosas respecto de lo que llaman comienzo de la vida humana que respeten la racionalidad de otros argumentos y que diferencien evidencia de dogma y hechos de creencias. Porque no hay un absoluto y los legisladores deben legislar para todos.



Para demostrar que se debe legalizar el aborto, el expositor pretende fundamentar desde la biología que el embrión no es una persona y no es tampoco un ser humano.
I
A.K. presenta desde el punto de vista de la biología molecular, la genética y la epigenética dos afirmaciones, solidarias una de la otra: 1) la unión del espermatozoide con el  óvulo  para formar el cigoto  es condición necesaria pero no suficiente para generar un ser humano  y 2) “el embrión y el feto no son seres independientes de la madre sino que hasta el nacimiento son casi como un órgano de la misma”. 
La segunda afirmación es presentada por el expositor para fundar la primera: la dependencia del embrión o feto con respecto a la madre ““(el embrión y el feto) son casi como un órgano de la madre) llevaría a concluir que la mera unión de los gametos no genera un ser humano (por lo tanto, si no hay ser humano, se lo puede abortar voluntariamente). A ello le añada que hay cambios epigenéticos en el embrión.
A la segunda afirmación arriba luego de haber previamente detallado cómo se verifica a través de la placenta el proceso de desarrollo del embrión mediante la recepción de información (epigénesis) proveniente de la madre y de otras actividades de aportación que ella ejecuta suministrándole el oxigeno y su alimentación y facilitando el descarte de desechos generados por el embrión o feto.
Análisis crítico: a) nótese que el expositor no dice que el embrión es un órgano de la madre –si lo fuera- formaría parte física del cuerpo de la misma madre, como el hígado o un riñón: el autor dice “casi”, lo cual significa, ante todo, que no lo es.  Y aquí se trata de saber si para la biología, en nombre de la cual habla, es o no una parte del cuerpo de la madre, porque si lo es, ya no se puede decir que sea una ser humano. Por el contrario, si no es un órgano,  ya no cabe dudar que estamos frente a otra realidad, frente a otro ser. Pero, como claramente la exposición apunta a demostrar que no es un ser humano, al decir “casi” está utilizando un recurso retórico, sofístico, que tiende a crear en el oyente la impresión de que estamos frente a un apéndice de la madre y no una realidad distinta. Diremos por tanto que hay una extrapolación de métodos: si se trata de una exposición científica, el uso de recursos retóricos propios de la sofísitica, no cuadra con el pretendido rigor que se espera de la ciencia, a la cual no le está permitido el uso ambigüedades, términos sin definir ni exposiciones propias del discurso retórico.
Por otra parte, el “casi” queda descartado totalmente: todas las células, tejidos y órganos de un ser humano tienen exactamente la misma identidad genética, pero el feto, embrión, desde el primer momento de su inicio –con la singamia- tiene otro código genético distinto de la madre. Y esta es la prueba irrefutable, desde la misma biología, que no es un órgano, ni ninguna parte integrante del organismo materno.
b)  Si analizamos su argumentación, se concluye que la razón por la que según el autor habría que negarle al embrión la humanidad radica en la dependencia que tiene con respecto a la madre hasta el momento inmediatamente anterior a su nacimiento.
Pero hay allí una falacia: da por sentado que la existencia de una dependencia vital es la prueba de que “el embrión o feto no es lo mismo que un ser humano”, pero al proceder así omite fundamentar una premisa de su argumentación: tiene que demostrar que todo aquello que es dependiente carece de entidad propia. Si reconstruimos su argumentación, ella sería la siguiente:
Todo A dependiente de otra cosa B carece de entidad propia
Todo embrión es un A dependiente de otra cosa B (la madre)
Luego, todo embrión carece de entidad propia.

La premisa menor (la segunda proposición) se encuentra fundada (“somos seres placentarios”, ningún laboratorio ha podido llevar un embrión de mamífero ni humano a término fuera del útero de una madre”, etc.-Observación: se trata de una verdad de hecho, que el avance de la tecnología podría superar)
Pero la premisa mayor carece de fundamento. Más aún: es fácil encontrar casos de estrecha dependencia en las que no se cumple esta ley: casos en que “algún A que tiene estrecha dependencia de un B no carece de entidad  propia” (observación: en el cuadro lógico de la oposición de propósiciones la premisa mayor es una proposición A –Todo S es P-, la cual tiene como contradictoria la proposición particular negativa –algún S no es P-, donde si ésta última es verdadera, la contradictoriq universal afirmativa es forzosamente falsa. Ahora bien, la particular negativa es verdadera: es posible encontrar casos de estrecha dependencia de entes que tienen su propia entidad. Por ejemplo, un parásito, la tenia saginata, un recién nacido, Stephens Hawkins, etc. .
En conclusión: queda doblemente refutada la tesis del biólogo: en a) en el mismo terreno de la biología  y en b) desde el punto de vista de la lógica.
II  Sobre el estatus del embrión: no es una persona ni es un ser humano
Pero, entonces, la pregunta que hay que formular es esta: si no es un órgano, ¿qué es? La respuesta: es un feto (o un embrión). Y ¿qué es un embrión? Si decimos, como se ha dicho en una de las exposiciones en la Cámara de Diputados, y que el autor repite,  que “el embrión es solo un embrión”, la respuesta es descartable por ser tautológica (“A es A”). Hay que explicar al embrión por algo más. Pero no se advierte que el autor haga eso. Peor: dice lo que no es (no es persona, no es un ser humano) sin enseñarnos desde la biología qué es en concreto. Veremos en seguida que pretende sostener que es vida, pero no vida humana. Con lo cual nos quita toda posibilidad de identificar qué tipo de realidad son el embrión o el feto (por ejemplo: ¿“es un conjunto de células con vida que está dentro de la madre”? Sin embargo, una mola es también un conjunto de células con vida que está dentro de la madre, y no es un embrión. Pero hay una sola respuesta que está prohibido dar, porque a los abortistas se les viene abajo la estantería ideológica: es un ser humano. Un ser humano que si no lo perturban en su desarrollo, con el tiempo será bebe, niño, adolescente, joven, adulto, anciano. El autor lo sabe muy bien y por ello su exposición se endereza a negarlo, parece que evita hablar del “embrión humano” y evitando adjetivarlo como “humano”.
Sobre el estatuto del embrión A.K. hace dos afirmaciones: 1) que no es persona, puesto que persona es cuando nace y 2) que no hay vida humana en el embrión (y con ello considera que no estamos habilitados para hablar de un ser humano)
Con respecto a la afirmación 1) (“que no es persona, puesto que persona es cuando nace”) el autor deja de lado la biología: recurre al Derecho comparado. Con ello A.K. incursiona en un campo epistemológico en el que como biólogo no está en condiciones de transitar, pero, lo grave es que su exposición pretende estar resguardada en la autoridad  y competencia de un experto científico. No obstante ello, su postura es discutible: ante todo desconoce que el Derecho no busca proporcionarnos una definición esencial de la persona (aquella en la que se nos dice qué es “ser persona”), sino en una definición operativa: a los fines prácticos, para el Derecho persona es quien ha nacido con vida. Algo que podría ser perfectamente comprensible: para los intereses del Derecho por razones prácticas los nacidos vivos recién adquirirían un estatus legal y pasarían a ser sujetos de derechos. El Derecho no nos da una definición de persona –a menos que se lo pregunte a la filosofía- pero pareciera estar adoptando un criterio práctico: para que se lo considere persona y titular de derechos por consiguiente, la condición es que haya nacido vivo. A primera vista, pareciera que al Derecho no le interesa como tal el embrión, porque puede morir, por lo que no sería práctico establecer ninguna reglamentación específica sobre él, ya que no es un ciudadano, no lo censamos. Sin embargo, sí da lugar a una asignación pre-natal, con lo que al reconocerle a la madre trabajadora o a su padre el derecho a percibir una asignación familiar: ¿no será acaso porque el Derecho considera que el embrión es un integrante de la familia que en un plazo no mayor a nueve meses va a nacer?). Esa podría ser la razón que explicaría por qué para el Derecho “la persona comienza con el nacimiento”). Sin embargo no es así de ningún modo: el caso de Carolina Píparo muestra que la muerte del feto fue una importante “circunstancia” agravante en el castigo a los culpables. A ningún juez se le ocurrió decir que en aquella circunstancia la muerte del feto –que según A.K. no es un ser humano-   fue la muerte de un “casi órgano de la madre” o de un mero conjunto de células. Pero, y esto es fundamental, en la República Argentina, el Código Civil en su art. 63 (De las personas por nacer) afirma que “Son personas por nacer las que no habiendo nacido están concebidas en el seno materno”· En el art. 70 (De la existencia de las personas antes del nacimiento)  se establece que “Desde la concepción en el seno materno comienza la existencia de las personas y antes de su nacimiento pueden adquirir algunos derechos, como si ya hubiesen nacido. Esos derechos quedan irrevocablemente adquiridos si los concebidos en el seno materno nacieren con vida, aunque fuera por instantes después de estar separados de su madre.” Además, el art. 51 prescribe que “todos los entes que presentasen signos característicos de humanidad, sin distinción de cualidades o accidentes, son personas de existencia visible”. Por si fuera poco, hay garantías constitucionales que explícitamente dicen todo lo contrario a lo que pretende A.K. sobre el estatus del embrión y su presunta carencia del estatus de persona. Como conclusión, salvo error, solo cabe deducir que los textos jurídicos consultados por el autor –si existen-  pertenecen a la legislación de otros países (su argumentación podría valer en esos países, no en el nuestro). De hecho, las ciencias jurídicas hablan de la progresividad de derechos en el embrión, lo cual no significa que no sea persona ni sea humano, sino todo lo contrario: ¿cómo podría adquirir derechos en progresión si no fuera una realidad en sí y sujeto de derechos? La progresividad del derecho no es criterio para negarle entidad de persona al embrión: de hecho la hay en el niño: no puede ejercer por sí ningún derecho, como por ejemplo podría ser el derecho a la libertad de expresión, etc.
Análisis crítico: Por un lado, A.K. incurre en extrapolación de campos epistemológicos: su objetivo es realizar un aporte al debate desde la biología sustentando su exposición en el rigor científico de dicha ciencia. Sin embargo, incursiona en el Derecho (dentro de esta área, presumimos que en el Derecho comparado) para pretender que el embrión no es persona.  Este hecho evidencia su falta de rigor y seriedad. Por otro lado, el Derecho argentino de ningún modo le da la razón sino que lo contradice directamente.
Con respecto a la afirmación 2) (“que no hay vida humana en el embrión”), dice lo siguiente: a) el concepto de “vida humana” es un concepto “que no tiene definición taxativa y que responde más a creencias que a hechos.”
Argumenta así: la biología define vida pero no define vida humana. La vida es una forma de organización de la materia que tiene dos propiedades: reproducción y metabolismo. En sentido estricto vida se aplica solo a las células, las cuales poseen vida si se multiplican y si metabolizan. Así, las células del embrión o del feto están vivas, pero también las de la placenta, un espermatozoide, un óvulo, y también, durante cierto tiempo, las células de “un humano” que murió. A.K. ve también una contradicción en aquellos que reconocen que en el difunto hay células vivas (es decir que ya no existe “el humano”) y son incapaces de darse cuenta que el embrión, formado por células vivas, no es todavía un ser humano.
Sostiene en síntesis que un embrión no es un ser humano y que el concepto de vida humana es una convención arbitraria que responde a acuerdos sociales, jurídicos o religiosos pero escapa al rigor científico. En efecto, el autor aduce que la biología no conoce el concepto de “vida humana”: “El concepto de vida humana es una convención arbitraria que responde a acuerdos sociales, jurídicos o religiosos pero que escapa al rigor del conocimiento científico.”
Por lo tanto, dice A.K., deberíamos ponernos de acuerdo en que no es un ser humano y por lo tanto no es un crimen interrumpir el embarazo prematuramente (hasta ahí A.K.).
Análisis crítico:
1º) Preliminarmente, causa cierto estupor que un biólogo investigador del Conicet afirma con tanta seguridad que la ciencia a la que representa como un cultivador especializado, no está en condiciones de identificar la vida humana. Si le tenemos que creer, la conclusión obvia es que no existe una disciplina que pueda llevar el nombre de “biología humana”. Un rotundo fracaso de la ciencia, que por su propio dinamismo continuamente descubre nuevos territorios para explorar. Pero por las mismas razones, tampoco podría existir una biología animal como distinta de la humana: ¿si no tenemos medios rigurosos para establecer qué es la vida humana, cómo podríamos hablar de “vida animal”? Para tranquilidad de los espíritus inquietos existe la biología humana y, más aún, existe la embriología humana que se enseña en las facultades de medicina, así como una embriología animal que se imparte en las de veterinaria.
2º)  A.K. incurre en un error que se conoce con el nombre de “reduccionismo”. El reduccionismo es un error que se comete cuando el científico se enfoca en una dimensión, parte o aspecto de la realidad que le resulta de interés a la ciencia que cultiva, y pretende que esa es la última palabra sobre el todo. Es decir que se incurre en el error del reduccioniamo cuando se reduce el todo a una de sus partes. Ejemplo: el químico analiza los elementos químicos que están presentes en el cuerpo humano (hidrógeno, nitrógeno, oxígeno, etc.). Todos sus estudios son legítimos e inobjetables. Está en todo su derecho a limitarse a la investigación de los elementos químicos que existen en el hombre (o en todo ser viviente), pero cuando pretende que el hombre es sólo eso, incurre en un reduccionismo: reduce el hombre a una de sus partes. Lo cierto es que el hombre es mucho más que sus elementos químicos o físico-químicos. 
) Además, si esto es así –por un momento le vamos a creer a nuestro biólogo-,  hay que reconocer que la biología –al menos la que cultiva el autor- carece de herramientas conceptuales para distinguir entre los elementos de la vida (las células que presentan las características de la división y la metabolización) y los organismos vivientes. Los ejemplos que da así lo muestran: siempre están referido a células (espermatozoides, óvulos, células de los órganos de las personas muertas, etc.). Ello es muy grave, porque significa que desde la biología (tal como la presenta y cultiva el autor) no tenemos forma de definir “ser humano” ni de distinguirlo de otros seres. Pero tampoco podríamos afirmar que un perro es un perro, que un león es un león (podemos hablar de las células vivas que los componen y nada más, todo lo que se diga también tendría ser reconocido como una convención). Si un hombre es devorado por un león, deberíamos decir que, o bien lo devoraron las células del león, o bien que lo devoró una convención (incluso, deberíamos decir que quien sufrió el ataque del felino tampoco fue un hombre sino un conjunto de células, o una convención). Esta incapacidad que presenta la biología que cultiva nuestro científico es peligrosa: no sólo le sirve para negarle todo estatus de entidad orgánica relativamente autónoma al embrión y su carácter de ser humano, abriendo la puerta para su supresión sistemática, sino que además, sin darse cuenta, esta postura lo inhabilita para defender a las mujeres que se practican un aborto ilegal: no podríamos decir, desde la biología, que ellas sean seres humanos. Y si lo afirmamos, ello responde a una mera convención que, como toda convención, es de suyo revocable. Esperemos que nunca suceda, pero ¡¡ no olvidemos que Hitler “revocó” el estatus de ser humano personal a los judíos, cristianos y gitanos y que los romanos les negaban a los esclavos el título de personas!!. Al mismo resultado llegan hoy los defensores de la legalización del aborto: ser un ser humano es una convención que unos a otros nos deparamos, pero al embrión o al feto, se la negamos, sea por razones sanitarias, sea por “respeto” a la libertad de la mujer que una vez que se convirtió en madre decide no esclavizarse a un embrión ([2]).
Para terminar de explicar en dónde radica el error del reduccionismo, se podría hacer una analogía: su postura es similar a la de aquélla persona que se “especializa” en ladrillos y sólo y en tanto que  son ladrillos, pero se niega a distinguir una casa de ladrillos de un montón de ladrillos. Su autolimitación intelectual es risible: “para mí –tendría que afirmar nuestro imaginario “especialista” a la vista de la Casa Rosada- lo que tenemos aquí enfrente no es una casa: sólo hay ladrillos.” Aunque la comparación tiene sus limitaciones: en el caso de la biología los organismos vivientes tienen, de algún modo, una prioridad ontológica sobre los elementos de que están compuestos, sean ellos elementos químicos, sean células. En los vivientes, cualquiera que sea la etapa de desarrollo, es válido decir de ellos que el todo es, en cierto modo, más que las partes. En el caso del edificio, éste surge a partir de la adición de un ladrillo al otro: el todo que conforma cualquier edificio es un todo que aparece al final del proceso aditivo de ladrillos (y cemento). Por decirlo así, aunque suene exagerado, antes de la colocación del último elemento de la construcción, no se puede decir que exista el edificio: es un proyecto en devenir. Un ser viviente como el embrión, es una unidad biológica con una unidad intrínseca desde el mismo momento en que quedó constituido como tal, en el instante subsiguiente a la unión de los dos gametos haploides. No es un proyecto de algo que aún no existe. Existe (vive)  por  sí mismo y desde sí mismo, auto-dotado con los “mecanismos” naturales que le permiten, dentro del útero de la madre y gracias a ella, regular su homeóstasis vital y desarrollarse según sus propios tiempos y etapas. Lo que le falta de despliegue o crecimiento, no autoriza a yugular su existencia, aduciendo que al carecer de las cualidades que tienen los ejemplares adultos, no es un integrante de la familia humana. La carencia de tales cualidades en esas fases de desarrollo, cualesquiera que se desee enumerar, como por ejemplo, la conciencia, la autoconciencia, la libertad, la comunicatividad lingüística, la reactividad afectiva, no es una razón suficiente para negarle el estatuto de ser humano al embrión. Razonar de ese modo, como lo hacen los defensores del aborto, es tan irracional como aquél que, no advirtiendo la presencia de limones en la  diminuta planta que está creciendo, lo tala impiadosamente: ¡esto no es un limonero, no da limones! El limonero sólo da limones cuando llega al momento oportuno de su desarrollo. Esto está dicho contra los que sostienen que el embrión no es una persona, porque no es consciente de sí mismo, no razona, etc. etc. Lo hará si lo dejan vivir y en el momento adecuado. Asimismo, A.K. omite decir que el embrión tiene una código genético único e irrepetible (distinto del de la madre y del padre), el cual lo acompañará desde la concepción hasta la muerte, y que el genoma que posee es el propio de la especie humana (aún cuando comparte el 99% del genoma de los simios: ese 1% nos identifica como humanos).

Estas observaciones críticas revelan que nuestro biólogo padece de una grave auto-ceguera.
4º) Si la biología no puede definir el ser humano, tampoco está en condiciones de negar que el embrión sea un ser humano (en desarrollo, gracias a la madre). Debe hacer silencio. Por lo tanto, la crítica en este punto es que A.K. incurre en contradicción. Esa contradicción es la siguiente: por un lado se vale de creencias (la “creencia” acerca de qué es un ser humano) para negar que el embrión pertenezca a la especie humana y por otro lado, rechaza a los que opinan en forma contraria a él y a su visión biológica con el argumento de que son puras creencias y no son hechos: pero él mismo no se está basando en hechos. Por un lado, se autolimita como biólogo a reconocer la vida humana, pero por el otro no vacila en negar que exista en el embrión aquello mismo que según él  no se puede definir (la vida humana).

5º) Otro error en que incurre lleva el nombre de cientificismo. Este “viejo conocido” se arroga el derecho a mirar por encima del hombro a todo aquello que no esté afirmado como resultado de la aplicación del método experimental y/o que no pueda ser reducido a peso y medida. Este error o vicio de algunos científicos es fácil de rebatir: el principio cientificista (sólo debemos admitir lo que se demuestre con arreglo a las condiciones propias del método experimental, verificable empíricamente y expresable en fórmulas matemáticas) se auto-destruye: no es un principio verificable conforme a sus propias exigencias de demostrabilidad.

6º) Lo cierto es que hay hechos que oculta o niega y que nos lo proporciona la misma genética: a) Hay de su parte una manipulación de la información por omisión de datos relevantes: solo menciona lo que el cuerpo de la madre le aporta, pero nada dice acerca de cómo el cigoto, el embrión, el feto, realizan actividades vitales propias a nivel físico-químico y celular: tiene una autonomía (no absoluta: no hay autonomía absoluta jamás, ni en un ser humano adulto). b) Omite decir que el embrión tiene una código genético único e irrepetible (distinto del de la madre y del padre), el cual lo acompañará desde la concepción hasta la muerte, y que el genoma que posee es el propio de la especie humana (aún cuando comparte el 99% del genoma de los simios: ese 1% nos hace humanos).

Conclusión: en su alegato final, A.K. les pide a “aquellos que tienen convicciones filosóficas o religiosas respecto de lo que llaman comienzo de la vida humana que respeten la racionalidad de otros argumentos y que diferencien evidencia de dogma y hechos de creencias. Porque no hay un absoluto y los legisladores deben legislar para todos.”
Por nuestra parte, le pedimos a A.K. y los legisladores que deben legislar para todos, que dejen de lado sus dogmas filosóficos o ideológicos y respeten la racionalidad de las mismas ciencias biológicas.



Autor:  Gigena





[2] Cita textual: “Pero la mujer embarazada tiene que tener la opción y el derecho de interrumpir el embarazo prematuramente. De lo contrario se convierte en una especie de  esclava de su embrión a causa de convenciones sociales o religiosas que no se condicen con la gradualidad del desarrollo intrauterino”. La plataforma ideológica –por lo tanto anti-científica- desde la que los pro-abortos despliegan su lucha, se deja ver en esta frasecita: la pretensión de autonomía, y en especial de las mujeres, alcanza en esta ideología proporciones inconcebibles: la emancipación –en este caso, la de las mujeres- termina siendo emancipación contra la naturaleza. La misma naturaleza es vista en esta ideología como opresora, cuando en realidad el feto no es un amo despótico que anula a la mujer, sino que la misma naturaleza  ha organizado que el desarrollo del hombre, empiece en el seno de la madre. No son las “convenciones sociales o religiosas”: es la naturaleza  misma. Es inevitable no recordar otra frasecita, esta vez de Clinton: “the economy, stupid” (“es la economía, estúpido!”): “es la naturaleza, estúpido”.



El aborto y la claudicación del Estado y de la sociedad

Santiago M.Gigena

El día en que los defensores del aborto, se den cuenta de que el embrión o feto es un ser humano, entenderán que la solución nunca pasó por su legalización como medida de disminución de las muertes maternas. Ese día, y sólo recién, se pondrán a ayudar, realmente, a toda mujer embarazada. Mientras eso no sucede seguirán perjudicando a la mujer y asesinando al niño por nacer, con la complicidad del Estado y de la sociedad en general.

En esta nueva división que se ha instalado entre los argentinos gracias a la iniciativa del Presidente Macri al proponer el tratamiento parlamentario de la cuestión del aborto (propuesta que, por lo inusitada –el tema no figuraba en su agenda pre electoral- y, a la vez, por el innegable efecto distractivo que produjo en la sociedad, pareciera estar sustentada en un escandaloso y pragmático cinismo), hay que reconocer la presencia de una premisa compartida entre quienes están a favor de su legalización y sus oponentes: el valor de la vida humana. Solo que un grupo privilegia la vida de la madre exclusivamente y el otro defiende una postura abarcadora e inclusiva, dado que propone, con razones fundadas y concretas que van más allá del carácter declamatorio de un eslogan, que las dos vidas valen.
Lo que está en cuestión, reducido a su núcleo esencial, es si existe o no un derecho a matar a aquel ser que está siendo gestado en el cuerpo de su madre. Si existe, en tal caso debería ser receptado por la ley, reconocido y respetado por todos. Por el contrario, si no existe tal derecho, el aborto no debería ser reconocido por la ley.  
En la decisión legislativa, está inevitablemente implicada la ética: la primera y fundamental condición de posibilidad para que pueda ser legalizado el aborto es que debe tratarse de una acción éticamente irreprochable, caso contrario, la ley estaría justificando, es decir, haciendo justa, una acción fuertemente reprochable. Sostener, como lo ha hecho anteriormente en el diario La Nación el señor Alejandro Katz[1], que aquí y ahora no están en cuestión qué principios (éticos) deben prevalecer, y que por ello los legisladores no deben hacer valer su adhesión a los principios axiológicos implicados en su decisión, es escamotear la cuestión de fondo: a saber, si el aborto procurado está bien o está mal, si es justo o no lo es.  

Los seres humanos engendran seres humanos.
A lo largo de las discusiones que se desarrollaron en la Cámara Nacional de Diputados, como así también en los artículos de opinión publicados en los diarios y otros medios, ha quedado en claro para todos un hecho, cuya facticidad no se vincula con posturas religiosas o filosóficas: la unión de los gametos, cada uno con su carga genética propia, genera una nueva realidad, distinta de los progenitores. Esa realidad pertenece al mundo de los vivientes y, como tal, se puede reconocer en ella su pertenencia a una especie determinada, en este caso, a la especie humana. Quien lo afirma es la ciencia. En rigor, no se trata de un hecho necesitado de una demostración científica, puesto que la pertenencia del embrión a la especie humana está confirmada por la vinculación genealógica que este ser tiene con sus padres. Por lo tanto, aquello que hemos descripto más arriba como “aquel ser que está siendo gestado en el cuerpo de su madre” designa a un integrante de la especie humana. Que esté en una etapa de su desarrollo –inicial o más avanzada- no cambia un hecho esencial: es y sigue siendo en cada momento un miembro de la familia humana. La progresividad del desarrollo es una ley biológica que no se puede negar sin caer en la arbitrariedad. Con el aborto lo que se interrumpe no es un mero proceso biológico como se aduce. Si ese fuere el caso, ¿qué o quién es el sujeto de ese proceso biológico sino una unidad viviente que actúa de por sí desarrollándose gracias a la nutrición que le aporta la madre a través del cordón umbilical y a su propio programa de desarrollo? ¿Cómo se puede ignorar que el despliegue del ser humano antes y después del nacimiento es un proceso continuo de una y la misma realidad, idéntica genéticamente hasta el momento de la muerte? ¿Sobre qué bases se decide arbitrariamente que en tal o cual etapa de su desarrollo -cigoto, embrión, feto- no es un ser humano, aunque luego –si se lo deja nacer- sí lo es? Acaso el motivo más recóndito radica en que carece de voz y por ello no está en condiciones de hacer valer sus derechos?
Con respecto al embrión no se está frente a una mera cosa, sino ante un “quien”, una persona que aún se desconoce a sí misma como un “yo”, como le sucede también a un adulto que ha perdido la conciencia o, incluso, que está dormido. Pero sin duda ese “alguien” –no un “algo”-, transcurrido el tiempo y consumado el desarrollo que la misma biología pauta, llegará a decir “yo” y a reclamar un lugar en el concierto de la sociedad, como hoy lo podemos hacer todos gracias a que en su momento nadie ejecutó sobre nosotros la amenaza del aborto.
Ni siquiera es necesario recurrir a la ciencia para enterarse que lo que una madre engendra es siempre un hijo y que lo que ella porta en su cuerpo, en el hábitat natural del ser humano antes de nacer, es un integrante de la especie humana que para ella debiera ser, siempre, lo más entrañable. Basta con pensar en las experiencias más simples: ninguna madre al enterarse de su preñez concurre a un médico para preguntarle de qué está embarazada, si de una larva, o de un conjunto de células, o algo así. Piensa y habla de él como de un hijo y lo ama como hijo, porque sabe que eso es, sin necesidad de pruebas científicas. Incluso le habla, porque es un igual, aun cuando sabe que no la entenderá (¿no la entiende?). De igual modo, espontáneamente cambia su conducta y extrema en todos sus hábitos los máximos recaudos para que la salud del hijo no sea dañada (por el tabaquismo, la mala alimentación, etc.).
Tampoco los laboratorios y clínicas que lucran con el anhelo de los padres por un hijo abrigan la más mínima duda de que todo su capital invertido tiene como objeto lograr el desarrollo de un embrión que implantarán en el útero de la madre (no sin antes descartar como si fueran meros desechos no humanos otros embriones: una práctica abominable).

¿Por qué se le niega al embrión el mismo estatuto de ser humano que poseemos los demás?
Es muy difícil defender una ley que se pretenda justa si a través de ella se validan acciones que dejan sin protección la existencia misma de una determinada categoría de seres humanos: la de los que aún no han nacido en el caso de la legalización del aborto. Se comprende que sus defensores recurran a ese palabrerío hueco con el que quieren esconder lo evidente. De ahí esas fórmulas y malabarismos verbales que hemos tenido oportunidad de escuchar: “la post-verdad”, “política, no metafísica”, “estructuras patriarcales”, “estereotipos machistas”, “las mujeres no somos meros envases”, “el embrión es una larva”, “no es un ser humano porque no tiene conciencia, o no habla, o no tiene sensibilidad al dolor”, etc. etc. Se trata de maniobras negacionistas: requieren la negación de la realidad, porque nadie en su sano juicio –y éste es un principio moral compartido- está dispuesto a suscribir la afirmación de que es lícito el asesinato de un ser humano inocente.
¿Por qué la persistencia en negar este hecho por parte de quienes organizadamente defienden la licitud del aborto? Plausiblemente, por razones ideológicas. En términos generales una ideología es un constructo intelectual sustentado en intereses político-sociales, dotado de un blindaje que lo inmuniza contra la evidencia de los hechos que pudieran contradecirla. Una ideología es, en su más íntima esencia, el resultado de un puro voluntarismo que se ciega a la realidad. Sería largo internarse en las raíces ideológicas que alientan e impregnan las posturas pro-aborto, pero basta con algunas indicaciones generales: el aborto se propone como un mecanismo de control demográfico, que beneficia a los países más ricos y poderosos, los cuales ven en el incremento de las poblaciones pobres una amenaza grave que puede bloquear el acceso de aquellos a las reservas naturales; el aborto es también considerado en clave ilustrada o iluminista como una herramienta de liberación, o más estrictamente, como una herramienta emancipatoria (“emancipación de los condicionamientos de la naturaleza”, “emancipación de la esclavitud de la maternidad”); el aborto está en función de una libertad que no tolera ningún límite (“mi cuerpo es mío y hago lo que quiero con él”). Peor incluso: el aborto consagra la subjetividad del deseo en exclusiva ley del actuar (“la mujer debe tener el derecho de librarse del hijo no deseado o no programado”) como, si los estados anímicos, de por sí cambiantes, fueran la última razón contra la que se estrellan todas las razones y derechos. Finalmente, sin duda también, todo ello es una consecuencia lógica y psicológica de la sociedad del bienestar y su creciente presión para maximizar el placer, un placer que no tolera frustraciones, un placer que se vuelve brutal, como es el caso del aborto: en sí mismo un acto de violencia contra un proceso natural, como lo es el desarrollo silencioso del embrión al abrigo de la madre.

¿Con qué argumentos se le niega al embrión el mismo estatuto de ser humano que poseemos los demás?
En cualquier debate quien pretende cambiar algo, por el motivo que fuere, tiene la carga de la prueba, esto es, debe probar que la innovación es benéfica, o más justa o más útil, etc.etc. En este caso, la carga de la prueba la tienen aquellos que buscan legalizar el aborto. Deben demostrar que el aborto es bueno o justo, en fin, que es un derecho humano y que en razón de ello, debe modificarse la legislación penal en el sentido que ellos pretenden. En muchas de sus argumentaciones incurren en el sofisma lógico conocido como “petición de principio”, que consiste en suponer como demostrado aquello que no lo ha sido. Así por ejemplo, se argumenta que el aborto debe ser legalizado porque en caso contrario se genera una desigualdad, una situación de discriminación desfavorable para las mujeres pobres, por cuanto las únicas que pueden recurrir a él en condiciones de clandestinidad y a la vez sanitariamente seguras, son aquellas que tienen una posición económica desahogada. Pero con ello se da por sentado que el aborto es en sí mismo bueno o justo, es decir que el aborto es un derecho. Ahora bien, como hemos dicho, este es el punto neurálgico de la discusión: ¿el aborto es justo o no? Si el objeto sobre el que recae la acción de abortar es un ser viviente perteneciente a la especie humana (un hijo), entonces ya no es cuestión de equidad entre las que de hecho abortan porque pueden pagar y las que no abortan porque no pueden hacerlo. Ni a unas ni a otras les es lícito abortar.
De la misma manera, incurren en dicho sofisma quienes aducen las estadísticas –por lo demás seriamente controvertidas- sobre las muertes maternas causadas por abortos clandestinos. Ahora bien, si el aborto es una acción intrínsecamente injusta –puesto que priva de la existencia a un ser humano en gestación-, no resulta admisible que la razón para legalizarlo sea asegurar que el crimen se lleve a cabo en condiciones óptimas de higiene y salubridad por profesionales habilitados legalmente, para hacer bajar las cifras y las pérdidas de vidas maternas (en cualquier circunstancia, lamentables). La verdadera razón del descenso de esas cifras debería estar en la disminución de los abortos clandestinos.
También se aduce que la cantidad de abortos clandestinos implica que su prohibición legal es ineficaz. En ese sentido, ha escrito en el diario La Nación Julio María Sanguinetti[2] que “cuando la distancia entre la legalidad y la legitimidad de un acto no hace más que ampliarse, la ley no puede ya ni cambiar la conducta ni sancionar a quien la infringe. Es, entonces, el momento de cambiar la ley.” El argumento es interesante, sólo que si lo seguimos un trayecto nos llevaría a tener que legalizar, muchas otras conductas, como por ejemplo, la coima que, al parecer, está incorporada desde hace décadas en la conducta de políticos, agentes del estado, empresarios y el ciudadano común. O también tendríamos que legalizar los robos de menor cuantía en los comercios, los cuales casi nunca son perseguidos penalmente. Pero si no legalizamos tales acciones se debe a que se da por sentado que son acciones reprensibles. Otra vez, el argumento repite con ligeras variantes el esquema del sofisma de “petición de principio”. Por otra parte, parece olvidarse que las leyes tienen un valor educativo: donde faltan convicciones ético-religiosas, como sucede en las sociedades secularizadas, al menos queda el recurso del castigo que impone la ley, el cual, con su efecto disuasorio genera costumbres. Por desgracia, es de prever que, debido a la intensa campaña de la mayor parte de los medios y de los comunicadores sociales, de los profesionales y de la gente ilustrada en general (el establishment intelectual), favorables a la legalización del aborto, se agrande todavía más la brecha entre la ley y su incumplimiento.

La aprobación legal del aborto significa el fracaso del Estado y la sociedad.
Es un fracaso porque el Estado renuncia a tutelar el bien jurídico de la vida cuando se trata del no nacido. Renuncia a tutelar a los más débiles. Es la claudicación del Estado que, de hecho, sigue el camino más fácil, en lugar de disponer enérgicas políticas de apoyo a la familia, y en especial a la mujer gestante y al niño.
Desde el punto de vista del tipo de sociedad que queremos constituir y dejar a nuestros hijos, la aprobación legal del aborto, significará un punto de inflexión que nos afectará a todos de una manera profunda. En efecto, ello conlleva una dinámica propia, que termina por arrastrar, más temprano o más tarde, principios éticos hasta ahora intangibles e incuestionados. El primero de ellos, la sacralidad de la vida humana en cualquiera de sus etapas o estados. Pero también el derecho de los médicos y personal sanitario a abstenerse de participar en la realización de un aborto (derecho a la objeción de conciencia). Puesto que si es un derecho, ¿durante cuánto tiempo la ley tolerará que haya quienes se oponen al ejercicio del presunto derecho al aborto? ¡Qué contraste! Pasaríamos de perseguir a aquellos profesionales de la salud que hoy cometen un homicidio infringiendo su deber de procurar la salud, a perseguir mañana a sus otros colegas que se niegan a usar su ciencia y su arte contra la vida humana.
Por otra parte, si se llegara a reconocer al aborto como un derecho, ¿cómo no se advierte que una de las futuras víctimas es la misma mujer que, embarazada de un niño con una afección incurable o con una malformación o una discapacidad, será objeto de una fuerte presión psicológica, de un acto de violencia no física ejercido por los familiares, el progenitor, los médicos, etc., quienes la convertirán en la culpable de haber traído al mundo a un ser humano deficiente? ¿Es posible negar que la legalización del aborto es, simultáneamente, un camino abierto a las prácticas eugenésicas?
En definitiva, los proyectos impulsados a favor de la despenalización y legalización del aborto, consagran el principio de la ley del más fuerte: el derecho a la existencia deja de ser universal, y pasa a convertirse en un derecho que nos asignamos entre nosotros los adultos, pero que se lo negamos a los que no tienen voz. Estamos a las puertas de una sociedad cada vez más insolidaria y violenta, que trivializa la vida. ¿Cuánto tiempo se puede mantener una sociedad de este tipo?



[1] Diario La Nación, 25 de abril de 2018.
[2] Diario La Nación, 28 de abril de 2018.

domingo, 12 de noviembre de 2017

Seminario año 2017

INTRODUCCION

1. Me gustaría comenzar estas reflexiones recordando lo que escribió Soren Kierkegaard [1] en su Diario. Me refiero a aquel breve pasaje conocido con el nombre de “Un punto blanco en el horizonte”, cuya lectura haremos enseguida. Resulta inquietante, o incluso, estremecedor.

«Imagínate un navío muy grande, todavía mayor, si quieres, que nuestros grandes navíos de hoy en día; puede transportar mil pasajeros y, naturalmente, todo está dispuesto en orden a la máxima comodidad, al confort, al lujo, etc. Anochece. En el salón la gente se divierte; todo luce bajo la suntuosa iluminación; se escuchan los sones de un concierto; en resumen, todo es gozo, alegría, regocijo; el ruido y la algazara de esta alegría desencadenada resuenan en el aire del atardecer.
El capitán está de pie en el puente; a su lado el segundo de a bordo se saca los gemelos de los ojos y los alarga al capitán, que le dice: “no es preciso, lo veo perfectamente aquel pequeño punto blanco en el horizonte: la noche será terrible.”
Después con la noble y segura calma del marinero experimentado da sus órdenes: “Esta noche toda la tripulación estará de guardia; yo personalmente asumiré el mando.”
Entra en su camarote. No tiene a mano muchos libros; no obstante, tiene una Biblia. La abre y, cosa extraña, se encuentra con este pasaje: “Esta misma noche se te pedirá cuenta de tu alma.” Ciertamente muy extraño.
Después de recogerse en la meditación y la plegaria, se viste para la guardia de la noche; y ahora atento sólo a su tarea vuelve a ser el marino lleno de experiencia.
Pero en el salón los pasajeros continúan divirtiéndose; suena la música y los cantos, las conversaciones y el tumulto, el ruido de platos y fuentes, los tapones de espumoso que restallan; la gente bebe a la salud del capitán, etc., “la noche será terrible” y tal vez esta misma noche se te pedirá cuenta de tu alma.
¿No es terrible esto? Sin embargo, yo sé una cosa que todavía lo es más. La situación es la misma: pero el capitán es otro. En un salón la gente se divierte y el más alegre de todos es el capitán. El punto blanco continúa estando en el horizonte y la noche será terrible, pero nadie ve el punto blanco o no sospecha lo que presagia. Mas no, pese a todo (todo no sería lo más terrible); no, hay alguien que lo ve y sabe lo que se prepara. No tiene ninguna autoridad en el navío; no puede hacerse cargo de nada. Pero para no omitir la única cosa que puede hacer, hace decir al capitán que suba al puente, aunque sea sólo un momento. Este se hace esperar; por fin llega, pero no quiere saber nada de nada y vuelve rápidamente al salón a participar de la alegría ruidosa y desordenada de los pasajeros, que brindan a su salud en medio de la algazara general, y él se los agradece calurosamente.
Aguijoneado por la angustia, el pobre pasajero se decide a molestar de nuevo al capitán, el cual esta vez incluso se muestra incorrecto. No obstante, el punto blanco sigue estando en la línea del horizonte: “la noche será terrible.”
¿No es todavía más terrible? Es terrible ver a estos mil pasajeros despreocupados y vocingleros; es terrible ver que el capitán es el único que sabe lo que pasará; sin embargo, lo esencial es que él lo sepa. Es más terrible, pues, que el único que vea y conozca el peligro inminente sea un simple pasajero.
Que desde el punto de vista cristiano se ve en el horizonte la mancha blanca, presagio de la terrible tempestad inminente, yo lo he sabido; pero ¡ay! Yo no he sido y no soy sino un simple pasajero”.»[2]

El texto de Kierkegaard contiene una voz de alarma. Kierkegaard es un pensador religioso y la vez,  un filósofo. Luego de haber estudiado la filosofía de Hegel, critica ese racionalismo hegeliano que pretende subsumir en un sistema racional toda la realidad: Dios, el hombre, la naturaleza, la historia, etc. Un sistema con pretensiones desmedidas para el ser humano, que se olvida al hombre mismo, a la persona individual. A la vez, Kierkegaard desarrolla una intensa polémica con los representantes de su iglesia, la iglesia danesa, adscripta a la ortodoxia luterana. Este texto que transcribimos, nos habla de la experiencia del filósofo danés que avizora “la terrible tormenta”, es decir una crisis, un cambio que se presenta como un evento inquietante, que afecta a la cultura desde los cimientos.
¿De qué se trata, para nosotros? ¿De qué cambio o crisis se trata?¿Qué cultura?
Se trata de Occidente: lo que ha concluido es Occidente: O lo que venía llamándose “Occidente”. Ahora bien, ¿qué entendemos por Occidente? ¿Se trata del “american way of life” y del Estado del Bienestar? Sí y no, puesto que el Estado del Bienestar, depende de un marco de referencia que surgió como ruptura de una cosmovisión anterior. De esa ruptura, que es la Modernidad, hablaremos con más detenimiento. En cuanto a esa “cosmovisión” que resulta desechada, en sus rasgos más generales implicaba un marco religioso y filosófico que proporcionaba a las personas las grandes referencias para la orientación de la vida, tanto en lo individual como en lo socio-cultural. Preliminarmente,  podemos caracterizarla como la cosmovisión cristiana, la cual comprendía una fe compartida,  instituciones estables y códigos morales aceptados en su mayor parte. Esta aceptación incluso se daba entre aquellos que hacían de la repulsa a la cosmovisión cristiana de la existencia su bandera y leiv motiv, quienes, a pesar de su actitud de rechazo, continuaban compartiendo ciertos códigos morales.

“Lo que llamamos “Occidente” (y las formas distintivas de vida política y económica que ha generado) no ocurrió así como así. Esas formas distintivas de política y economía (la democracia y el mercado) no son únicamente el producto de la Ilustración  de la Europa continental. No: las raíces primarias más hondas de nuestra civilización se hunden en un suelo cultural nutrido por la fructífera interacción de Jerusalén, Atenas y Roma: la religión bíblica, de la que aprendió Occidente la idea de la Historia como un camino resuelto hacia el futuro, y no una cosa tras otra sin ton ni son; la racionalidad griega, que enseñó a Occidente que existen verdades arraigadas en el mundo y en nosotros, y que tenemos acceso a sus verdades a través de las artes de la razón; y la jurisprudencia romana, que enseñó a Occidente la superioridad del gobierno de la ley sobre el gobierno de la fuerza bruta y la coerción” (George Weigel, 11ª conferencia William Simon, reimpresa en National Affairs bajo el título “The Handwriting on the Wall”, nº 11, disponible en www.nationalaffairs.com/publications/detail/the-handwriting-on-the-wall), cita tomada del libro “Cómo el mundo occidental perdió realmente a Dios” de Mary Eberstadt, Rialp, 2014, p.1.

Pero antes, tengo que formular una interpelación: ¿somos realmente conscientes de que ha terminado o está por terminar el mundo tal como lo conocimos, o tal como lo conocieron nuestros padres y abuelos? ¿En qué se advierte? ¿Cuáles son los signos del fin de “fiesta”?
¿Consiste esta crisis en una crisis de carácter  político o político económico? No dejo de lado este nivel de análisis, cuyos componentes son, a título de ejemplo, el desempleo, la desinversión, los monopolios, la globalización de la economía, el vaciamiento de las cajas de seguridad social, el endeudamiento, el descreimiento en los partidos políticos y en el sistema y en las prácticas democráticas, la desertificación, el daño ecológico irreversible, la internacionalización del terrorismo, etc. etc.
Pero la mayor parte de esos factores, sino todos, son reconducibles a razones de más largo alcance: razones que en definitiva son filosóficas y religiosas. Tomo dos ejemplos para mostrar hasta qué punto en los problemas sociales y políticos subyacen temas y motivos filosófico-religiosos. Ellos son el problema ecológico y el quebrantamiento de las cajas de jubilación. Este último tiene dos causas directas de mayor impacto, además de aquellas causas coyunturales como pueden ser los índices de desempleo. Una es la malversación de fondos por parte de aquellos gobiernos que la toma como botín de guerra para solventar costos no previstos o de urgente solución. Pero la otra causa, a menudo oculta, pero más grave, es la inversión de la pirámide demográfica gracias a la cual la base que conforma la población activa que aporta parte de sus ingresos al sistema jubilatorio no es lo suficientemente ancha como para garantizar un flujo suficiente de dinero que se debe erogar para los actuales jubilados (a esto hay que añadir como un factor importante, por cierto, la mayor expectativa de vida, si bien no es la causa –ya que si hubiera una masa crítica de aportantes, por más que las expectativas de vida se prolonguen, siempre habría suficiente para los jubilados). Ahora bien, ¿por qué hay menos trabajadores activos aportantes? Sencillamente, porque hay menos hijos, y hay menos hijos por la inestabilidad de las familias (el divorcio) y por los hábitos de consumo, el individualismo creciente, etc. Pero todos estos factores mencionados derivan en último análisis  de una determinada concepción de la existencia humana filosóficamente y religiosamente fundada.
Algo similar, sucede en el caso de la ecología: el problema ecológico tiene una base filosófica. Su origen está en un modo de relacionarse el hombre con la naturaleza, sustentado a su vez en presupuestos de carácter filosófico. Es decir, se ha llegado a este punto casi de no retorno con respecto al futuro del hombre y de la naturaleza, guiados por una determinada cosmovisión filosófica.

2.- Es posible que ustedes no sean conscientes de que estamos en un cambio de época. Una transmutación de proporciones inusitadas que por comparación vuelven a otras revoluciones como simples cambios cosméticos, superficiales. Que no sean del todo conscientes es muy comprensible, ya que por razones de edad no tienen elementos que les permitan hacer comparaciones: se trata del mundo en el que han crecido o más bien, del mundo en el que han comenzado y han alcanzado ese período de la maduración personal en el que son plenamente conscientes de lo que son y de lo que quieren. Incluso es posible que esa consciencia del cambio, no alcance en sus propios padres la lucidez que podría tener en sus mismos abuelos. Pero en cualquier caso, el cambio está sobre nosotros. El mundo que está frente a nosotros no volverá a ser el mismo. Las épocas no se repiten, la historia siempre es novedad. Se puede aprender del pasado, se puede valorar el aporte de una sociedad o cultura perteneciente al pasado, pero no se la puede reeditar. En ese sentido, la Edad Media nos ofrece, aún con sus luces y sus sombras, un modelo ejemplar digno de ser imitado. Pero sería insensato pretender que ella vuelva a nosotros. Sólo podemos reconstruirla con la imaginación histórica, pero nunca volver a ella.  Podemos, sin embargo, hacer algo más: extraer su espíritu, su esencia, lo que tuvo de eterno, para que pueda ser simiente fecundante de las nuevas épocas. De lograr este último objetivo, no se trataría de mera actitud nostálgica, sino del aprendizaje fructuoso a partir de la historia.

3.- ¿Pero hay tal cambio? Sí. Voy a señalar algunos hechos, que, creo, resultan ser  bastante elocuentes y testificarán con contundente claridad hasta qué punto está cambiando los marcos generales de orientación y referencia.
a) Hasta hace poco se veía la orfandad  como una gran desgracia. Que un hijo perdiera a su padre, por ejemplo, significaba una grave herida para su desarrollo, no sólo por la pérdida afectiva, sino también por la proyección de efectos de todo tipo, incluso económicos, que ese triste hecho ocasionaba en su vida y en la de su madre. La pérdida no se circunscribía a lo afectivo  y lo económico: también iba en detrimento de su maduración moral, de su inserción en el mundo de los adultos, etc. etc. En cualquier caso, había un consenso  en que ese  hecho, la muerte del padre, era una verdadera desgracia. Hoy, ahora, sin embargo, la falta del padre no se experimenta como algo que cuando sucede de por sí sea un hecho anómalo, inesperado y brutal. Para entender a qué nos referimos, basta con pensar hasta qué punto ha llegado a adquirir carta de ciudadanía “la familia monoparental” o, peor aún, la inseminación artificial de una mujer soltera que desea cumplir el anhelo de la maternidad. Hay aquí algo produce escalofríos: la voluntad de engendrar, por el medio que fuere, un hijo que por el resto de su existencia, carecerá de un padre y consiguientemente de la experiencia de la relación filial. Nunca sabrá, salvo en teoría, qué significa ser-hijo. Ni siquiera se trata en este caso de que su padre haya muerto, porque aun muerto, tiene su ausencia una cierta presencia, la que tiene por ejemplo por el hecho de ser nombrado, recordado y puesto de ejemplo. Ni siquiera se trata de un padre que hizo abandono del hijo ya nacido o antes de que naciera. Esta última situación es distinta a la anterior –la de padre muerto-  pero tampoco es equiparable a la del hijo nacido por la inseminación artificial de una madre. En el caso del padre que se desentiende del hijo engendrado por una relación pasajera o del que abandona el hogar, al menos hay una persona y una relación personal sobre la cual el hijo afectado puede tomar una posición determinada (puede por ejemplo, buscar su progenitor, o puede rechazarlo, etc.) Pero en el engendramiento artificial no hay nadie detrás, no hay persona alguna, sino sólo células germinales vendidas o donadas, y el frío procedimiento de la tecnología biomédica: hay una persona que se ha negado a comparecer desde el inicio del proceso. Sólo se da la asunción de una decisión programática que no repara en los medios, aunque su puesta en juego significa condenar para siempre a un niño a ser hijo de nadie. ¿Qué temores e inseguridades determinará en su desarrollo psicológico este hecho? Nadie lo puede afirmar, pero es seguro que los habrá: en el camino hacia la seguridad y las certezas afectivas que todos buscamos, encontrará un muro tapiada desde siempre. Más aún: ¿cómo experimentará él mismo su propia paternidad cuando llegue a adulto? ¿De qué término de comparación se valdrá en su vivencia de la paternidad? Lo más llamativo aquí es que, precisamente, no llame la atención de nadie. Todos los indicios hacen pensar en su pronta institucionalización y, consiguientemente, en su naturalización.
Alguien podría objetar: se trata de un caso, un solo ejemplo, pero que no constituye un elemento de juicio lo suficientemente amplio como para sostener la tesis de un cambio epocal. Debo responder con la máxima energía: de ninguna manera. Lo que está en juego en esto que no es más que un ejemplo, son las instituciones políticas, la economía y los sistemas de producción, el derecho, la ética, la religión. Y ello sucede porque lo que queda comprometido es la realidad de la familia misma. Se repite tantas veces como una frase hecha que de repetida ya no se percibe su significado y alcance que “la familia es la célula de la sociedad”. Pero aunque pasemos de largo por su verdadero significado, ella lo sigue siendo. Por ejemplo, si no hay familia no hay propiedad, el derecho de propiedad pasa a ser letra muerta, ya que no hay interesados, las familias, en defenderlo. Tampoco habría ahorro, habría más consumismo, ya que esa mentalidad engendradora artificial carece de una preocupación integral por el hijo (todo este proceso supone que el hijo ha dejado de ser querido por sí mismo, ya que es buscado como un medio para realizar un deseo, el deseo del hijo a toda costa). El desarrollo exagerado del consumismo, lleva también a una mayor producción de bienes, cada vez más innecesarios y a la degradación de la naturaleza (tanto por el agotamiento de los recursos como por la degradación que el aumento del volumen de los desechos producirá en la naturaleza). Si no hay familia, los individuos quedarán solos, inermes, ante los poderes públicos y sus instituciones. La familia siempre ha sido una ciudadela inexpugnable frente al asedio del poder. Si falta ella, los individuos y sus atomizadas existencias quedan a merced del poder político. Este, a su vez, ya sin frenos tratará de torcer en su favor las instituciones y el derecho. Si todo esto no es una revolución, ¿a qué llamamos revolución?
b) Puedo dar otros ejemplos: la novedad del tema de los llamados “derechos de los animales”. Hasta hace poco, hablar de “derechos” aplicables a los animales nos podía sonar como una broma ingeniosa. Ahora, se debate concienzudamente este tema. Hay movimientos de defensa de los animales desde hace muchísimo tiempo. Pero ahora no se trata de las tradicionales Asociaciones Protectoras de los Animales. Explícitamente se afirma que los animales tienen derechos como las personas, e incluso se comienza a hablar de los animales como “personas no humanas”, y a quienes no están de acuerdo con esta postura se los acusa de incurrir en la deleznable postura de “especismo” (que viene a ser ahora una nueva forma de discriminación y racismo). Curiosamente, esa defensa asume posturas casi extremistas y agresivas, al margen del derecho de las personas (de las verdaderamente personas: las humanas). [3]
c) Otro ejemplo: la prostitución era una actividad denigrante para una mujer y la sociedad compartía esta visión, más allá de la hipocresía de muchos. Hoy hay voces que plantean con total seriedad que se debe incluir en la legislación laboral esta actividad, incluso debe estar amparada por la legislación vigente en materia de riesgos de trabajo (las ART). Ya no se trata de una actividad tolerable, regulada por las normas de profilaxis. Ahora pretende ser equiparada a cualquier trabajo honesto.
d) Otro ejemplo: hay una fuerte tendencia a legitimar las prácticas sexuales de adultos con adolescentes, por parte de adultos. Incluso, ha habido en Europa dos partidos políticos que en su plataforma partidaria proponían la legitimación de lo que ellos llamaban “otra forma de relacionarse afectivamente con los adolescentes”.
e) Otro ejemplo: se ha logrado un cierto consenso internacional acerca de los inconvenientes  sociales (económicos o en términos de salud pública) que conlleva el hábito del tabaquismo. Hasta el punto que aquellos que osan en una reunión fumar su cigarrillo, son objeto de la mirada condenatoria de los demás circunstantes. Sin embargo, paralelamente a ello, y de una modo casi esquizofrénico, se intenta la legitimación social en primer término y legal en segundo término, del consumo de drogas, ante todo de las blandas, como la marihuana (ello con la excusa de los pretendidos beneficios terapéuticos de la marihuana, pero, sea ello cierto o no, una cosa es la utilización de los componentes químicos de la marihuana para su aplicación en la industria farmacéutica y otra muy distinta es la liberación de  la marihuana y su consiguiente libre acceso en el mercado)
f) Otro ejemplo: el sistema se ha vuelto ingobernable, da la impresión al ciudadano común  que es como una maquinaria que ha sido puesta en marcha y se autogobierna. El sistema es anónimo, despersonalizado y despersonalizante  (del otro lado del teléfono  siempre nos atiende una máquina).
g) También Peter Kreeft ilustra contundentemente las proporciones del cambio, en su libro “Cómo tomar decisiones” (Ed.Rialp), al comparar los resultados de dos encuestas realizadas en escuelas de enseñanza media de Estados Unidos, efectuadas con una diferencia de más de dos décadas. Los problemas que percibían en sus alumnos los docentes de la década de los años 60 tenían que ver con conductas erradas que hoy nos parecen de casi irrelevantes: mentir, no cuidar los muebles de la escuela, no asistir al colegio (“ratearse”), etc. Más de 30 años después, ante las mismas preguntas los docentes muestran su preocupación ante conductas de sus alumnos que distan enormemente en gravedad de aquellas que preocupaban a sus antecesores en la cátedra: abuso de drogas, violencia escolar, embarazo adolescente, abortos, etc.

4. ¿Cómo se ha llegado a esta situación? La revolución no reside en estos hechos en sí, sino que estos hechos –y otros por el estilo que podrían ser aducidos como ejemplo- constituyen manifestaciones de algo que estaba en gestación desde hace algunos centenares de años.

5. Para tratar de hacer algo de luz en lo que está pasando y va a suceder si no se toma conciencia de la situación, es preciso formarse un criterio. Formarse un criterio implica tener a disposición elementos de juicio que nos permitan introducirnos en la comprensión del fenómeno.
A diferencia de los animales, el hombre no tiene programados genéticamente el objetivo de su vida. Debe descubrirlo. Para ello necesita signos de orientación. Le corresponde a la filosofía y a la fe proporcionar a los hombres esos signos de orientación. Esos signos de orientación apuntan a Dios, como meta final del sentido de la existencia humana.
Ahora bien, frente a la sentencia de Nietzsche “Dios ha muerto”, cuya verdad se encuentra corroborada por los hechos (vivimos una cultura sin Dios), cabe preguntarse las razones por las que hemos extraviado el camino del acceso a Dios.
Como suma y compendio de la situación, podemos encontrar en el concepto de “secularización” la explicación de fondo de todos estos hechos. Por ahora, este término será eso solo: un término que no dice mucho, pero avanzando en el tema, podremos ir llenándolo de contenido.
Conviene aclarar de entrada que no se pretende agotar el tema. Muy por el contrario, las causas, condiciones y factores que pueden dar razón de la presente situación son muchos. En este punto, para evitar malinterpretaciones, conviene hacer una comparación: la situación actual es como una soga compuesta del entrelazamiento de muchas hebras. Lo que se pretende ahora es, sencillamente, atrapar una de esas hebras, remontando el cáñamo hasta su mismo nudo. Desmadejarlo y exponerlo a la luz. En esta tarea, el concepto de “secularización” cumple un papel clarificador.
Una vez que hemos mostrado que vinculación entre la situación actual de la cultura y del mundo social con la secularización –la pérdida de Dios-, mostraremos que esa pérdida repercute en el hombre mismo. La “muerte de Dios” es muerte del hombre, en el sentido de que lo condena a una sub-existencia, a un modo de vida empobrecido y degradado.
Finalmente, trataremos de examinar las posibilidades de acción de que disponemos, para arribar finalmente a puerto seguro, dentro la precariedad que conlleva la existencia humana.
Sin embargo, antes presentaremos algunas consideraciones de orden metodológico.

METODOLOGIA

1.-Forma parte de la identidad del espíritu humano, de la esencia de la inteligencia del hombre, el querer saber, el tratar de encontrar el sentido de las cosas, desde lo más particular, hasta lo más general. Buscamos explicarnos las cosas y hasta que no alcanzamos una explicación satisfactoria y suficiente, nuestra inquietud no cesa. Pero explicar algo es descubrir cómo se hilvanan los hechos que han dado lugar a aquello cuya explicación buscamos: es descubrir cuál es la ilación que existe entre los fenómenos, los hechos, los procesos, etc. de modo tal que, descubierta su ilación, nuestra inteligencia experimente haber saciado, hasta cierto punto, la inquietud que lo afligía.
Hay tres modos de entender y formular esta ilación entre los hechos: la ilación narrativa, la ilación lógica y la ilación lógico-narrativa.
La ilación narrativa: en ella nuestro espíritu se ciñe al discurrir temporal de los hechos, estableciendo la sucesión con que se han ido concatenando. Se trata del modo narrativo,  según el cual entendemos algo cuando conocemos cómo ha sido el proceso que le dio origen a lo largo del tiempo. El paradigma de este tipo de explicación es la biografía. Para decir a otro quién soy, cuál es mi identidad, debo exponer mi biografía: debo ensayar una narración sobre mí mismo, puesto que lo que yo soy depende de lo que he sido antes, lo cual implica referirme a mis padres, amigos, las circunstancias de la vida, el ambiente, las decisiones que adopté, las postergaciones, etc.)
La ilación lógica: entender algo es descubrir los nexos lógicos que se dan entre distintos fenómenos. Es el caso de la ciencia: conocer la verdad de un cuerpo de conclusiones es posible en la medida en que se expone cómo ellas proceden lógicamente a partir de ciertas hipótesis o principios que las fundan (es decir que son su fundamento). Hay ciencias que son el campo privilegiado de este tipo de explicaciones lógico-ilativas, como la geometría, la matemática, las  ciencias físico-químicas, etc. Hay otras, como la botánica o la historia, en la que los nexos lógicos, la ilación lógica, no juegan un papel preponderante.
La ilación lógica-narrativa: esta recurre a una combinación de los dos anteriores métodos y es propia de la historia  de las ideas, de la historia de la cultura. Conocer el clima cultural de una época, la constelación de valores que la rigen, la sensibilidad estética predominante, etc. etc. sólo se pueden entender si se exponen a la luz la matriz filosófica y religiosa que subyace a los procesos y, a la vez, las circunstancias fácticas que han ejercido o bien alguna cierta causalidad, o bien, han desempeñado el papel de ocasión (circunstancia ocasional) o de condición para que algo pudiera hacer su aparición y desplegarse. Este tipo de explicación es la más difícil, ya que es difícil para una mente limitada dar con todos los factores y elementos que componen a modo de piezas de un rompecabezas la figura total que identifica una época, un período, una cultura. Pero el aspecto lógico se evidencia si reparamos en el hecho de que no podemos entender ninguna época si no tenemos en cuenta el sistema o entramado de ideas que han terminado por tomar cuerpo en una sociedad dada y en una época determinada. Y eso que he descrito como “entramado de ideas o sistema” no es más que la filosofía, que provee a cada época una visión y un conjunto de valores. Detrás de cada época –y no necesariamente con prioridad temporal, ya que puede darse como justificación de lo ya dado o en curso de darse- hay una visión filosófica determinada. Pero como la vida de los hombres y de las sociedades no se deja encerrar en fórmulas, la filosofía no puede explicar todo. El arte, los juicios de valor, las costumbres, las instituciones o la música predominantes pueden no dejarse apresar por las cerradas mallas de una bien hilvanada sistematización filosófica. Y esta situación es la que justifica que inevitablemente la ilación lógica deba ser a la vez ilación narrativa. También, entonces, debe apelarse a una narración de los hechos, muchas veces  no admiten ser reducidas a una fórmula, a un concepto.
Preliminarmente,  con el objeto de tener clarificadas ciertas cuestiones que conciernen a la distinción entre la fe y la razón, desarrollaremos algunos conceptos claves que tienen que ver con la fe.




EL CONCEPTO DE SECULARIZACION

Hemos escrito que tomaremos como concepto clave que nos ayudará a orientarnos en la situación cultural de la que somos testigos y partícipes, el término "secularización". Ello nos obliga a explicitar, como primera medida, su alcance y significado, ya que creemos encontrar en esta categoría la cifra de esta crisis profunda y casi inabarcable.

1.- Etimología: proviene de la voz latina "saeculum", que significa "siglo". En los primeros tiempos del cristianismo, usaban este término, "saeculum" o siglo, para designar las etapas de la Revelación y, en especial, usaban la frase "este siglo" para referirse a la etapa previa a la segunda venida de Jesucristo, es decir, para referirse al presente histórico inmediatamente anterior al fin del mundo, a la resurrección de los muertos y al juicio final. Por lo tanto, entendían con la expresión "este siglo", la etapa previa a la eternidad. De ahí que, gran parte de lo que acontecía y pertenecía a la etapa previa a la eternidad (es decir, lo que transcurría en esta etapa histórica este siglo) estaba revestido de caducidad: se trataba de cosas y asuntos meramente temporales.  Pero dijimos "gran parte de lo que acontecía", por la sencilla razón de que parte de la eternidad se encuentra incoada en la historia (por ejemplo, la santidad de cada uno tiene su inicio en "este siglo", aunque no esté concluida, puesto que su consumación se da definitivamente luego de la historia). En definitiva, "secular" significaba, primordialmente, lo relativo a las realidades históricas, temporales, no vinculadas en sí mismas a lo religioso.
A partir de aquí, resultó natural el uso jurídico que se le dio al término "secular" y sus derivaciones, en especial la palabra "secularización". En efecto, "secularización" comenzó a utilizarse para designar el "proceso jurídico-canónico por el que una persona o cosa, que había sido previamente separada y constituida en sagrada o eclesiástica, es privada de la consideración o régimen especial que le otorgaba la legislación canónica, e incorporada de nuevo a las condiciones y usos propios de la vida común u ordinaria"[4].  Por ejemplo, la dispensa de los votos de un monje (es decir, la reducción al estado de vida laical) es una secularización canónica o jurídicamente entendido. Por ello mismo, la confiscación de los bienes de la Iglesia por parte de la autoridad política, también se encuentran comprendidos bajo el alcance significativo del término "secularización", sólo que en este último ejemplo, ello sucede por una decisión unilateral del Estado (y en contra del derecho canónico, por cierto).
Finalmente, el término cuyo análisis estamos haciendo -"secularización"- adquirió un significado, diverso, sí, pero vinculado a los usos que acabamos de reseñar: proceso por el que las instituciones políticas, cívicas, sociales, reafirman su independencia o autonomía frente a la autoridad de la Iglesia. Este proceso comenzó hacia finales de la Edad Media y en sí mismo no tiene nada de objetable, puesto que forma parte de la auto-conciencia que tiene el cristianismo (la Iglesia) de sí mismo, en tanto que se percibe como dotado de una misión sobrenatural  y supra temporal (la salvación de los hombres, a través del seguimiento personal de Cristo). Sin embargo, este proceso tuvo diversas alternativas y episodios, ya que conllevó también la supresión de estructuras o formas de entender el ejercicio de la autoridad política característico de la Edad Media, cuya disolución, además de ser en cierto sentido traumática, exigió de sus protagonistas un ejercicio de clarificación de sus respectivos papeles y misiones. De hecho, y mencionado a título de ejemplo, basta con recordar la denominada "querella de las investiduras". En definitiva, no siempre se trató de un proceso por el que las realidades políticas y temporales en general, fueron adquiriendo conciencia de su propio valor y autonomía: simultáneamente se trató de una lucha entablada por la Iglesia en reclamo y defensa de su propia independencia frente a los intentos del poder político (emperador, príncipes y autoridades feudales) para avasallar a la misma Iglesia.
2.- A partir de este último uso que adquirió finalmente el término "secularización", nos encontramos ya en situación de comprender aproximadamente porqué recurrimos a esta categoría de análisis para orientarnos en la crisis cultural cuyas señales de descomposición quedaron aludidas anteriormente. Pero antes de seguir avanzando en nuestro tema, resulta necesario establecer que dentro de este contexto, el término "secularización" tiene dos interpretaciones, de las cuales sólo nos interesa la segunda de ellas:
        a) "Secularización": ese proceso puede ser interpretado como un hecho que en sí no es objetable porque implica el doble reconocimiento del propio valor -valor relativo, no absoluto- que tienen las realidades humanas, en especial, las realidades políticas, y, a la vez, el reconocimiento del valor trascendente que tiene la Iglesia, la cual, fundada por Cristo, no está sujeta a las expectativas e intereses de la vida política, sino a objetivos religiosos que están revestidos de un carácter sobrenatural y eterno.
       b) "secularización": ese proceso de autonomización de las realidades políticas y sociales con respecto a la Iglesia, que tuvo su inicio hacia finales de la Edad Media, es interpretado o juzgado como un hecho reivindicatorio y emancipatorio que dejó atrás el "oscurantismo medieval" y el  estado de ignorancia en que la fe cristiana había sumido a la humanidad. Esta actitud ve a la religión y a la revelación como una creación meramente humana y como algo de lo cual hay que liberarse (emanciparse), de igual manera a como el adulto abandona su etapa infantil. La religión (cristiana), debe quedar arrinconada en el pasado y no debe tener ninguna injerencia en la vida política ni en la cultura en general. A lo sumo, la religión es un mero hecho privado, pero que de ningún modo se puede admitir que pretenda ella reivindicar misión alguna en la sociedad, en la política y en la cultura. Es de fundamental importancia, entender que este tipo de "secularización" inevitablemente implica la pérdida del sentido de lo divino: el olvido, a nivel social y cultural, de que el hombre es creatura de Dios y que su meta final está en Dios mismo.  Esta secularización da lugar a un tipo de hombre desarraigado cuya vida transcurre en un horizonte cerrado a toda trascendencia.   

De las dos valoraciones o interpretaciones de la "secularización" que vimos recién, tendremos en cuenta la b) como clave que nos permitirá comprender y valorar la situación actual.

Pero antes de continuar desarrollando nuestro tema, conviene poner a punto algunas nociones que es preciso delimitar cuidadosamente a fin de evitar malentendidos.  Se trata de las nociones de "religión", "fe" y "revelación". 

  
ALGUNAS ACLARACIONES CONCEPTUALES SOBRE RELIGION, FE Y REVELACIÓN:

1. Concepto de religión.
La religión es un fenómeno verdaderamente universal. No se conoce ningún pueblo sin religión. Las esperanzas que tenían algunos científicos, como antropólogos, historiadores, etc., de encontrar pueblos primitivos sin religión ha quedado fallida: no se ha hallado ni uno solo, e incluso en todos ellos se encuentra más o menos viva la creencia en un Ser Supremo (Dios).
Conviene aclarar, con todo, que una cosa es la existencia universal del fenómeno religioso, la religiosidad, y otra el grado con que la viven los individuos. Con esto se quiere decir que en todos los pueblos y sociedades es posible hallar desde aquellos individuos que viven la religión de un modo sobresaliente –los santos-, hasta aquellos que son ateos, pasando, entre medio, por un gran número de personas que viven su religiosidad de un modo común, aunque con sinceridad y profundidad, por otro gran número de personas que, sin negar a Dios, viven casi con indiferencia esa religiosidad, inmersas en sus preocupaciones y apenas participando en grandes fiestas y conmemoraciones.
La universalidad de la religión es tal que abarca a todas las culturas y pueblos, pero no a todos los individuos en el mismo grado.
Para aproximarnos al conocimiento de la naturaleza del fenómeno religioso, resulta conveniente establecer la etimología  de la palabra que sirve para designar dicho fenómeno. “Religión” viene del término latino “religio”. En general hay cierta coincidencia entre los especialistas en mantener que “religio” procede del verbo “religare”, que significa religar, volver a ligar o atar. Es decir, que la religión, según se desprende de su significado etimológico, viene a ser una vinculación entre el hombre y Dios. La religión, según se etimología, implica orden o relación a Dios.
En cuanto al hecho religioso en sí (la religión), el mismo presupone por parte de los hombres la afirmación de que el mundo no se agota en la realidad que los sentidos les presentan, sino que, por el contrario, existe una realidad trascendente de la que el mundo mismo depende. Esa realidad trascendente es lo que llamamos Dios. De este modo, la religión supone ante todo la convicción de que existe Dios. Pero no se reduce a ser una mera convicción intelectual, puesto que ésta demanda una respuesta por parte de quien reconoce que él y todo lo que percibe de la realidad, dependen de ese Ser Trascendente. Precisamente, cuando el hombre reconoce que existe Dios y obra en consecuencia queda constituido el hecho religioso. Conocer que Dios existe, pero no obrar en consecuencia, no es ser una persona religiosa. La religión, como vivencia personal, exige una determinada respuesta.
La historia de las religiones muestra con claridad que esa respuesta está integrada por determinadas actividades o conductas, sentimientos y convicciones: el respeto ante la divinidad, la necesidad de expresar mediante ciertas acciones un sentimiento de adoración por Dios, la necesidad de manifestar en forma pública el reconocimiento de la existencia de Dios por medio del culto, la creencia en que es posible establecer con el Ser Trascendente una forma de comunicación (la oración), la creencia en que el hombre posee una dimensión no material que perdura luego de la muerte (el espíritu),etc.
Por todo ello, la definición de religión (definición real) es esta: 

acto o conjunto de actos por los que el hombre, habiendo reconocido de algún modo la realidad de Dios, orienta su vida en relación a Él.

En esta definición de religión se puede apreciar que ella –la religión- posee esos dos aspectos a los que se ha estado haciendo referencia más arriba: uno tiene que ver con el conocimiento y el otro con la libre respuesta que el hombre le da a Dios.
En cuanto al conocimiento de la realidad de Dios, puede seguir diversos caminos: uno puede ser el conocimiento pre-filosófico por el que tantos, merced a una espontánea deducción sugerida por la visión del universo, llegan a la conclusión de que Dios existe, haciendo uso de la razón; otras veces se trata de un conocimiento mucho más riguroso: se trata de la filosofía, la cual establece la proposición  “Dios existe” merced a un desarrollo argumental[1]. Finalmente, la otra vía es la de  la fe.
En cuanto a esa libre respuesta, ella consiste en orientar el conjunto de nuestra vida en dirección a Dios. Esto significa, básicamente, en centrar la vida en el amor a Dios, haciendo su voluntad.

2. Concepto de fe.
Tener fe, se suele decir, es creer. Pero ¿qué es creer? En términos generales, es dar por cierto algo cuya verdad no nos consta en forma personal, apoyándonos en el testimonio de otra persona.

La fe es un acto de conocimiento intelectual. En la vida común, con reiterada frecuencia nos encontramos en la situación de tener que tomar por verdadera mucha de la información que nos llega, a pesar de no poseer acerca de su verdad ninguna constancia personal, sea porque carecemos de una adecuada preparación intelectual o de la capacidad de entendimiento requeridas para certificar la misma (como ejemplo de esto, piénsese en las complicadas experiencias de laboratorio o en las difíciles y largas demostraciones de la ciencia cuyas explicaciones no está a nuestro alcance seguir), sea porque poseyendo tal capacidad nos resulta físicamente imposible “ver con nuestros propios ojos” (tal como sucede cuando se trata del conocimiento del pasado), sea porque no disponemos del tiempo para hacerlo o, sencillamente, porque no nos interesa mayormente.
En tales situaciones nos comportamos del siguiente modo: damos por ciertas esas informaciones o datos, no porque nos sean evidentes, sino porque el testimonio de quien nos las transmite ofrece las suficientes garantías de seguridad y veracidad que el prestarle nuestra adhesión se convierte en  un acto de sensatez.
A eso es, precisamente,  a lo que denominamos fe.
Como se puede observar, se trata, por lo tanto, de una forma de conocimiento, ya que gracias a la fe adquirimos noticia de las cosas: incrementamos nuestro saber. Pero esta modalidad de conocimiento –a diferencia del saber experiencial  o de la ciencia- se basa en el testimonio de otro: la fe es un conocimiento basado en el testimonio de otro.
En cambio, la ciencia –y también la experiencia- se basan en evidencias: allí donde la realidad que deseo conocer  - el objeto de conocimiento- se me aparece con evidencia, no preciso tener fe.
La fe es un acto de conocimiento intelectual que consiste en  asentir.  Ella consiste en un acto de asentimiento producido por dicha facultad (la inteligencia).
¿Qué es el asentimiento? ¿Qué es asentir? Asentir es formular un juicio acerca de la realidad: asentir es afirmar, es pensar “sí, esto es así”, o “esto no es así”. En el acto de asentimiento la inteligencia se expide, se pronuncia acerca de la realidad: “la realidad es así, de tal modo”. Y, además, lo hace con convicción, con firmeza o seguridad.
Ese convencimiento con que la inteligencia se expide al asentir, o proviene de la evidencia del objeto (por ejemplo cuando afirmamos que “la tierra se mueve alrededor del sol” porque hemos comprendido plenamente los argumentos que así lo prueban) o proviene de nuestra adhesión al testimonio de alguien que nos asegura –con las debidas y suficientes garantías- que algo es o sucede de tal o cual modo. Si se trata de esta última posibilidad, estamos frente al caso de la fe (siguiendo el mismo ejemplo: cuando afirmamos que “la tierra gira alrededor del sol” porque, aunque no estemos en condiciones de seguir la prueba científica de dicha aseveración, confiamos en el testimonio de quien así nos lo enseña.)
En síntesis, en el caso de la experiencia o de la ciencia, el asentimiento de la inteligencia se funda en la evidencia del objeto. En el caso de la fe, se funda en el testimonio de otro.

La fe requiere la intervención de la voluntad. Ante todo, ¿qué es la voluntad? Nuestro querer o no querer, nuestro amar u odiar, nuestro elegir o rechazar, son actos que provienen de una facultad que se llama voluntad. Ciertamente, somos nosotros (nuestro yo) los que queremos o no queremos, pero a través de la voluntad, así como somos nosotros los que entendemos, pero a través de la inteligencia.
El papel que la voluntad cumple en el acto de fe es éste: mover a la inteligencia para que admita o tenga por verdadero los testimoniado por otro.
La razón de que sucede así es sencilla: en el caso de la fe a la inteligencia la falta la evidencia del objeto. Si el objeto fuese evidente, ya no sería necesario creer en el testimonio de otro. ¿Por qué vamos a creer si ya lo estamos viendo? Desde el momento en que comienzo a conocer por mí mismo –y no ya “por los ojos” de otro- la fe se vuelve superflua. ¿Para qué voy a creer si lo puedo ver con mis propios ojos? Pero mientras falte esa evidencia del objeto, el entendimiento permanece en la duda sin tener fuerzas suficientes para asentir (“¿esto es así o no?”). Por eso se precisa que la voluntad mueva a la inteligencia para que se expida asintiendo.
¿Y qué es la evidencia, de la que hablamos en el párrafo anterior? La evidencia es una propiedad que tiene el objeto que se presenta ante nosotros para ser conocido y consiste en la patencia o clara manifestación con que algo se presenta a nuestro conocimiento (intelectual), de modo tal que nuestra inteligencia no puede no asentir o  juzgar.
Esa evidencia puede ser “inmediata” o “mediata”. La “inmediata” a su vez, puede ser sensible o intelectual. La evidencia inmediata sensible es aquella en la que la “clara manifestación del objeto conocido” se nos presenta patentemente gracias al testimonio de los sentidos (por ejemplo, el hecho de que “ahora, brilla el sol”: basta abrir los ojos para vernos forzado, si se nos pregunta, a afirmar que “efectivamente, el sol está brillando”).
La evidencia inmediata intelectual es aquella de la que gozan, por ejemplo, los  principios evidentes por sí mismos: “no se puede ser y no ser a la vez y bajo el mismo punto de vista o relación”, “el todo es mayor que las partes”, etc. En tales casos también, la inteligencia se ve forzada a asentir, y lo hace de modo espontáneo e inmediato.
Finalmente, tenemos la evidencia mediata: es aquella en la que la percepción (intelectual) de una verdad se da “mediatizada” gracias a una demostración o prueba. Por ejemplo, que la tierra gira alrededor no goza de ninguna evidencia inmediata (ni sensible ni, menos aun, intelectual), ya que incluso coloquialmente decimos que “el sol sale por el este y se pone por el oeste”, y frases parecidas. Pero sabemos que es la tierra la que gira alrededor del sol sólo gracias a las pruebas que de este hecho nos proporcionan las ciencias. Una vez comprendidas las pruebas científicas, nuestra inteligencia no puede no juzgar que el sol no se mueve, sino que lo hace la tierra.
En suma: si bien en todos estos casos la inteligencia se ve como “forzada” a asentir con espontaneidad, en el caso de la fe, precisamente lo que falta es esa evidencia. Pero, a la vez, hay alguien (testigo) que sostiene que las cosas son de tal o cual manera. Y es aquí en donde interviene la voluntad: ella es la que mueve al asentimiento a la inteligencia.

Por eso dice San Agustín que “nadie cree, si no quiere” (nemo credit nisi volens).También Josef Pieper lo dice con meridiana claridad: 

 "Decidirse a creer no es simplemente consecuencia de una argumentación. Jamás se ve uno forzado a creer algo así como en razón de las leyes de la lógica. Dada su naturaleza, la fe no es justamente compelente consecuencia de premisas. Si yo hago una cuenta, no puedo hacer otras cosa, de buenas a primeras, que reconocer el resultado; sencillamente, ni puedo, ni me sale oponer resistencia al conocimiento verdadero que allí se me muestra. Pero al creyente no se le muestra precisamente el hecho aceptado al creer; no está forzado en modo alguno por la verdad. Allí se da más bien la credibilidad de otro: precisamente de aquel que me asegura haberse producido lo que él dice. Es cierto que esa credibilidad puede comprobarse hasta cierto punto. De todas formas, pueden darse tantas razones a favor de la credibilidad de un testigo que sería imprudente y, por lo demás, quizá incluso incorrecto no creerle. Y sin embargo, no he de hacer eso, no he de creerle sólo por esto. Entra la clara y consecuente intuición de la credibilidad de un hombre, de  una parte, y la confianza y fe que realmente le muestro, de otra, se da un acto voluntario, totalmente libre, al que nada ni nadie me pueden forzar, como tampoco se me puede imponer el que ame a una persona, por muy convincente y concluyentemente que se me haya puesto ante los ojos la conveniencia de amarla. Se puede admitir "de mala gana" que algo es así o ha ocurrido así, pero ni se puede amar de mala gana ni tampoco creer. Esto se encuentra ya en San Agustín en su comentario al Evangelio de San Juan: nemo credit nisi volens, nadie cree sino voluntariamente. Dado, por tanto, que la fe, por naturaleza, reposa en la libertad y surge de la libertad, es -como por lo demás lo es también el, nada religioso, dar crédito a otro en la ordinaria convivencia- un fenómeno indescifrable en un sentido específico, algo emparentado y vecino al menos del misterio."

Como cierre de lo que llevamos dicho, presentamos la definición de fe (concepto genérico de fe o fe meramente humana):

La fe es el acto de asentimiento de la inteligencia ante una proposición, imperado por la voluntad

El único término que figura en esta definición que puede requerir una explicación es “proposición”: significa cualquier frase o juicio que contenga una información sobre la realidad (por ejemplo, “hoy está lloviendo”, “el hombre es un ser muy particular”, “soy una persona complicada”, “la tierra se mueve alrededor del sol”, etc.etc.).
Obsérvese que en la definición se dice que ese acto de asentimiento es imperado por la voluntad: el “imperio” de la voluntad es el acto de ésta que consiste en mover a la inteligencia para que ésta asienta.
         
La fe puede ser, o bien de orden sobrenatural, o bien puede ser fe meramente humana. Lo  explicado hasta aquí cuadra tanto a la fe, en sentido amplio (la fe meramente humana), como a la fe en sentido sobrenatural (la fe religiosa), ya que hemos explicitado el concepto genérico o amplio de fe (fe meramente humana) según el cual ella es una forma de conocimiento basado en el testimonio.
Pero la fe, en sentido sobrenatural, la fe en el ámbito religioso –la que concierne a la teología- se distingue de la fe meramente humana por las siguientes características:

1. El asentimiento de la mente es a una verdad que ha sido revelada por Dios.
2. El asentimiento se basa en la autoridad del mismo Dios, que no puede engañarse ni engañar.
3. En la fe sobrenatural, la voluntad que mueve a la inteligencia a asentir, es, a su vez, movida por la ayuda de la Gracia divina. “Gracia” significa don, regalo; por “gracia divina” entendemos un don gratuito de Dios que posee carácter sobrenatural, es decir, que no pertenece al orden de la naturaleza humana, puesto lo supera.

¿Por qué es necesaria la gracia de Dios para que se dé el acto de fe? Porque la verdad revelada supera infinitamente el alcance de la razón humana (el contenido de la fe está constituido por los misterios de fe) y sin ese auxilio divino no seríamos capaces de tener fe.

"Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios que previene y ayuda, y los auxilios del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da "a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad". Y para que la inteligencia de la revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones." (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, n, 5)

La definición de fe sobrenatural que transcribimos a continuación pertenece a Santo Tomás de Aquino y resume en lo fundamental las características que hemos ido detallando:

La fe es un acto del entendimiento por el que asiente a la verdad divina bajo el imperio de la voluntad (es  decir, por la orden de la voluntad), movida por la gracia.


3. Concepto de Revelación.
Ahora bien, si nos preguntamos de dónde proceden los contenidos de la fe (es decir, la información que hacemos nuestra mediante ese acto de fe), la respuesta es la siguiente: el cristianismo sostiene que su procedencia es revelada. De ahí entonces que debamos explicitar la noción (religiosa) de Revelación.
En su sentido etimológico, “revelación” es la acción de manifestar algo oculto, puesto que proviene de la palabra latina “re-velare”, cuyo significado es quitar el velo que oculta algo, descubrir.

En la religión cristiana –y por lo tanto en Teología- el concepto de REVELACIÓN tiene un significado estricto y perfectamente delimitado, el cual guarda relación con su etimología. En cambio, cuando es usado por pensadores no cristianos o se lo aplica a otras religiones, el concepto pierde su carácter estricto, e incluso se aleja del significado etimológico (El concepto no estricto de “revelación” designa en el proceso de creación artística ese momento especial en el que el artista tiene una ocurrencia genial. Otras veces se usa el término para referirse al descubrimiento de una verdad como fruto de un esfuerzo humano de reflexión.)
                   
a) Concepto de Revelación y clases de Revelación: Revelación natural y sobrenatural.

Comenzaremos por  dar el concepto estricto de REVELACION y sus diversas clases:

En sentido estricto, REVELACION es la manifestación de alguna verdad o realidad hecha por Dios al hombre.

En razón de que puede hacerse de diversos modos y por diversos medios, se distinguen dos clases de REVELACIONES: la Revelación natural o cósmica y la Revelación sobrenatural o divina.

La Revelación natural o cósmica es la manifestación de Dios en la creación.
En efecto, la naturaleza, el cosmos, el universo, como quiera llamárselo, ha sido creado por Dios: es la obra de Dios. Pues bien, así como a partir de las obras de una persona –por ejemplo de sus escritos o de una obra de arte- podemos conocer su existencia y algo de su personalidad, del mismo modo la naturaleza por haber sido creada por Dios, nos da pie para alcanzar un cierto conocimiento de Dios.
La Sagrada Escritura (la Biblia) menciona en diversos pasajes esa manifestación de los atributos divinos, mediante la contemplación de la grandeza y belleza del mundo. Por ejemplo, San Pablo –Epístola a los Romanos I, 20) dice: “porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras...”
A esta Revelación se aludió en el punto anterior, al hablar del concepto de religión: cuando se dijo allí que existe una espontánea deducción sugerida por la majestad de la naturaleza por la que se alcanza una cierta noción de Dios.
¿Cuál es el valor que posee esta Revelación natural? Respondemos con palabras del teólogo D. Fernández García: “La Revelación natural es básica e importante, pero tiene sus límites: a) sólo nos descubre imperfectamente el ser de Dios: los atributos que tienen relación con su poder, su sabiduría y su bondad. El ser íntimo y personal de Dios permanece inaccesible. b) Este conocimiento es precario y deficiente: las cosas creadas son signos (es decir, señales) del ser de Dios, pero es mayor la desemejanza que la semejanza que guardan con el ser propio de Dios. De hecho la historia nos enseña que muchos no han conocido al Dios verdadero o que este conocimiento va mezclado con muchos errores. c) La Revelación natural no significa un contacto inmediato entre Dios y el hombre: la creación es el puente para ese encuentro, pero no representa un contacto directo en el Dios vivo y personal que conocemos por la fe. Los atributos de Dios están escritos en el libro de la creación, pero su lectura resulta difícil para el hombre (por eso para su interpretación acertada hace falta la Revelación Sobrenatural, como veremos enseguida, la cual nos pone en contacto con el Dios vivo y personal). d) No obstante, la Revelación natural tiene un valor insustituible: es el punto de inserción de la Revelación Sobrenatural, en el sentido de que es su punto de apoyo: la Revelación natural es un camino preparatorio a la Revelación Sobrenatural, ya que aquella persona que sabe que Dios existe en base a una convicción racional, está más preparada para aceptar la Revelación Sobrenatural. En efecto, si yo sé que Dios existe y es todopoderoso, estoy más predispuesto a aceptar el hecho de que Dios se haya manifestado a los hombres en forma directa. e) La Revelación natural es permanente: es válida para todos los tiempos y está abierta a todos los hombres; en mayor o menor medida es asequible a todas las inteligencias.[5]

En síntesis, la Revelación natural es la manifestación de Dios en su obra, la creación. Su importancia radica en que es un modo válido de conocer a Dios (esa validez es para todos los tiempos y para todos los hombres, ya que es asequible a todas las inteligencias) y puede ser un punto de apoyo de la Revelación Sobrenatural. Sus limitaciones radican en que es un conocimiento imperfecto de Dios, es decir que es incompleto y no exhaustivo, aunque sí es verdadero. Su precariedad y deficiencia se dan porque en las cosas creadas mayor es la desemejanza con Dios que la semejanza y por ese motivo este conocimiento ha estado mezclado con errores.


La Revelación sobrenatural o divina.

En cuanto a la Revelación sobrenatural o divina se la define como la manifestación extraordinaria de Dios a los hombres de verdades sobrenaturales y naturales, acerca de su naturaleza divina y de su designio de salvación.

De esta definición surgen las siguientes características: por de pronto, se trata de una comunicación o manifestación especial (extraordinaria). Eso implica decir que no está
contenida en la creación (como es el caso de la revelación natural), sino que, al contrario, siendo una acción especial de Dios, resulta de una intervención de Dios en la historia de la humanidad. En segundo lugar, el contenido de la Revelación Sobrenatural está  constituido por verdades que el hombre puede conocer por la razón natural y verdades que sobrepasan las posibilidades de la razón  y que sin ayuda de la Revelación Sobrenatural no pueden ser conocidas. En tercer lugar, estas verdades se refieren a la naturaleza íntima de Dios y a su plan de salvación de toda la humanidad.

La Revelación sobrenatural es una acción libre y gratuita de Dios. Gratuito significa aquí que se trata de un don (regalo), sin merecimiento alguno por parte del hombre, por lo tanto. La gratuidad implica que se produjo no porque Dios hubiese estado obligado a producirla, sino que procede de la libre y espontánea decisión de Dios. En definitiva, procede del espontáneo amor de Dios. Implica también que la iniciativa es de Dios. Dios se revela a los hombres cuando y en la medida que quiere.
La Revelación sobrenatural es una elevación sobrenatural del sujeto que la recibe (es decir, el hombre). Ella eleva al hombre a un plano u orden que está por encima de su naturaleza y de las posibilidades de su naturaleza. Ese plano u orden se le denomina “orden sobrenatural”.
El orden sobrenatural y el orden natural se distinguen entre sí, puesto que el primero está constituido no sólo por lo que excede la naturaleza del hombre, sino principalmente por lo que pertenece a la vida íntima de Dios. Equivale a la expresión “orden divino”. Es todo lo que pertenece o tiene que ver con la divinidad misma de Dios.
El orden natural está constituido por la naturaleza o esencia del hombre y las posibilidades de su misma naturaleza. “Las posibilidades de su naturaleza”: esta expresión significa las cosas que el hombre puede conocer y comprender, desear, hacer o lograr en virtud de lo que él es (es decir, en virtud de ser hombre).
Despejadas estas cuestiones terminológicas, expliquemos qué significa concretamente eso de que la Revelación sobrenatural eleva o introduce al hombre al plano sobrenatural. Significa concretamente dos cosas: 1) que gracias a la Revelación sobrenatural el hombre accede a un plano u orden que lo sobrepasa infinitamente: es elevado por encima de sí mismo al orden sobrenatural. Ello es así porque la Revelación sobrenatural procede de una acción especial de Dios y porque en ella comunica verdades sobrenaturales, (es decir, verdades que manifiestan la vida íntima de Dios –como el misterio de la Trinidad- y su secreta y divina voluntad. 2) Significa que para que el hombre reconozca la Revelación sobrenatural y acepte las verdades sobrenaturales que ella contiene, debe ser ayudado especialmente por la gracia de Dios. Esa ayuda es necesaria, precisamente porque superan la capacidad de comprensión del hombre.

La Revelación divina se fue dando en la historia en forma paulatina: Dios se fue revelando progresivamente. Debido a ello se habla de las fases de la Revelación sobrenatural. La culminación de esta Revelación es la Revelación de Cristo. Cristo, que es Dios, es la plenitud y cumplimiento de toda la Revelación sobrenatural o divina.

La Revelación  es susceptible de una doble consideración: se la puede considerar en sentido activo o en sentido objetivo. "En sentido activo es la misma acción de Dios que se revela o atestigua alguna verdad a los hombres. En sentido objetivo es la verdad o con junto de verdades y hechos manifestados por Dios." Hasta aquí hemos hablado de la Revelación sobrenatural en sentido activo. Pero a continuación pasaremos al otro punto de vista: el objetivo. Así considerada, esto es, desde el punto de vista de su contenido -las verdades que esa acción de Dios ha comunicado a los hombres- resulta que en la Revelación sobrenatural se distingue entre la

Revelación sobrenatural quoad modum y Revelación sobrenatural quoad substantiam.

Los teólogos hacen una distinción dentro de la Revelación divina. Es una distinción que se hace por razón del objeto de la Revelación (es decir, en razón de las verdades reveladas). Debe tenerse en cuenta que cuando se habla de Revelación sobrenatural quoad modum y Revelación sobrenatural quoad substantiam, no se está haciendo referencia a dos Revelaciones diversas, sino a una distinción que se hace, en el seno de la única y misma Revelación sobrenatural, atendiendo a ciertas características que presentan las verdades reveladas.
La Revelación sobrenatural quoad modum: esta expresión latina literalmente significa “en cuanto al modo o modalidad”. Con ella se quiere significar que en la Revelación sobrenatural hay algunas verdades que sólo tiene de sobrenatural el modo extraordinario con que han sido dadas a conocer a los hombres, pero tales verdades son, en sí mismas, asequibles a la razón humana (son de orden natural). Por ejemplo, los diez mandamientos, la existencia de Dios, la espiritualidad del alma humana, etc.
La Revelación sobrenatural quoad substantiam: esta expresión latina literalmente significa “en cuanto al contenido o sustancia”. Se hace referencia con esta expresión a aquellas verdades que en sí mismas –en su contenido- son de orden sobrenatural, por lo tanto inalcanzables para la razón humana, la cual las conoce sólo porque Dios las ha revelado. Se trata de las verdades reveladas que comúnmente reciben el nombre de misterios. Por ejemplo, el misterio de Santísima Trinidad, de la Encarnación de la segunda Persona de la Trinidad (el Verbo), etc.

b) Necesidad y conveniencia de la Revelación de las verdades reveladas quoad modum.
¿Por qué motivo Dios ha revelado sobrenaturalmente a los hombres verdades que en sí mismas la razón humana está en condiciones de descubrir, tal como es el caso de la existencia de Dios o los diez mandamientos?
La razón es que se trata de verdades de orden religioso –esto es, que conciernen a la relación del hombre con Dios- cuyo conocimiento es indispensable para la salvación de los hombres. Por eso Dios, para que pudieran ser conocidas por todos los hombres y sin mezcla de error, las ha revelado.

TRES TEXTOS DE JOSEF PIEPER SOBRE EL TEMA DE LA FE[6]:

«Así es, y no de otra manera»
Cuando alguno me pregunta «¿crees eso?», ¿qué quiere saber de mí exactamente? Alguien me da a leer o me lee una noticia que él mismo, según parece, tiene por extraña o inverosímil; y luego, mirándome a los ojos, me interpela: «¿Crees eso?» Con toda evidencia, quiere saber si en mi opinión la noticia es auténtica, si estimo que lo en ella referido corresponde a un ver­dadero suceso, a una realidad.
Mirando la situación en abstracto, se me ocurren varias respuestas posibles, además del puro «sí» o «no». Podría, por ejemplo, encogerme de hombros y decir: «No lo sé, tal vez sea cierto; pero también pienso que puede ser falso.» O bien: «Verás, me da la impresión de que la cosa tiene fundamento, pero por supuesto no estoy absolutamente seguro de que no sea de otra ma­nera.» O ya con todo aplomo: «No, no creo que la noticia corresponda a los hechos.» Lo cual, en una formulación positiva, equivale a esto otro: «Tengo la noticia por falsa, la considero un error y quizá una mentira.»
Mi «no» puede todavía significar algo enteramente distinto: «Me preguntas si creo lo que ahí se dice. Te vas a reír, no lo creo, ¡y sin embargo te aseguro que la noticia es cierta! Da la casualidad de que he visto el suceso con mis propios ojos; por tanto no creo que la noticia sea verídica, sino que lo .» Finalmente, me queda la posibilidad de responder al cabo de un momento: «Sí, creo que las cosas han sucedido como ahí se cuentan.» Seguramente diré esto después de ha­ber mirado quién ha escrito el reportaje o qué perió­dico lo publica.En esas contestaciones se reflejan las cuatro pos­turas o actitudes clásicas que uno puede adoptar ante cualquier hecho: duda, opinión, conocimiento, fe. De­jemos por ahora de lado la incredulidad («considero falsa la noticia»), pues en sustancia es una toma de posición positiva, que a su vez puede presentarse en forma de opinión, conocimiento o fe.El que sabe y el que cree tienen algo en común. Ambos dicen: sí, así es, y no de otra manera. Ambos dan por verdadero, sin reservas, lo relatado.Pero entre los dos hay también una importantísima diferencia: el que sabe posee una experiencia personal del hecho en cuestión, mientras el que cree no basa su certeza en sí mismo. ¿Cómo, entonces, puede este último decir: así es, y no de otra manera?Ahí radica toda la problemática del concepto de «fe», tanto en el plano de la teoría como de la prác­tica. Se nos plantea, por una parte, la dificultad teórica de cómo concebir la estructura objetiva del acto de fe y, por otra, la dificultad práctica de realizar, acreditar y justificar esa fe como acto vital.A la pregunta «¿por qué el que cree puede decir: "así es, y no de otra manera"?» respondo lo siguiente: lo puede decir porque se fía de otra persona que le garantiza el hecho. A diferencia, pues, del que sabe, el que cree no sólo tiene algo que ver con un hecho o estado de cosas, sino también y sobre todo con «alguien», un testigo en quien el creyente confía.


Participación en el saber

Creer equivale a tomar parte en el conocimiento de alguien que sabe. Por tanto, si no hay nadie que vea o sepa, tampoco habrá nadie que crea. Un hecho que se manifieste a todos con claridad no puede ser objeto de fe, lo mismo que un hecho ignorado por todos y del que nadie, en consecuencia, fuera capaz de dar testimonio. La fe no se legitima por sí misma, sino sólo por la existencia de alguien que conoce personalmente lo que debe creerse y por una determinada vinculación con ese alguien.
Se implican aquí varias cosas, y principalmente ésta: la fe es por naturaleza algo segundo. Siempre que uno cree, atribuyendo a esta palabra su pleno sentido, hay alguien distinto de él en quien el creyente se apoya; y ese alguien, digámoslo otra vez, no es un creyente. Ver y saber son, según esto, lo primero y más alto en la escala de valores.
Ello resulta tanto de la simple averiguación del uso común del pensamiento y lenguaje humanos como de la interpretación que del concepto de fe da la teología oc­cidental. En ninguno de ambos casos queda sitio para la absolutización romántica que hace de la fe algo sumo y primordial que ya no puede superarse. Con cierta agresividad, escribe Newman: «La fe debe en definitiva poderse remitir a la visión y a la razón:.. si no que­remos ir a parar al bando de los ilusos.»
Nuestra doctrina tradicional de la fe no se refiere sólo de paso al orden de valores cuyo primer puesto es ocupado por el «ver y saber», no el creer, sino que lo confirma expresamente. Visio est certior auditu, dice Tomás (se refiere el Autor a Santo Tomás de Aquino. La traducción literal de la frase es: “La visión es más cierta que la audición” (o “ver es más cierto que oír”). Ver es más que oír: Esto significa que, cuando uno ve por sí mismo, establece un mayor contacto con la realidad, llega a poseer más realidad, que cuando su saber se funda en lo que ha oído.
Aún hemos de añadir aquí algo importante o, si se prefiere, introducir una enmienda. En efecto, nuestra cita de la Suma Teológica es incompleta. Toda ella reza así: Ceteris paribus visio est certior auditu, lo que tra­ducido equivale a «siempre iguales las restantes circuns­tancias, ver es más seguro que oír.» En otras palabras, cuando ambas posibilidades se me presentan en igualdad de condiciones y puedo escoger entre ellas, me decidiré preferentemente por el saber basado no en lo oído, sino en lo visto.
Pero ¿acaso ha llegado el hombre al extremo en que no le es ya posible, o no siempre, escoger? Ima­ginemos esta alternativa: o privarse de todo acceso a una determinada realidad, o aceptar un saber de oídas; o ningún conocimiento, o un conocimiento imperfecto. Queda bien sentado, como decíamos, el principio de que «ceteris paribus es más seguro ver que oír». ¿Qué hacer entonces?; ¿qué partido tomar?; ¿será mejor re­nunciar a todo conocimiento de esa realidad o, al con­trario, entrar en ella por una puerta algo más estre­cha? He aquí exactamente la cuestión con que ha de enfrentarse cualquier hombre que deba optar entre creer y no creer.
Supongamos el caso de un naturalista que, allá por el año 1700, se hubiera entregado a la tarea de describir los granos de polen  de las plantas por él conocidas. No cabe duda que, a simple vista o con la ayuda de lupas sencillas, podía ya averiguar no pocas cosas y adquirir al respecto un conocimiento «de primera mano». figurémonos ahora que recibe la visita de un colega de Delft. En casa de Antony van Leeuwenhoek, ese colega observó el mismo polen a través de uno de los prime­ros microscopios y aprovecha la presente visita para ha­blar de sus descubrimientos. Los granitos negros que le quedan a uno en la mano al tocar una amapola, dice, son en realidad corpúsculos de estructura riguro­samente geométrica y formas que se repiten sin cesar, del todo distintos á los granos de polen de otras fane­rógamas, etc., etc. Damos por supuesto que el primer botánico no ha tenido nunca la oportunidad de utilizar por su cuenta un microscopio y que su visitante no le ha referido otra cosa que lo que ha visto con sus pro­pios ojos. Ahora bien, ¿no entraría nuestro naturalista en posesión de una mayor verdad, o sea, de más rea­lidad, decidiéndose a «creer» a su colega en vez de aferrarse a la postura de considerar cierto y verdadero sólo lo visto personalmente?; ¿no habrá que modificar entonces la escala de valores alterando el orden entre el conocimiento basado en la experiencia propia y el conocimiento de oídas?; ¿no son aquí oír y creer antes que ver?
Ha llegado el momento de citar la frase de Tomás en su totalidad: «Siendo iguales las restantes circuns­tancias, ver es más seguro que oír; pero, cuando aquel de quien aprendemos algo oyéndole está en grado de abarcar mucho más de lo que aparece simplemente a nuestra propia vista, entonces oír es más seguro que ver.» Desde luego, esto alude en primer lugar a la fe entendida en sentido teológico, mas también es aplica­ble a cualquier otro tipo de fe en virtud de la cual el que cree participa en un saber al que no tiene acceso por sí mismo.
Un pasaje de Los trabajos y los días de Hesíodo apunta en idéntica dirección. El ser sabio con la cabeza de otro, viene a decir, es sin duda menos valioso que el saber propio, pero cuenta muchísimo más que la estéril presunción de quien, sin llegar a poseer la independencia del que sabe, desprecia la dependencia del que cree.
Si al hombre no le fuera dado alcanzar por natura­leza algún tipo de conocimiento de la existencia de Dios, de que Dios es la Verdad misma, de que real­mente nos ha hablado y de lo que este discurso divino dice y significa, la fe en la Revelación tampoco sería posible como acto genuinamente humano. (La teología, no obstante, también entiende por acto humano el de la fe «sobrenatural», «infusa»; ¡nosotros mismos somos quienes creemos!) Aguzando la fórmula: «Si todo ha de ser fe, no hay fe posible.»
Tal es el significado preciso del antiguo concepto de praeambula fidei. Los preámbulos de la fe no constitu­yen una parte de lo que el creyente cree, antes bien pertenecen a lo que sabe o, cuando menos, a lo que debe poder llegar a saber. Que, dadas las circunstancias, sólo unos pocos conozcan todavía de hecho lo de por sí accesible al conocimiento, es otra cuestión sin peso suficiente para restar validez a la sentencia cognitio fidei praesupponit cognitionem naturatem: la fe presupone no un conocimiento a su vez basado en creer, en fiarse de otra persona, sino un conocimiento natural, es de­cir, fundado en el saber propio.
Por lo demás, en ningún escrito se afirma que esa cognitio naturalis sea siempre o primariamente de ín­dole racional, la conclusión de un pensamiento lógico. La «credibilidad», por ejemplo, es una cualidad per­sonal que sólo así puede conocerse, prescindiendo del modo como se haya captado la comprensión de una per­sona; y, como resulta fácil de ver, las posibilidades abiertas al pensamiento silogístico y argumentativo en este campo son bastante escasas. Cuando dirigimos nues­tra mirada a un hombre, puede ocurrir que lleguemos a conocerlo de un modo repentino, profundo e inme­diato que nada tiene en común con los cálculos y razo­namientos, por exactos que sean, a los que de ordinario recurrimos para conocer las cosas naturales; por otro lado, quizá ese conocimiento «intuitivo» resista a toda verificación o prueba. Hablando de sí mismo, decía Só­crates que se creía capaz de reconocer al punto un aman­te. ¿En qué puede eso conocerse? Nadie, ni siquiera Sócrates, ha logrado jamás dar con una respuesta estric­tamente demostrable..., si bien sería justo insistir en que no se trata en tal caso de una mera impresión, sino de un conocimiento verdadero y objetivo, es decir, na­cido en un encuentro con la realidad.
Ello no es motivo, claro está, para abrigar la más mínima duda, principalmente en el terreno de la verdad religiosa, sobre la imprescindibilidad e importancia de una argumentación racional (por ejemplo en orden a probar la existencia de Dios, la autenticidad histórica de la Biblia, etc.). Pero me parece igualmente obvio, que, al ir a defender la fe contra los argumentos del racionalismo, uno tenga algo que decir antes de entrar ,en esos argumentos, o deba tal vez plantear la siguiente cuestión previa: «¿Cómo podemos conocer plenamente a una persona?»

Comunicación de la realidad

Según los datos de la teología, la substancia dog­mática de la fe cristiana puede compendiarse en dos palabras: «Trinidad» y «Encarnación». Es el «Doctor Común» (se refiere a Santo Tomás de Aquino.)  de la cristiandad quien dice que todo el con­tenido del dogma cristiano se reduce a la doctrina del Dios Uno en tres Personas y a la de la participación del hombre en la vida divina, participación ejemplar­mente realizada en Cristo.
Ahora bien, se da el caso de que la realidad enun­ciada en ese contenido de la revelación -en el fondo indiviso- se identifica con el acto mismo de enunciarla  y con la persona del enunciante: Tal cosa apenas es posible en el mundo; y decimos «apenas» pensando en la excepción probablemente única de un ser humano que, dirigiéndose a otro, le declara: «Te amo.» Tam­poco el sentido principal de esta declaración es poner en conocimiento de otra persona un hecho objetivo, separable del declarante; trátase más bien de un auto­testimonio, y lo así testimoniado se realiza precisa y singularmente en el acto expreso de testimoniarlo. De ahí que el interlocutor, por su parte, sea incapaz de descubrir la inclinación amorosa de su congénere de otro modo que asumiendo lo que oye de sus labios. Cierto que ese amor puede también «acontecerle» sin más, como a un niño pequeño, pero sólo «se entera» de él, lo experimenta, por cuanto lo aprehende y lo «cree» al serle atestiguado en forma verbal; sólo así lo recibe y se le hace presente de veras.
En un plano superior, ocurre lo mismo con la reve­lación divina. Al hablar Dios a los hombres, no les da a conocer meros hechos objetivos, sino que les abre su propia esencia, los hace participes de su ser. Mas lo que constituye el contenido básico de esa revelación, a saber, que al hombre se le invita a tomar parte en la vida divina y que incluso está ya teniendo lugar tal participación, posee su propia realidad no en otra cosa que en la palabra misma de Dios: porque Dios lo re­vela, es real. La Encarnación, por ejemplo, no es pri­mero y «de todos modos» un hecho que posteriormente conocemos por la revelación; al contrario, el encarnarse de Dios y el manifestarse de Cristo constituye una sola e idéntica realidad. También aquí le toca lo suyo al creyente: en el acto mismo de aceptar como verdadero el mensaje del Dios autorrevelado, le viene y sucede realmente la anunciada participación en la vida divina. No existe, aparte de la fe, ningún otro medio por el que el hombre pueda conseguir esto. La palabra «comu­nicación» recobra aquí su sentido etimológico. La reve­lación divina no es mero anuncio de una realidad, sino «participación» en la realidad misma, lo cual sólo puede acaecerle al creyente.

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CONCLUSIONES.
Esta revisión de conceptos que acabamos de hacer nos lleva a estas conclusiones: 1º el tema de Dios no es exclusivo de la fe: también la razón tiene algo que decir sobre Dios. 2º Pero, a la vez, es cierto que el tema de Dios, tal como la fe nos lo presenta, tiene un contenido que, en profundidad y extensión, es infinito y de una riqueza inconmensurable. 3º Pero esta distinción entre la fe y la razón, o entre el Dios de la fe y el Dios de la razón, no implica oposición, ni tampoco hace de estas dos vías de acceso a Dios, carriles que nunca se encuentran. Por el contrario, la visión correcta es la que ve en la fe y la razón dos colaboradoras mutuas:

 “La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad” ( Encíclica “Fides et ratio”)



A partir de este planteo, a saber, el de la mutua colaboración entre fe y razón, debemos examinar un tema que no es más que la aplicación específica de dicho planteo en el ámbito de la filosofía. Concretamente, se trata,  en primer lugar, de dilucidar la posibilidad intrínseca que tiene la filosofía de ser calificada –en ciertos casos- como “filosofía cristiana” y, si ello es posible, examinar de qué manera y, en segundo lugar,  bajo que supuestos tal filosofía cristiana se configura como una específica forma o talante de hacer filosofía viable y legítima, determinando qué contenido conceptual habría que adscribirle.


EL CONCEPTO DE FILOSOFIA CRISTIANA

Planteo del problema de la “filosofía cristiana”. La filosofía procede según la razón natural, pero la fe, por ser de orden sobrenatural, está por encima de la razón. Ahora bien, si esto es así, ¿tiene sentido hablar, como se suele hacerlo, de una filosofía cristiana? Pareciera que carece de sentido: la filosofía está del lado de la razón natural y la fe no. Así como carece de sentido hablar de una matemática cristiana o de una física cristiana –la matemática es matemática sin más, la física es física a secas, sin ningún calificativo -, parece un sin sentido referirse a una filosofía religiosa: o es religión o es filosofía, pero ambas cosas a la vez no. Abarca el presente tema las siguientes cuestiones:


           - ¿es posible una filosofía cristiana?
          - ¿qué se entiende por filosofía cristiana?



Para clarificar estas cuestiones nos hemos servido de un texto del filósofo francés Etienne Gilson, extraído de su libro “El espíritu de la filosofía medieval[7] (capítulos I y II).

Solución del Problema:
1. La expresión “filosofía cristiana” es bastante común. Pero  ofrece una particularidad y es la siguiente: no se sabe a ciencia cierta a qué se refiere esa cualificación de “cristiana” con que se suele presentar. En efecto, lo cristiano, se dice, pertenece al ámbito de lo religioso y la filosofía al ámbito de la ciencia, en  el cual sólo cuenta la razón y su actividad. Así como la matemática no es ni cristiana ni anticristiana, sino matemática a secas, de igual manera debería suceder con la filosofía, que no es cristiana ni anticristiana. He aquí un problema (o dos, más bien): 1° ¿qué se quiere decir con la expresión “filosofía cristiana”?  y, 2° ¿existe tal filosofía?
2.  Partiremos de un hecho: El primer hecho o dato de nuestro problema es que la fe cristiana ha ejercido influencia en la filosofía occidental. Si bien el cristianismo no es una filosofía, las Sagradas Escrituras contienen  una multitud de nociones sobre Dios y el gobierno divino, que, sin tener carácter propiamente filosófico, tienen en consecuencias filosóficas que están a la espera de ser explicitadas. Podrá discutirse si esa influencia ha sido benéfica o no. Para algunos, que se oponen a la fe cristiana, no lo ha sido; para nosotros sí, pero esto no es lo que está en discusión. Como ya se señaló en Antropología Filosófica, la noción filosófica de “persona” fue descubierta gracias a una motivación teológica. Pero hay otras nociones que la filosofía ha adquirido gracias a la fe y a la teología. Ejemplos: la noción de “creación”. Crear es poner algo en la existencia a partir de la nada: creación “ex nihilo”. Hasta antes del cristianismo “crear” significaba dar lugar a la aparición de algo nuevo valiéndose de una materia previa (lo creación de un escultor, que dispone de una materia prima –la arcilla- que le ha sido dada). Los filósofos antiguos estuvieron rondando esta noción, que, además de pertenecer a la fe es de orden filosófico, pero no llegaron a formularla con la claridad con que lo hicieron luego los pensadores cristianos. Otra noción cuya formulación pone a la filosofía en deuda con la fe es aquella que sostiene que la historia no es cíclica, sino que tiene un fin, un sentido. En efecto, la fe nos enseña que la historia tiene un principio y un fin al que todo se encamina.
No sólo eso: los filósofos de la modernidad, y Descartes el primero de ellos, desarrollaron su filosofía dentro del marco o visión proporcionada a los hombres por la religión cristiana. No se entiende la filosofía de Descartes, de Malebranche, de Pascal, de Kant, sino es dentro del contexto cristiano. Los problemas que se plantean y las soluciones que ofrecen a esos problemas sólo se entienden si se tiene en cuenta la fe cristiana. Realmente, la filosofía de Descartes y de los otros filósofos modernos no se explica si antes no hubo una filosofía cristiana.
Pero incluso en aquellos filósofos que se oponen al cristianismo sus tesis se entienden en tanto y en cuanto se oponen a la fe: si no hubiera habido fe (cristiana), esos filósofos se habrían quedado sin argumento. Por ejemplo, la filosofía atea de Nietzsche, que en gran parte se desarrolla teniendo como contrapunto dialéctico al cristianismo. Por eso, Etienne Gilson observa que “Hay razones históricas para poner en duda la separación radical de la filosofía y de la religión en los siglos posteriores a la Edad Media”: “si no es posible concebir que los sistemas de Descartes, de Malebranche o de Liebnitz hubieran podido constituirse tales cuales son si la influencia de la religión cristiana no hubiese obrado en ellos, es infinitamente probable que la noción de filosofía cristiana tiene un sentido, porque la influencia del Cristianismo sobre la filosofía es una realidad”. En definitiva: nos preguntábamos sobre la posibilidad de una filosofía cristiana y la respuesta nos la da la historia (de la filosofía): la fe cristiana ha ejercido un influjo real sobre la filosofía. Se trata de un hecho.
3.- Ahora debemos preguntarnos por el concepto de “filosofía cristiana”. La solución a este problema, debe arrancar distinguiendo –como lo hace Gilson- entre la filosofía y el filósofo. La filosofía es el conjunto de principios y conclusiones argumentalmente obtenidas, que conforman un sistema. El filósofo es la persona que tiene fe y hace filosofía. Para este investigador la fe contiene una información verdadera.
Ahora bien, como este filósofo tiene fe, se pregunta si su fe no puede cumplir el papel de un auxiliar externo de su razón y se pregunta si entre algunas de las verdades que cree ser verdaderas no hay algunas que puedan ser demostradas por la razón. Luego, se aboca a hacerlo y así “transforma las verdades creídas en verdades sabidas”.  Ello ha sucedido porque ha aceptado voluntariamente esta ayuda de la fe. El resultado de esa labor especulativa de transformar las verdades que él tiene por ciertas por la fe (las verdades creídas) en verdades sabidas (verdades demostradas mediante argumentos puramente racionales), constituyen una filosofía, la cual, legítimamente recibe el nombre de filosofía cristiana.
4. El contenido de esa filosofía cristiana es “el cuerpo de las verdades racionales que han sido descubiertas; profundizadas o simplemente salvaguardadas; gracias a la ayuda que la Revelación le ha prestado a la razón”.
5. Esa labor de “transformación” no la puede hacer con la totalidad de las verdades creídas, sino solo con aquellas que están en la Revelación sobrenatural quoad modum: verdades que en sí mismas son accesibles a la razón humana, valiéndose ésta de su sola capacidad natural.
6. “Esto significa que para el cristiano la razón sola no basta a la razón”. Es decir que la razón, para ser ella misma, necesita de la ayuda de la fe. ¿Esta “necesidad” consiste en que la razón no puede por sí sola hacer el trabajo que le es propio? No, ciertamente. Pero la fe ayuda a no equivocarse con respecto a aquellas verdades filosóficas esenciales: ayuda a la razón (a la filosofía) a conocer en su integridad dichas verdades. Por ejemplo: si bien Aristóteles logró un conocimiento de la ley natural por la sola razón, sin embargo, no logró ver la injusticia de la esclavitud.
7. No se puede decir que la filosofía cristiana parte de la fe: porque entonces sería teología. En efecto, la teología asume como premisas ciertas las verdades de la fe y, a partir de ella profundiza en su conocimiento, deduce consecuencias, relaciona las verdades de fe entre sí estableciendo un orden, etc. ¿De que parte la filosofía? Parte de la realidad tal cual ella se muestra al conocimiento de la razón natural.Por ejemplo, puede partir de la información que le proporcionan las ciencias particulares (la física, la astronomía, por ejemplo, etc.). O puede partir de las situaciones históricas que se convierten en ocasión y contenido de la reflexión filosófica. O puede partir de fenómenos como la muerte,  la cual constituye un lugar permanente de reflexión filosófica.  Pero, en el desarrollo de una filosofía cristiana (es decir, en su hacerse) la fe está presente en la mente del filósofo guiándolo y evitando que caiga en el error (la fe es un auxiliar de la razón).
8. La diferencia con otras filosofías como la de Descartes y otros, que no se pueden llamar “cristianas”, está en que en las filosofías cristianas, hay una aceptación voluntaria de la verdad de la fe en la mente del filósofo. Es más, se la usa a la fe como una guía para evitar el error. En cambio, “una filosofía abierta a lo sobrenatural sería una filosofía compatible con el Cristianismo, y no sería necesariamente una filosofía cristiana”, señala Gilson: puesto que “llamo filosofía cristiana a toda filosofía que, aun cuando haga la distinción formal de los dos órdenes (el de la fe y el de la razón), considere la Revelación cristiana como un auxiliar indispensable de la razón.” (p. 41)
9. Esto no afecta a la pureza racional de la filosofía. En una filosofía cristiana, en el entramado de sus afirmaciones, no hay ninguna que esté allí porque la fe diga que es verdadera: su verdad debe estar fundada racionalmente. La fe no dispensa al filósofo de tener que usar la razón. La fe cumple la tarea del pedagogo. El pedagogo, como la etimología deja traslucir, es aquel que “conduce al niño”, es decir, que lo acompaña hasta el saber. Así entonces, la fe desempeña una labor similar a la del pedagogo con respecto a la razón. Y así como el pedagogo no puede suplir la actividad personal del aprendizaje en su alumno, la fe no suplanta el ejercicio de la razón filosófica. Por otra parte, también un científico puede partir no de las experiencias, sino de una actitud “creyente” para luego confirmar en el laboratorio sus hipótesis. Esta confirmación exige aplicar la metodología de la ciencia de que se trate con el máximo rigor y racionalidad. De igual modo procede el filósofo cristiano para desarrollar la filosofía cristiana. Podríamos hacer una comparación: los mineros tienen sobre sus cascos una luz que les permite alumbrar su trabajo. Gracias a esa luz, el minero descubre en la roca las vetas del mineral que busca extraer desde las profundidades. La luz es sólo un auxiliar externo, pero que no lo exime o dispensa de hacer su trabajo de minero: usar su pico para golpear la roca, etc. De igual modo, sucede en el caso de la filosofía cristiana: la fe, que cumple un papel de auxiliar externo, ilumina algunas áreas de la realidad en su conjunto que el filósofo, como tal, investiga con su razón. Pero esa ayuda de la fe, no lo releva de su tarea de demostrar con buenas razones la verdad de lo cree.
10.Finalmente,  transcribimos esta frase de Gilson, a modo de cierre:
Que, tomada en sí y absolutamente, una filosofía verdadera sólo deba su verdad a su racionalidad, es indiscutible; (...), pero que la constitución (es decir, su hacerse) de esa filosofía verdadera no haya podido llegar a su fin y remate sino con la ayuda de la Revelación, obrando como auxilio moral indispensable a la razón, es igualmente cierto.” 
(Comentario a algunas cuestiones y preguntas surgidas en el transcurso de la clase)


Primera cuestión planteada: “¿condiciona la fe a la filosofía?”
Segunda cuestión planteada: “Dios no puede ser conocido por la razón humana.”
Tercera cuestión planteada:  “ante diversas postura filosóficas,  ¿quién “decide” cuál de ellas es la verdadera?”


1ª Cuestión planteada: “¿condiciona la fe a la filosofía?”
1º.- Si por “condicionar” se entiende que la fe limita, coarta y le impide a la filosofía desenvolverse en la búsqueda y el conocimiento de la verdad que le es propia, la respuesta es un “no” rotundo, no hay tal condicionamiento. Lo que sí sucede es que el filósofo creyente, de antemano dispone de cierta “información privilegiada” con respecto a determinados temas (la existencia de Dios, la existencia de la libertad humana, etc.etc.), lo cual hará que las líneas de investigación que desarrolle no serán nunca aquellas que están en contradicción con dicha información provista por la fe en esos determinados temas (“en esos determinados temas”: porque la fe no es una enciclopedia filosófica ni menos aún científica: no se nos ha revelado todo lo que puede ser conocido sobre el hombre y el mundo, Dios le ha revelado a la humanidad verdades de orden religioso). Es decir que la fe, como auxiliar externo del filósofo, le ahorrará emprender callejones sin salida, “sendas perdidas”. Pero en tales casos, hablar de un “condicionamiento” –con la carga negativa de restricción o falta de libertad que lleva asociado este término- que la fe supuestamente le estaría imponiendo a la filosofía, es equívoco. En todo caso, si se prefiere seguir utilizando el término, habría que aclarar que se trata de “condicionamiento” liberador, puesto que libra de obstáculos inútiles el camino de búsqueda de la verdad filosófica. Incurriría el filósofo en una actitud ficticia –y peligrosamente arrogante- si, invocando la “libertad de investigación”, rechazase la ayuda que le dispensa la fe, con la excusa de que no ha sido descubierta por él mismo. Sería insensato prescindir ex profeso de la fe, con la coartada de que no ha descubierto por sí mismo las verdades de orden natural reveladas y que la presencia de la fe adultera la “pureza” del filosofar. Si procediese de esa manera, estaría demostrando que hay algo por encima de su pretendido amor a la verdad: su propio ego.
La prueba de que la fe no adultera la filosofía dictándole sus contenidos, nos la proporciona la historia de la filosofía y la postura que asumió Santo Tomás de Aquino con respecto al tema del origen temporal del mundo. Como señala Etienne Gilson en La filosofía en la Edad Media, la misma fe ha generado filosofías cristianas distintas entre sí, como la de San Agustín, Duns Scoto, San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino. Si hubiera una imposición de la fe a la filosofía, todas tendrían que ser casi idénticas, pero no lo son de hecho (y, sin embargo todas estas filosofías son concordantes en la fe con respecto a aquellas verdades de orden religioso reveladas).
En cuanto a la segunda prueba, el mejor ejemplo lo encontramos en Santo Tomás de Aquino cuando trató el tema del origen temporal del mundo. Según Aristóteles el mundo es eterno. Santo Tomás, por la fe conoce que el mundo ha sido creado por Dios, y que además ha sido creado en el tiempo (conceptos de creatio ex nihilo e inicio temporal de la creación). Pero, filosóficamente, sostiene que de esas dos afirmaciones de fe, sólo puede sostenerse filosóficamente la de creación a partir de la nada. En cambio, la verdad de fe según la cual el mundo tuvo un inicio temporal –aunque no es absurda  o ilógica-, no es filosóficamente demostrable: estamos en conocimiento de que es así, que hubo un inicio temporal, pero ello gracias a la Revelación.  Este es un buen ejemplo de que la fe no condiciona la filosofía: ésta conserva su autonomía. Santo Tomás no pretende que haya una demostración del inicio temporal  del mundo “forzado” por la fe. Reconoce que todo ha sido creado en el tiempo, pero no porque haya de ello una prueba filosófica coincidente con la fe. 
2º.- La filosofía tiene por objeto contemplar la realidad en su conjunto, pero, la fe forma parte de la realidad a título de dato o información dada de antemano al hombre. Por lo cual, prescindir metodológicamente de la información proporcionada por la fe, es prescindir o dejar de lado una parte de la realidad. Ello significa que el filósofo –si prescindiera de la fe- ya no sería fiel al mismo espíritu filosófico que inquiere por la totalidad de lo que es.
3º Esta relación fe-filosofía de la que venimos hablando, no es exclusiva de la filosofía cristiana. Como ha sostenido muchas veces en sus obras Josef Pieper, también se dio en los griegos una actitud receptiva con respecto a información religiosa proveniente de una tradición.  Tal es el caso de Platón, quien no dudaba en acudir a una “fe” transmitida de antiguo para tomarla como “orientación” en algunos de sus temas filosóficos (con la siguiente salvedad: esa información no procede de una Revelación sobrenatural de Dios mismo, como es el caso del cristianismo). Otro ejemplo: el concepto de “alma” tiene un origen religioso, pero luego es elaborado filosóficamente por Sócrates, Platón y Aristóteles.
4º Finalmente, podemos constatar en filósofos como Santo Tomás (y otros del siglo de oro de la filosofía escolástica, como San Alberto Magno) tuvieron una gran audacia de pensamiento y un arraigado sentido de la libertad, en aquello que no era materia de fe. En efecto, Santo Tomás no tuvo ningún problema en estudiar y beber en fuentes que eran antagónicas a la fe cristiana –como la filosofía árabe- o incluso, en hacer lo mismo con fuentes paganas, como era el caso del mismo Aristóteles. Cosechó la verdad, allí donde encontró que ella estaba.

2ª Cuestión planteada: “¿se puede demostrar que Dios existe?”
Hay quienes sostienen que Dios sólo es asequible por la fe, pero no por la razón. Otros afirman que Dios no existe (por lo tanto la fe es falsa y la razón no puede demostrar nada sobre El, sencillamente porque no existe).

1º Observación: ante todo debe recordarse por qué motivo ha surgido en el transcurso de la clase, la cuestión de la existencia de Dios: fue a propósito del concepto de “filosofía cristiana”, puesto que dijimos que el filósofo cristiano convierte algunas verdades creídas en verdades sabidas y que las verdades sujetas a este “proceso” son, fundamentalmente, las siguientes:

El tema de Dios (naturaleza y existencia)
El tema del hombre (el hombre como ser espiritual y corpóreo, dotado de libre arbitrio)
El tema de la ética (cuál es la conducta que debemos seguir desde el punto de vista ético)

Recordado esto, ahora supongamos que, efectivamente, fuera cierto que Dios sólo es asequible a la fe, pero no a la razón. Supongamos entonces que Aristóteles, Santo Tomás de Aquino, etc. etc. se han equivocado y que llevan razón quienes, contra ellos, sostienen que Dios no existe o que si existe sólo lo pueden conocer aquellos que tienen la experiencia (privada o intransferible) de la fe. Pues bien, esa hipótesis no invalida el hecho de que los otros dos grupos de verdades conocidas por la fe (sobre el hombre y sobre la ética) puedan ser conocidas por la razón. Por lo tanto, no queda invalidada la explicación de lo que, según hemos dicho antes, viene a ser la filosofía  cristiana. Esta aclaración es importante, ya que el cuestionamiento se dirige al tema de la existencia de Dios, por lo que su presunta inaccesibilidad a la razón humana no conlleva la imposibilidad de conocer filosóficamente los otros dos grupos de verdades filosóficas (también reveladas)
Es decir que la afirmación de la posibilidad y existencia de una filosofía cristiana, tal como la presentan, entre otros, Etienne Gilson, Joser Pieper o Jacques Maritain, se mantiene incólume.

2º Aclarado esto, centrémonos en la objeción que reza así: “Dios no puede ser conocido por la razón”. Ante todo, reparemos en este hecho: el tema de la existencia de Dios es esencial a la filosofía. Es el gran tema, puesto que la filosofía apunta a descubrir y exponer el fundamento último de todo lo real en su conjunto y Dios es ese mismo fundamento. Desde que la filosofía ingresó en los anales de la historia, hasta llegar a las grandes cumbres que representan Sócrates, Platón y Aristóteles, el tema continúa asediando las mentes de los grandes pensadores. Ayer, hoy y mañana, el genuino ímpetu filosófico continuará indisolublemente unido a esta pregunta: ¿existe Dios?. (cuando digo “el genuino ímpetu filosófico”, lo hago para distinguirlo de la mera erudición, que esteriliza el asombro filosófico ahogándolo en cuestiones mínimas, de las que los famosos “papers” pueden a veces ser tomados como ejemplo de esa esterilizante erudición, salvo que apunten a esclarecer las grandes preguntas).

Lo cierto es que algunos sostienen la inaccesibilidad de Dios a la razón humana. Los motivos pueden ser diversa índole. Muchos de tales motivos, nacen de una concepción del conocimiento humano errónea. Por ejemplo, aquellos que no admiten la diversidad del conocimiento intelectual porque reducen toda forma de saber a la que proviene de los sentidos (empirismo) se ven llevados a negar el conocimiento de una realidad que trasciende la experiencia sensible humana, como es el caso de Dios; otros, en cambio, encierran al hombre y sus poderes cognoscitivos en la inmanencia de sus propias ideas (como es el caso del idealismo). Por lo tanto, la discusión tiene que darse en otra instancia anterior al planteo metafísico de la existencia de Dios: debe antes resolver en la antropología filosófica y en la teoría del concomiendo (gnoseología o epistemología).

Para evitar un malentendido, de entrada conviene aclarar que el Dios que descubre la filosofía no es enteramente el Dios que conocemos los cristianos por Revelación. El Dios cristiano es el Dios de la filosofía, sí, pero es infinitamente más: es un Dios que es Padre, es un Dios que ama, es un Dios uno y trino (una sola naturaleza que subsisten en tres personas distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo), es un Dios que perdona a los pecadores porque es misericordioso. Pero el Dios de la filosofía no llega a atisbar toda esa riqueza de notas que caracterizan al Dios de la fe. Entre ambos  –el Dios de la fe y el Dios de la filosofía- no hay oposición, pero uno es muchísimo más de lo que el otro es.

Hechas estas aclaraciones, vayamos al tema en cuestión: la accesibilidad de Dios a la razón humana.

 Robert Spaemann en su libro “El rumor inmortal[8], a propósito de la cuestión de la existencia de Dios,  llama la atención sobre una cuestión procedimental que en el arte de la lógica (la dialéctica) se denomina “la determinación de quién debe asumir en una discusión  la carga de la prueba”. Esta cuestión está plasmada en el derecho procesal: por ejemplo, quien acusa a otro debe probar la culpabilidad del acusado, por lo tanto el acusador tiene la carga de la prueba. En el caso que nos ocupa, dice Spaemann que existe un rumor inmortal que afirma que Dios existe. Por lo tanto, si existe este rumor inmortal sobre Dios, quien tiene la carga de la prueba no es el que afirma “Dios existe”, sino que el que tiene que responder y hacerse cargo de la prueba es el que niega:

La existencia del ser al que llamamos “Dios” constituye un antiguo rumor que se resiste a ser acallado. Ese ser no es un fragmento del mundo. Más bien sería causa y origen del universo. Con todo, forma parte del rumor el hecho de que en ese mundo, descubrimos rastros de ese origen, lo cual viene a respaldar la fuerza del rumor.Tal es la única razón por la que se oyen tantas cosas acerca de Dios.”[9]
 “Ante  el persistente rumor sobre Dios, y ante la arrolladora mayoría de gente que lo escucha, parece lógico que soporte la carga de la prueba quien diga que tal rumor es infundado. Sobre todo, si buscamos huellas, siempre es más interesante el testimonio de quien encuentra algo que el de quien no ha hallado nada. El hecho de que haya alguien que nunca ha visto un cuervo blanco, no prueba nada en contra de quien ha encontrado uno. Aquél no puede decir: “no hay cuervos blancos, por el hecho de que todavía no haya visto ninguno. Bien puede decir quien ha visto alguno que existen.” [10]

Veamos qué queremos afirmar con respecto a este “rumor inmortal” al que se refiere Spaemann: concretamente se trata de reconocer que existen diversas manifestaciones del convencimiento humano, tan extendido e inmemorial, de que Dios existe. Señalemos dos de esa manifestación de la existencia de un “rumor inmortal”: 

a) “Desde la antigüedad griega existe una teología llamada natural. Esto quiere decir que la idea de Dios no llegó al mundo desde el principio a través de los escritos bíblicos. Tales escritos, por el contrario, enlazan con una conciencia natural de Dios. Basta recordar cómo en  los Hechos de los Apóstoles, San Pablo expone en el areópago de Atenas un discurso sobre Cristo a los gentiles. Comienza enlazando con lo que los griegos ya sabían: “yo os hablo de aquel de quien vuestros poetas dijeron: en él vivimos, nos movemos y existimos”. San Pablo presupone que la gente tenía una idea clara de aquello que les hablaba. Después anuncia: “Y ese Dios se ha revelado…”. Entonces, por primera vez empieza la auténtica historia de la Revelación. (…) Por tanto, si la idea de Dios no existiera desde antes en el hombre, los escritos  de la Revelación caerían en el vacío, puesto que estarían hablando de la revelación de un ser del que nadie sabría lo que realmente significa.” [11]

Subrayemos estas ideas: 1º hay una conciencia natural de Dios, más allá de las diversidades culturales; 2º eso implica que tienen una idea clara (concepto) de Dios; 3º el supuesto de la predicación apostólica del cristianismo es que los hombres ya están en posesión de esa idea clara de Dios y sólo desde ese supuesto es posible anunciarle a los hombres que ese Dios –ya previamente conocido por ellos- no es otro que Cristo, el Salvador, que se ha revelado (Revelación).
Los teólogos hablan de los “preambula fidei”o preámbulos de la fe: son los conocimientos que son previos a la fe y que introducen en ella. En efecto, para creer que Dios se ha revelado y aceptar por la fe sus enseñanzas, el requisito lógico previo es saber que Dios existe.

b) Segunda manifestación: la historia, especialmente la historia de la cultura, la arqueología,  la antropología cultural, etc., reconocen una constante presente en las más variadas culturales y civilizaciones: la arraigada convicción de que hay un Ser Superior, todo poderoso y autor de las cosas. Los rastros de ello son, por ejemplo, la presencia de piezas arqueológicas (monumentos funerarios, altares, celebración de festividades religiosas, etc.), el arte, la literatura.

Ahora bien, supuesta la existencia de este “rumor inmortal”, examinemos la siguiente cuestión: ¿qué fundamentos tiene ese rumor inmortal que asegura que Dios existe? De lo que se trata aquí es de considerar las llamadas pruebas de la existencia de Dios.

Pruebas de la existencia de Dios
a) El primer tipo de pruebas a las que vamos a referirnos, pero sin entrar en sus detalles, es de carácter “técnico”, es decir, filosófico. Son pruebas que desarrollan una argumentación, que cumple con todas las leyes de la lógica. Es decir que tienen carácter demostrativo y por lo tanto la conclusión a la que llegan (“Dios existe”) posee evidencia racional. Por supuesto, no convencen a quien no está dispuesto a aceptar la evidencia, lo cual es explicable: no somos una máquina de razonar, también poseemos libertad y verdades de esta naturaleza no nos dejan indiferentes. Saber que Dios existe o que no existe, incide en nuestra vida personal. También a ese fenómeno alude la conocidísima frase de Dostoiewski, perteneciente a su novela “Los hermanos Karamazov”: “Si Dios no existe todo está permitido”. Por su parte, en ese mismo sentido, afirma Spaemann que:

“Que las pruebas de la existencia de Dios, todas sin excepción, sean discutibles, no significa mucho. Si una decisión radical acerca de la orientación de nuestra vida dependiese de comprobaciones matemáticas, igualmente tales pruebas resultarán discutibles”.[12]

Un buen ejemplo de las pruebas de que existe Dios lo constituyen las famosas “cinco vías” de Santo Tomás de Aquino, expuestas en la Suma Teológica (I, q. 2, art. 3) y en la Suma contra Gentiles.
b) Las siguientes pruebas, no poseen el carácter demostrativo que poseen las pruebas filosóficas aludidas precedentemente, pero tiene su propio valor: son persuasivas, de la misma manera en que es persuasivo un testimonio de vida. El testimonio de la vida personal no genera en otros una evidencia racional como lo puede hacer una prueba filosófica, pero sin embargo tiene un gran valor: es persuasivo.
b) 1. La belleza como camino de ascenso a Dios:  esto escribe el filósofo de origen rumano, agnóstico, Emil Cioran:  “cuando escuchas a Bach, ves nacer a Dios(…) Después de un oratorio, una cantata o una Pasión, es necesario que El exista(…) Y pensar que tantos teólogos y filósofos han perdido días y noches buscando las pruebas de la existencia de Dios, olvidando la única[13] .
No deja de ser llamativo que un intelectual agnóstico, no sólo sienta que sus más profundas convicciones se tambalean ante la experiencia de la belleza, sino que además tenga la franqueza de expresar hasta qué punto la belleza es un camino sencillo hacia la convicción de la existencia de Dios.
(b) 2. La experiencia de la conciencia moral: ella atestigua que hay mandatos morales que resultan insoslayables ante la introspección (están allí, en la conciencia, y no pueden ser olvidados ni dejados de lado), pero además, esos mandatos no derivan de los propios deseos -a los que muchas veces se les oponen-, ni tampoco de la presión social  -con la que pueden estar en desacuerdo muchas veces. Son mandatos que tienen un carácter absoluto e incondicionado: exigen ser respetados siempre, incluso cuando su observancia nos perjudica. La intuición que subyace a la experiencia de la conciencia moral es que la incondicionalidad de los mandatos morales no proviene del sujeto individual, sino de algo no humano superior al hombre, absoluto e incondicional como esos mandatos morales: Dios.
b) 3. La experiencia del anhelo de felicidad. Todos deseamos ser felices, pero a la vez tenemos la experiencia de que aquello que deseábamos con fervor y casi desesperadamente, una vez logrado nos decepciona. Nos vemos entonces obligados a reconocer interiormente que  “no, que no era eso lo que buscábamos, que tiene que haber algo que nos haga felices”. La experiencia de que una vida lograda, una vida en plenitud, una vida feliz, sólo puede encontrar su confirmación y cumplimiento en un Bien absoluto, es la experiencia de la existencia de Dios. No se trata, al igual que en los anteriores casos de una prueba demostrativa, pero es una señal de que Dios existe. Es cierto que podemos decirnos a nosotros mismos “¿y qué, por qué no todo es absurdo? Pero tanto esta postura como la postura de afirmar “debe existir aquello que nos proporcione una felicidad no engañosa y frágil, es decir existe Dios”, son eso: decisiones. Por eso decimos que no es en sentido estricto una prueba, pero es una señal, un indicio que es persuasivo.
b) 4. La experiencia personal: hay innumerables testimonios personales de gente que por algún motivo excepcional, han llegado a tener la certeza personal de que Dios existe. La experiencia del amor, un drama familiar, el haber encontrado una salida ante una situación excepcionalmente dramática, han sido en estas personas y lo pueden ser para cualquiera, una ocasión del encuentro con Dios. Notable, por ejemplo es el caso del académico francés André Frossard, narrado en su libro “Dios existe, yo me lo encontré[14]. Se trata de un intelectual ateo desde su primera infancia, afiliado al PC francés, que súbitamente tuvo la experiencia de que Dios existe. También podemos hacer referencia al caso del filósofo español  Manuel García Morente, quien narró su conversión desde el ateísmo hacia la religión en un escrito titulado “El hecho extraordinario[15]. El libro de Juan Ramón Ayllón, “10 ateos cambian de autobus”, desarrolla diez experiencias notables de este tipo. Su lectura es muy recomendable.[16]
Todas estas pruebas –tanto las demostrativas, como lo son la cinco vías de Santo Tomás de Aquino, como las que hemos descripto como persuasivas- no son excluyentes entre sí. Al contrario, tomadas en conjunto, como un todo, son convergentes y en tanto que convergentes generan la convicción “Dios existe”.
Finalmente, a continuación copio lo que escribió Peter Kreeft en su página web
Twelve Ways to Know God
Jesus defines eternal life as knowing God (Jn 17:3). What are the ways? In how many different ways can we know God, and thus know eternal life? When I take an inventory, I find twelve.

  1. The final, complete, definitive way, of course, is Christ, God himself in human flesh.
  2. His church is his body, so we know God also through the church.
  3. The Scriptures are the church's book. This book, like Christ himself, is called "The Word of God."
  4. Scripture also says we can know God in nature see Romans 1. This is an innate, spontaneous, natural knowledge. I think no one who lives by the sea, or by a little river, can be an atheist.
  5. Art also reveals God. I know three ex-atheists who say, "There is the music of Bach, therefore there must be a God." This too is immediate.
  6. Conscience is the voice of God. It speaks absolutely, with no ifs, ands, or buts. This too is immediate. [The last three ways of knowing God (4-6) are natural, while the first three are supernatural. The last three reveal three attributes of God, the three things the human spirit wants most: truth, beauty, and goodness. God has filled his creation with these three things. Here are six more ways in which we can and do know God.]
  7. Reason, reflecting on nature, art, or conscience, can know God by good philosophical arguments.
  8. Experience, life, your story, can also reveal God. You can see the hand of Providence there.
  9. The collective experience of the race, embodied in history and tradition, expressed in literature, also reveals God. You can know God through others' stories, through great literature.
  10. The saints reveal God. They are advertisements, mirrors, little Christs. They are perhaps the most effective of all means of convincing and converting people.
  11. Our ordinary daily experience of doing God's will will reveal God. God becomes clearer to see when the eye of the heart is purified: "Blessed are the pure of heart, for they shall see God."
  12. Prayer meets God—ordinary prayer. You learn more of God from a few minutes of prayerful repentance than through a lifetime in a library.

Unfortunately, Christians sometimes have family fights about these ways, and treat them as either/or instead of both/and. They all support each other, and nothing could be more foolish than treating them as rivals—for example, finding God in the church versus finding God in nature, or reason versus experience, or Christ versus art.
If you have neglected any of these ways, it would be an excellent idea to explore them. For instance, pray using great music. Or take an hour to review your life some time to see God's role in your past. Read a great book to better meet and know and glorify God. Pray about it first.
Add to this list, if you can. There are more ways of finding and knowing God than any one essay can contain. Or any one world.


3ª Cuestión planteada: “ante diversas postura filosóficas,
 ¿quién “decide” cuál de ellas es la verdadera?”
¿Quién decide cuál es la verdad? Esta pregunta parece presuponer que si hay visiones contrapuestas sobre la realidad,  tiene que haber una instancia superior que dirima las discusiones, una especie de Corte Suprema que dé fin a las discrepancias.
A esto, hay que responde que, en sí, el término “decisión” quizá no sea el más apropiado. Al hablar de decisiones estamos hablando de actos voluntarios, es decir, del ejercicio de la libertad de arbitrio. Pero qué sea verdadero y qué sea falso no es una mera cuestión del ejercicio de la libertad de arbitrio. Pero si se insiste en seguir hablando de “decisiones”, en todo caso quien “decide” –impropiamente hablando- es la misma realidad: el ser. ¿Cómo sabemos que en esta sala hay 42 o 53 personas? ¿Por una simple decisión? ¿Hay en esta cuestión materia para ser decidida? Lo sabemos mirando la realidad, lo cual en nuestro ejemplo significa, mirando a las personas y contándolas. Es cierto, se dirá, que el ejemplo es demasiado fácil, ya que es un ejemplo matemático. Efectivamente, lo es. Pero este ejemplo sirve para ilustrarnos que, en primer lugar la verdad no es cuestión de decisiones, sino de realidad, y, en segundo lugar, que la verdad es posible. Lo que es verdadero, no lo es por nuestra decisión sino porque la realidad se impone a nuestros juicios. Nuestra visión debe siempre tratar de descubrir cómo es la realidad en sí, más allá de nuestros intereses o nuestros prejuicios o nuestra ignorancia.
Es cierto que en materia filosófica la situación es más difícil. Pero el principio mantiene su vigencia. Lo que las cosas son, “decide” qué debemos pensar sobre ellas.
Ahora bien, es preciso además explicar porqué hay visiones diversas en la filosofía. Pienso que las razones son las siguientes:
1ª La filosofía es la más difícil de las ciencias y, dentro de ella, la metafísica, que es la parte de la filosofía que se ocupa de los últimos principios o causas. Eso vuelve explicable la variedad de las opiniones filosóficas a lo largo de historia.
2º. La búsqueda de la verdad no es meramente una cuestión de inteligencia: también la voluntad toma parte de esta búsqueda. Dice Gilson en su libro  “La unidad de la experiencia filosófica”, que lo difícil no es encontrar la verdad, sino no huir de ella una vez que se la ha encontrado.


“Tomás de Aquino dijo cosas tan llanamente verdaderas que, desde su época hasta hoy, muy pocos han sido capaces de olvidarse de sí mismo lo suficiente para aceptarlas. Hay un problema ético en la raíz de nuestras dificultades filosóficas: los hombres somos muy aficionados a buscar la verdad, pero muy reacios a aceptarla. No nos gusta que la evidencia racional nos acorrale, e incluso cuando la verdad está ahí, en su impersonal e imperiosa objetividad, sigue en pie nuestra mayor dificultad: para mí,  el someterme a ella a pesar de no ser exclusivamente mía; para usted, el acatarla aunque no sea exclusivamente suya. En resumen, hallar la verdad no es difícil; lo difícil es no huir de la verdad una vez que se la ha hallado. Aunque no sea un “sí, pero…”, con frecuencia nuestro sí es un “sí, y…” (…) Los más grandes  filósofos son aquellos que no titubean en presencia de la verdad, sino que le dan la bienvenida con estas simples palabras: Sí, amén.”


Efectivamente, las verdades filosóficas precisamente porque nos ilustran sobre el sentido de la existencia personal (para qué vivimos y porqué existe el universo, o porqué existe el mal, etc.), no nos pueden dejar indiferentes. El teorema de Tales difícilmente nos comprometa, pero saber que Dios existe o saber porqué hay que respetar la justicia o vivir la templanza en nuestros actos, no nos deja indiferentes. Muchas veces, las verdades filosóficas son molestas, nos interpelan para cambiar de vida. Ello implica, dicho sea de paso, que si hay una virtud necesaria para filosofar, esa es la humildad. Sin humildad no hay reconocimiento de la verdad, sino una imposición de nuestro ego. Por eso Santa Teresa de Jesús, la de Avila, vinculaba la verdad y la humildad, al decir que “la humildad es andar en verdad” (Las moradas).
3º. Frente a posturas antitéticas, es decir aquellas entre las cuales se da una relación de contradicción lógica, al menos hay una certeza: una de ellas es verdadera y otra falsa, pero las dos no pueden ser simultáneamente verdaderas y falsas a la vez y desde el mismo punto de vista. Dios existe o no existe: una de las posibilidades es la verdadera y la otra falsa. Con ello ya tenemos algo de camino hecho.
4º. La filosofía es una tarea personal: cada uno de repensar la realidad, cada uno debe pensar por sí mismo. De ahí que sea importante para no extraviarse no empezar a filosofar como si cada uno fuera Adán al inicio del mundo, por decirlo así (aquí, como en todo lo filosófico, se requiere la humildad). Ello significa aprender de los que más saben: los grandes filósofos. Y tratar de no repetir sus mismos errores. En otras palabras es imprescindible saber historia de la filosofía. Pero no para tener un sólido dominio de las opiniones de los filósofos, sino para que ellos iluminen con sus reflexiones la realidad que buscamos conocer filosóficamente. Por eso, Santo Tomás de Aquino decía que “no se trataba de saber lo que opinaron los demás filósofos, sino de saber cómo son las cosas” (la cita no es textual).
5º. Una manera de comprobar qué posturas filosóficas son erradas, es descubrir en ellas cuáles son sendas sin salida. Una clara señal del error está en las conclusiones que se pueden desplegar a partir de tesis cuyo acierto o error no percibimos inmediatamente. Esas conclusiones pueden llevar a posturas absurdas o a descubrir son irreconciliables con la realidad. En tales casos hay que reconocer que si las conclusiones son falsas –por no corresponderse con la realidad-, falsas también han de ser las premisas o principios de los que han sido extraídas.
6º.- También favorece esa extendida decepción o escepticismo ante la posibilidad de la verdad filosófica, la cultura común en la que todos estamos inmersos. Ella nos ha acostumbrado a tratar todo saber como una mera opinión, discutible en sí misma y nunca merecedora de una firme adhesión de nuestra inteligencia. Esta reflexión nos introduce en una cuestión importante: ¿todo es opinable?, ¿sólo hay opiniones?
La respuesta nos obliga a distinguir entre aquello que es opinable de suyo y aquello que no lo es en sí mismo, aun cuando, de hecho se den muchas opiniones. De suyo son opinables muchas cosas, muchas materias: por ejemplo, los gustos. O las opiniones políticas. O las decisiones en materia económica, etc. etc... Por el contrario hay otras cuestiones que no admiten de suyo que haya opiniones: una postura es verdadera y la otra falsa. No importa que los opinólogos hagan sus variados y confusos aportes. Y no pocas veces, esas opiniones disímiles las expresan quienes por su falta de competencia carecen de autoridad científica para darlas. Lo cierto es que hay temas sobre los cuales no son admisibles las opiniones. Por ejemplo, no es opinable la maldad de la tortura. Puede haber alguno –y lo hay- que opine que la tortura es admisible o que es un valor sociológicamente en alza. Pero quienes asuman esta postura favorable a la tortura, decimos que están en el error. Y por ello trataremos de convencerlos con buenos argumentos. Lejos estamos de decir “usted tenga su opinión sobre la tortura, que yo tengo la mía”. O, “usted si quiere torture, ya que es su opinión y ella es propia de su cultura, tan diversa de la mía; yo tengo por costumbre respetar todas las opiniones que no comparto, pero por mi parte, como tengo otra opinión, me abstendré de torturar”. Sencillamente, nadie piensa así (ni lo dice).
Adviértase entonces que esa “no-opinabilidad” la poseen ciertos temas, como por ejemplo, las cuestiones éticas, y es totalmente compatible con que, de hecho, existan opiniones diversas, debido a las razones que hemos dado y sin que ello signifique que todas son igualmente válidas. 

LA SECULARIZACION IDEOLOGICA:
Es el momento de hablar de la secularización (“ideológica”) y su génesis.

1º La crisis de la filosofía cristiana. Hemos visto que la filosofía cristiana, especialmente la que se desarrolló en la Edad Media, y especialmente durante los siglos XI, XII y XIII, conocida como filosofía escolástica, se caracterizó por buscar una armonización o concordancia entre la fe y la razón, o, más concretamente, entre la teología y la filosofía. El ejemplo de filosofía más lograda es la de Santo Tomás de Aquino, cuyo pensamiento alcanza un punto de equilibrio y una profundidad metafísica no superada. Todo este esfuerzo –el de la filosofía escolástica- basculaba sobre la suposición de que la fe tenía un contenido noético o veritativo y, desde este supuesto, se buscó concordar lo creído con lo sabido. Primero, interpretando la información revelada: eso fue la teología. Segundo buscando la correspondencia del conocimiento natural con esa interpretación de la fe hecha por la teología, y eso fue la  filosofía.
Pero paulatinamente, desde el siglo XIV la situación va a cambiar hasta lograr que esa armónica convivencia entre fe y razón, entre teología y filosofía, alcance un grado tal de ruptura que las consecuencias siguen proyectándose hasta nuestros días.

Entre las señales de que las cosas comienzan a cambiar, podemos mencionar las siguientes:

a) La profesionalización de la filosofía.  Hasta ahora el cultivo de la filosofía estaba en manos de personas que dedicaban su vida a la vida conventual de oración contemplativa, estudio y docencia, tanto escrita como la que se realiza de forma vívida en las aulas universitarias. Ello con algunas excepciones: la de Boecio es una de ellas. Este filósofo, a quien según muchos debe tomarse como el representante del inicio de la filosofía medieval, era un funcionario del imperio de Teodorico. Pero es la excepción.
Tendemos a pensar que las vidas de estos representantes de la filosofía medieval eran vidas apacibles, porque espontáneamente imaginamos los claustros silenciosos de un convento. Sin embargo esta supuesta tranquilidad no es una imagen del todo fiel, más bien es un estereotipo. Sobre todo si tenemos en mente los  siglos XII y XIII, cuando la filosofía y la teología eran cultivadas también en los efervescentes claustros de las universidades, como las de París y Bolonia, entre otras. Quien desee asomarse a ese mundo tan poco convencional, puede leer por ejemplo, el libro de Etienne Gilson “Abelardo y Eloísa”, o las páginas que le dedica Josef Pieper a dichos personajes, en su libro “Filosofía medieval y mundo moderno”.
A partir del siglo XIV y sobre todo XV la identidad conventual de los cultivadores de la filosofía comienza a cambiar. Lentamente comienzan los laicos a tomar el timón de la filosofía. Podemos nombrar a Marsilio de Padua, que vivió un tiempo en la corte, al amparo del emperador Luis IV de Baviera, y que fue contemporáneo y amigo de un monje, de cuyo pensamiento vamos a ocuparnos, también refugiado en la misma corte: Guillermo de Ockham. Este fenómeno tiene su importancia, ya que significa que la filosofía comienza a ser cultivada en forma profesional. De hecho, como observa Thomas Molnar en su libro “La decadencia del intelectual” (Edic.Eudeba), comienza a generarse una clase social, la de los intelectuales.
Esta “profesionalización” de la filosofía, va a ser la ocasión de que comience a resquebrajarse la alianza entre la fe y la razón. Al ser cultivada la filosofía por aquellos que tienen poco o ningún interés en los temas teológicos, resultaba  inevitable que se perdiera la motivación por buscar o mantener esa armonía que había caracterizado la filosofía de los siglos precedentes.
Esto no había sucedido hasta ese momento por otra razón: durante la época escolástica, las exigencias curriculares de la universidad determinaron que el cultivo de la filosofía en forma pura estuviera de algún modo acotado: podían cultivarla los maestros en artes. Pero no estaban habilitados para especializarse con esa titulación en los temas teológicos: debían estar habilitados en teología.

b) El averroísmo latino. Las razones presentadas precedentemente, son más bien externas. La crisis en profundidad provino de la filosofía misma. Ante todo de la corriente filosófica que se asentó en la universidad de París, conocida como el averroísmo latino. Esta corriente de hecho se desentiende de la verdad teológica ya que mantiene tesis que, según sus representantes parisinos constituyen la interpretación fiel del pensamiento de Aristóteles, pero que, sin embargo, contradicen la fe. Al menos implícitamente –si es que no lo hicieron también explícitamente- mantuvieron lo que se conoce como la “teoría de la doble verdad”, que consiste en afirmar que una tesis filosófica puede ser mantenida como verdadera para la razón, a pesar de que para la fe sea falsa. Pero el averroísmo latino encontró sobre todo en Santo Tomás de Aquino un oponente formidable, quien se erigió en auténtico intérprete de Aristóteles. Claramente, el averroísmo latino significaba una ruptura entre la fe y la razón. Los temas en disenso eran: la eternidad del mundo (según los averroístas el mundo aunque creado, es eterno) y la unidad del intelecto agente para todos los hombres (según los averroístas hay un único y el mismo intelecto agente para todos los hombres, el cual sí es espiritual e inmortal).

c) Guillermo de Occam. En cambio, no sucedió lo mismo en el caso del filósofo inglés, Guillermo de Occam, quien no tuvo frente a sí, un oponente de la envergadura intelectual de Santo Tomás. Occam (Ockham según otra grafía) fue un fraile franciscano, nacido en 1280 y muerto en 1349. Su filosofía consumó la ruptura con la teología de la manera y por las razones que vamos a explicar seguidamente. Occam fue célebre porque de fraile estudioso de la teología y la filosofía, pasó a ser polemista y autor de numerosos escritos de carácter político, redactados al amparo del emperador Luis IV de Baviera, en los cuales atacaba al Papa (Juan XXII). En esos escritos realizó una crítica sobre las relaciones entre el poder político-civil y el poder religioso (el Papado), poniendo en discusión la autoridad del Papa. No obstante, esos escritos no representan una visión orgánica del problema ya que no son el fruto de un estudio sostenido y profundo, sino el resultado ocasional de las polémicas en que se vio envuelto.
Nos interesa Occam en este punto, no por sus teorías políticas, sino por las siguientes posturas filosóficas.

a)Fideísmo. Dios solo puede ser conocido por medio de la fe. Es decir que Occam no admite las pruebas metafísicas de la existencia de Dios (y de paso desconoce una verdad de fe: aquella que enseña que Dios puede ser conocido por la razón humana “por sus obras”, como enseña San Pablo).

“(…) al tratar los problemas teológicos da (Occam) gran importancia al primer artículo del Credo cristiano: Creo en Dios Padrea todopoderoso. Puesto que tal tesis es artículo de fe, no se necesita decir que no es susceptible de prueba. Sin embargo, Occam no sólo lo usa como principio en teología –lo cual es muy legítimo-, sino que también recurre a él al discutir diversos problemas filosóficos, como si un dogma teológico, captado únicamente por la fe, pudiese ser fuente de conclusiones filosóficas y puramente racionales.” (Etienne Gilson: “La unidad e la experiencia filosófica”, p. 79)

b)     La afirmación de la libertad divina. Para entender la postura adoptada por Occam sobre su afirmación exagerada de la libertad divina (se la conoce con el nombre de voluntarismo) es preciso remontarse a algunos antecedentes de la filosofía medieval, concretamente a Juan Duns Scoto (1266-1308) y su reacción contra lo que se conoce con el nombre de las razones necesarias. Este filósofo inglés que pertenece al siglo XIII, reacciona contra un talante o estilo filosófico que se puede encontrar tanto en Boecio, Abelardo como sobre todo en San Anselmo de Canterbury. Según San Anselmo, teólogo y filósofo originario de Italia y luego obispo de Canterbury, “la razón humana discursiva es capaz de hacer evidentes con razones necesarias” los sucesos de la Salvación, de los cuales ya tenemos conocimiento por la fe” (Josef Pieper). Eso no implicaba para San Anselmo que nuestro acto de fe fuera el resultado de que nuestra razón reconozca tales razones necesarias, ya que para él conocimiento de tales razones necesarias nos permite llegar a comprender lo que antes ya creemos por la fe (de ahí su fórmula: credo ut intelligam, es decir, creo para entender). Así, para San Anselmo, la fe siempre debe ser previa, y sólo al partir del acto de fe, podremos comprender lo creído. Esta postura es correcta, pero San Anselmo fue un poco más allá con este concepto de las razones necesarias. En efecto, llegó a sostener tesis arriesgadas, como por ejemplo:

Es necesario que los ángeles caídos fuesen sustituidos por la naturaleza humana porque no existe otra naturaleza de la cual se pudiera reemplazar su número” (esta afirmación supone que hay un número razonable y perfecto de espíritus llamados a la felicidad eterna y que los hombres, por ser las únicas creaturas espirituales además de los ángeles, han sido invitados luego de la defección de los ángeles caídos a completar ese número. En otras palabras: San Anselmo entiende con este argumento estar explicando las razones o motivos fundados de la historia de la Salvación)

Para San Anselmo, una vez que se cree, la inteligencia puede descubrir las razones por las que Dios hizo lo que hizo (creación, Encarnación de Cristo, etc.etc.). El supuesto de esta tesis anselmiana  estaba en que todo lo que Dios hace tiene que ser razonable y el hombre creyente es capaz de conocer y comprobar esa racionalidad. Pero de ahí a sospechar que entonces Dios está obligado a obrar necesariamente según los motivos más racionales, había un paso muy fácil de dar. Ahora, si ese paso se daba se entraba de lleno a otro distinto y peligroso terreno, ya que implicaba afirmar que todo ocurre necesariamente, incluso en el obrar divino. Por lo tanto implicaba afirmar que Dios obra forzosamente: actúa forzado a hacer lo más razonable. Y por supuesto, el hombre puede conocer esa razonabilidad. En otras palabras, el peligro que se cernía era fundamentalmente el retorno del fatalismo griego. San Anselmo nunca dio ese paso: era un hombre de fe. Pero el peligro era real.
Precisamente la filosofía de Duns Scoto sale al cruce de esa conclusión, reaccionando contra ese fatalismo o necesitarismo del obrar divino. Juan Duns Scoto aplica un correctivo a esa tesis: la libertad divina. “Todo lo que hace Dios tiene  el radical carácter de lo no-necesario, de lo contingente.” (J. Pieper). Por lo tanto, no es posible encontrar para el hombre supuestas “razones necesarias”. La consecuencia es la siguiente: si “…la razón humana no puede alcanzar a hacer “en sí mismo” atinado o incluso necesariamente razonable algo que ha salido de la acción libre divina mediante deducciones y argumentos” (J.Pieper), entonces, no hay posibilidades de investigar filosóficamente nada de aquello que procede de la libre actuación de Dios. Ello, pensamos, está bien si se trata de la historia de la Salvación, e incluso del acto creador de Dios, pero ¿también alcanza al conocimiento de lo creado por Dios?  Pareciera que si todo es contingente (las cosas son, pero podrían no haber sido), la investigación filosófica no tiene mucho por hacer. Pero el otro peligro de la postura de Duns Scoto es  terminar por atribuirle a Dios una total arbitrariedad: una falta completa de motivos (voluntarismo).

 Ahora bien, Occam, partiendo de una defensa de la fe despliega una exagerada acentuación de la libertad divina, en la línea de Duns Scoto, pero llegando a tesis exageradas: termina por hacer del obrar divino una pura arbitrariedad. Dios tiene libertad absoluta. Creemos que Dios ha creado todo porque lo ha querido, pero, además, (y esta es la novedad) podría haber creado a los seres finitos de otra manera, o podría haberse encarnado en una piedra o en un árbol o en un asno. O incluso, si lo hubiera querido, podría haber hecho que fuese bueno el odiar a Dios. Con esto Occam pretende rechazar a todo intento de “racionalizar” la fe (en eso consiste la teología). Esta postura, en definitiva, induce a creer que la teología, como intento de interpretar la fe, es un trabajo vano. Pero a la vez, desalienta la búsqueda de relaciones necesarias en la naturaleza y propicia sólo el estudio de lo fáctico, de los hechos particulares que se dan aquí y ahora, sin poder averiguar las causas de las que esos hechos han derivado. Comentemos, de paso, que el voluntarismo implica poner por encima de la inteligencia a la voluntad y, en el caso de Occam  adopta esta postura en salvaguarda de la libertad divina. En la Modernidad, sucederá algo parecido: la voluntad y su libertad está por encima de la verdad, a tal punto que la libertad no debe estar sometida a la verdad, ya que ésta última es un freno que la podría coartar. Por ello, se llegar a sostener, en la Modernidad, que la verdad es una amenaza a la libertad e incluso a la convivencia (principio de tolerancia moderno).

c) Nominalismo. Con respecto al fundamental problema de los universales, Occam adopta la postura conocida con el nombre nominalismo (si bien, en sentido estricto, la denominación correcta de su postura es la de conceptualismo,  es habitual clasificar el pensamiento de Occam como nominalista. En sentido estricto,  el nominalismo es la tesis que sostiene que únicamente nuestras palabras –las nomina  o nomen- (los sonidos) son universales: puesto que significan universalmente muchas cosas. Aquí seguiremos el uso convencional del término nominalismo para caracterizar el pensamiento de Occam). Aclarado esta breve cuestión terminológica, debemos explicar qué es el nominalismo y, antes,  en qué consiste el problema de los universales, ya que el nominalismo es una de las respuestas que se dieron a este problema.
El problema de los universales: hemos visto en antropología filosófica que los conceptos o ideas con los que nuestra mente piensa la realidad, son universales Por ejemplo, el  concepto de “hombre”, el concepto de “animal” o de “árbol”, etc. son universales en tanto que tienen una referencia significativa (una relación de signo a cosa significada) con una infinita pluralidad de individuos (éste o aquél hombre, etc. etc.). Los conceptos tienen un carácter o propiedad de permanencia y universalidad: al contrario de los sentidos, que nos dan a conocer realidades siempre cambiantes (Recordemos: “idea” es el otro nombre que le damos al concepto formal, también llamado concepto subjetivo, los cuales son signos formales de las esencias que están en nuestra mente en estado de abstracción). Pero no sólo ellas, las ideas, son universales: también el contenido de nuestras ideas, que, como hemos visto, son las esencias, son universales. Finalmente, también las palabras tienen algún tipo de universalidad, desde el momento que son los signos que usamos para hablar de las cosas y de lo que ellas son.
El problema se plantea cuando se advierte que todo lo que existe fuera de la mente existe de un modo individual  y está sujeto al cambio (existe Juan, Pedro, este perro, etc.). Si ponemos en relación estos dos hechos, a saber, que sólo existen individuos y que pensamos con conceptos universales, surge inevitablemente esta cuestión: ¿realmente, les  corresponde algo en las cosas a nuestros conceptos universales? Y si les corresponde, ¿de qué manera? ¿O hay que concluir, -dada la diversidad entre cosa individual y concepto universal- que no los corresponde en las cosas nada que sea universal? Pero no sólo ese cuestionamiento se nos presenta: también nos sale al paso esta cuestión: qué existencia o realidad tienen los contenidos de nuestros conceptos?¿sólo existen individuos concretos y particulares pero que no tienen ningún elemento de identidad entre sí y luego por comodidad los agrupamos en esos moldes que son esquemáticos –una construcción de nuestra mente-  y a los que llamamos ideas o conceptos?
Importancia del problema: si la respuesta es: “nada les corresponde a nuestras ideas o conceptos (formales o subjetivos) en la realidad” estamos haciendo del contenido de nuestras ideas (las esencias que están en la mente en estado de universalidad) una pura creación mental. Por lo tanto,  no hay posibilidad alguna de que nuestros discursos sobre la realidad (ya sea la comunicación habitual, ya sea la ciencia, etc.) constituyan un acceso fiable a ella, puesto que todo termina por ser una creación subjetiva de la mente. Cuando, por ejemplo, hablamos del hombre y de sus propiedades, tanto aquél como éstas, son una creación subjetiva, por lo que nada podemos conocer de cierto sobre el ser humano y sus propiedades. Esta postura no es otra que el escepticismo, el subjetivismo y el relativismo. 
Ahora bien, si les reconocemos a nuestras conceptos una cierta fidelidad con las cosas que están fuera de la mente, y afirmamos que las ideas y sus contenidos (las esencias) tienen una correspondencia en las  cosas, es decir, que en las cosas individuales existen de algún modo esas esencias, nuestra postura es realista e implica admitir la posibilidad de la verdad. La ciencia y nuestro hablar cotidiano sobre las cosas tienen un fundamento real.
En síntesis, el problema de los universales se plantea simultáneamente con respecto a las palabras (universal in significando), con respecto a los conceptos o ideas (universal in raepresentando) y con respecto al contenido de los conceptos o esencias que están en la mente en estado de universalidad (universal in praedicando y al vez universal in essendo).
 Las palabras son universales o tienen universalidad porque cada una de ellas, además de la realidad física en que ellas consisten (el sonido que pronunciamos al aire),  tienen una capacidad para significar (=ser signo de) una multiplicidad de cosas significadas.
  Los conceptos o ideas son universales (tienen universalidad) porque representan (=nos hacen presentes en la mente) una multiplicidad de esencias significadas. 
  Las esencias que están en la mente son también universales y son signo de las esencias que están en las cosas.
Las diversas respuestas al problema de los universales.  
La respuesta más escéptica es la del terminismo (o “nominalismo” en sentido estricto). Según esta postura, la única universalidad que hay que admitir es la que tienen las palabras o términos (de ahí su nombre). Pero no admiten que los conceptos o ideas sean universales ni menos aún que tengamos en la mente las esencias de las cosas en estado de universalidad. Los universales son meros “flatus vocis” o sonidos. Representantes: los sofistas y los antiguos escépticos, Roscelino en la Edad Media, Hume, Berkeley, Condillac en la Edad Moderna, Sturt Mill y Bergson en la Edad Contemporánea. Esta postura deriva en el escepticismo, ya que vuelve imposible el conocimiento de lo que las cosas son.
La otra respuesta es el conceptualismo (o “nominalismo” en sentido amplio). Es la que da Occam (y junto con él, Locke y Kant en la Edad Moderna): admiten la universalidad de las palabras y también la de los conceptos o ideas, pero nada más. Es decir, que los conceptos son universales porque representan (universal in raepresentando) muchos individuos, pero son una creación de la mente que no tiene una correspondencia en las cosas. Son una “imagen” confusa de los individuos, pero que no se basa en una supuesta existencia de esencias objetivas y reales en las mismas cosas individuales. No existe el  universal in essendo. Deriva en el escepticismo y en el agnosticismo. Los conceptos universales son en definitiva una esquema, una convención más o menos arbitraria, una simplificación útil, pero nada más.
La tercer respuesta es la del realismo exagerado o ultrarrealismo. Es la que dio Platón: los universales existen fuera de la mente en estado de universalidad: son las famosas Ideas platónicas. Deriva en la negación del conocimiento de las realidades físicas (para Platón, las cosas materiales son una copia imperfecta y cambiante de los modelos ideales, por lo cual no podemos tener un conocimiento científico-filosófico de ellas).El peligro de esta postura es, precisamente, su ultrarrealismo, el cual se muta en idealismo: sólo tiene valor la idea. Los seres del mundo físico, y los sentidos que nos los hacen conocer, no tienen valor.Esta postura, tiene una inclinación muy fuerte a proyectar sistemas, todos cerrados en los que se pretende haber apresado toda la realidad. Este ultrarrealismo o idealismo, aplasta todo lo individual y, lo más grave, la realidad personal (la persona es la sustancia individual de naturaleza racional). El idealismo, decapita a la persona. Tiene la pretensión de someter todo al sistema y lo que no encaja, la excepción, la riqueza de la realidad con toda su variedad, es negado, o dejado de lado. El idealismo tiende a ser totalitario. Es racionalista y planificador. Pero también fantasioso: planifica, organiza la realidad sin tenerla en cuenta en
lo más mínimo. Es fértil en utopías. Por ejemplo, Saint Simon, Fourier, etc. etc. También es revolucionario: todo está por crearse. Lo dado siempre es insatisfactorio.
Así  como el nominalismo deja de lado la inteligencia para apostar todo a los sentidos, el ultrarrealismo o idealismo, apuesta todo a la razón y deja de lado los sentidos.

La cuarta respuesta es el realismo moderado. Es la respuesta de Aristóteles y de Santo Tomás de Aquino, entre otros: además de la universalidad de las palabras y de los conceptos o ideas,  existen los universales (las esencias) en las cosas mismas, solo que en ellas esas esencias universales existen individualizadas, identificadas con cada individuo. En las cosas las esencias universales existen no en estado actual de universalidad, sino en un estado potencial. Recién, a través del proceso de abstracción que realiza la mente en la simple aprehensión, esas esencias pasan del estado de universalidad en potencia, al estado de universalidad en acto, pero ello sucede en la mente y sólo en ella. Las esencias sólo existen en estado universal en la mente humana. La conclusión entonces es que las esencias de las cosas que nos hacen presentes nuestros conceptos o ideas cuando pensamos –y que en la mente y gracias al proceso de abstracción adquieren un status universal- tienen un fundamento real. No son una creación de la mente. Lo que nuestra mente agrega, es ese estado de universalidad que en las cosas estaba en potencia. Luego, la conclusión es que la ciencia y el lenguaje en general son un instrumento fiable para conocer y hablar de las cosas. 

Occam, con su postura nominalista, abre la puerta al escepticismo. Por de pronto, si las esencias no son reales, la metafísica pierde validez. En esto hay coherencia con respecto a su fideísmo, el cual ya le había asestado un golpe de muerte a la metafísica al negarle la capacidad de demostrar racionalmente la existencia de Dios. Pero también la ética resulta afectada, como veremos a continuación.

d)  No hay ley moral natural. El origen de la sociedad no es natural sino resultado de un pacto. Si no hay esencias, la ética no puede estar fundada en la naturaleza humana, puesto que ésta no existe. Lógicamente, y siguiendo la misma línea ética de Occam, de ningún modo podría hablarse de la sociabilidad como de una propiedad natural del ser humano. En efecto, si no hay una esencia humana o naturaleza humana, tampoco tiene sentido afirmar que el hombre es sociable por naturaleza. La sociedad surge por un pacto, una convención. En estos temas éticos, Occam guarda coherencia también con sus otras posturas: su voluntarismo divino (las leyes morales son de tal modo por un designio arbitrario de Dios: “Dios podría haber hecho que fuera bueno el odiarlo, si lo hubiese querido así”).  En concreto, como última conclusión, no hay posibilidades para una fundamentación racional de las leyes morales.

e)   Conocimiento intuitivo y abstractivo. Empirismo. Occam, para tratar de cerrar su respuesta al problema de los universales, establece una clasificación nueva de los tipos de conocimiento: el conocimiento es o intuitivo o abstractivo. El conocimiento intuitivo –la intuición- es la percepción inmediata de la existencia de algo material (por ejemplo, ver a Sócrates) o de un hecho psicológico (sentir un dolor, un acto de conocimiento, una decisión). Este conocimiento intuitivo es inmediato y está dotado de certeza.  El conocimiento abstractivo es todo lo contrario: no es inmediato, carece de certeza o autoevidencia y, además, no nos da a conocer que algo existe. De este modo, entran dentro de esta clasificación bajo el rubro de “conocimiento abstracto” no sólo las ideas o conceptos y  los contenidos de los conceptos, sino también la imaginación y la memoria, ya que ellas no incluyen la existencia (en efecto, puedo imaginar algo que no existe o tener un recuerdo falso, de algo que nunca ha sucedido). que para nosotros, pertenecen al conocimiento sensible). Resulta interesante que Occam  propone a la intuición como el camino de la ciencia. Contra lo que decían Aristóteles –a quien Occam pretendía seguir- y Santo Tomás, para quienes la ciencia versa sobre lo universal –no sobre lo individual y particular en cuanto tales, Occam propone fundar la ciencia sobre la intuición sensible de lo individual. En otras palabras, la propuesta de Occam es lo que se conoce como empirismo: el conocimiento válido nos lo proporciona el conocimiento sensible, la percepción (el conocimiento intuitivo).

El nominalismo  de Occam reaparece y pervive en muchos de los filósofos de la era moderna. Y quizá, dado que asume formas propias en cada filósofo,  sería más adecuado,  hablar del nominalismo sin más. Si hasta ahora veníamos hablando del “nominalismo de Occam era solo por hablar de un modo simplificado y, sobre todo, porque en Occam adquiere el rango de una posición pura. “Pura” por dos razones: porque es una posición extrema  y porque Occam no vacila en asumir todas las consecuencias de su tesis nominalista.
En lo que sigue trataremos de mostrar dos cosas: la primera de ellas (I) es que, históricamente, de hecho, con la aparición del cristianismo, entre la fe cristiana y la filosofía hay vasos comunicantes por los cuales fluye una corriente de savia vital que enriquece a ambas y que, de ser cegados, ello repercute negativamente en la fe y en la filosofía.

El segundo punto a mostrar (II) es una consecuencia del primero: la secularización, ha traído consecuencias en el modo de entender al hombre, la sociedad y la cultura, hasta el punto de que es legítimo y fundado sostener que esa pérdida de Dios en la filosofía y en la cultura, es decir, el secularismo, conlleva la pérdida del hombre. ¿Qué se quiere decir con pérdida del hombre? No es fácil decirlo en pocas palabras, pero si fuera necesario recurrir a una sola frase, habría que afirmar que “la pérdida de Dios, es la destrucción del hombre”. Parecen palabras tremendas y hasta cierto punto pesimistas. Pero es así: la secularización es una ruta directa al nihilismo más crudo y desesperanzador que se pueda imaginar.

(I)

En cuanto al primer punto (el mutuo enriquecimiento entre fe y razón, entre teología y filosofía), sostendremos que luego de desaparecido el paganismo greco-latino, la relación entre fe y razón tuvo dos etapas históricas: la primera fase o etapa es la que, como ya vimos, se dio en la Edad Media cristiana. En esta etapa la relación fue de armonía. A partir de esa etapa, aparece una segunda fase, la cual consiste en  la emancipación de la filosofía con respecto a la fe (secularización). En esta segunda etapa de emancipación, la filosofía se presenta como una visión global que quiere reemplazar a la fe y tuvo tres formulaciones a su vez: la primera es el agnosticismo y el ateísmo, tal como lo encontramos en David Hume, la Ilustración francesa, los materialistas, los naturalismos de corte cientificistas, el ateísmo pragmático de Marx, el ateísmo de Sartre, etc. La segunda fase es la del deísmo que pretende asumir las tesis cristianas pero despojadas de toda dimensión sobrenatural. Es la naturalización del dogma. Lo encontramos en Kant  (quien por otra parte es agnóstico desde otro punto de vista),  en Rousseau (el cristianismo en realidad enseña, según Rousseau, las verdades que el corazón humano –el sentimiento- nos da a conocer) y en la mayor parte de los representantes de la Ilustración francesa. La tercera etapa es el intento hegeliano por “domesticar” nada menos que los mismos misterios de fe, pretendiendo ver en dichos misterios una “versión” religiosa (e ingenua) de la verdadera filosofía (la de Hegel, por cierto).

Primera etapa: es la que corresponde a la filosofía medieval. En ésta la relación entre la fe y la razón es de armonía y, la vez, de mutua colaboración, pero a la vez,  la fe es superior a la razón humana). El cristianismo desde su primer inicio se relacionó con la filosofía. En efecto, buscó tender puentes no con la religión pagana, sino con los filósofos. Y la razón es muy sencilla: el cristianismo siempre ha sido consciente del contenido de verdad de la Revelación bíblica. Es decir que siempre fue consciente de que la Revelación no era una narración fantasiosa propia del mito, sino que contenía afirmaciones inteligibles. Este auto-consciencia del cristianismo, fue claramente expuesto desde el inicio de la predicación apostólica: los Evangelios no se estructuran como si fueran un mito, o una narración poética. Incluso, los géneros poéticos que aparecen en el Antiguo Testamento, no son leídos como una manifestación estética sino como un documento de fe que transmiten una enseñanza.

El cristianismo no es una cosmovisión poética, ni un mito, ni un sentimiento vital, sino la fe en una Revelación real de Dios acerca de su propio Ser, el origen y el fin del hombre, su caída y redención. Cuando Cristo es preguntado por Pilatos si es rey, responde afirmativamente, al tiempo que declara la razón del señorío que pretende ejercer: “Para esto he nacido y para eso he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad”(…)” (Spaemann, Robert): “Cristianismo y filosofía en la Modernidad”, en “El rumor inmortal”, ediciones Rialp, Madrid, 2010, p.65)[17]


Segunda etapa: la emancipación de la filosofía con respecto a la teología:

a).- Primera fase de la segunda etapa: El agnosticismo y el ateísmo.
 “Agnosticismo”: a (partícula privativa) y “gnosis”, conocimiento. Literalmente sería la postura que sostiene el “no-conocimiento”. Quien al parecer fue el primero en usar este término fue Thomas Huxley (1825-1895), biólogo inglés, también conocido como el bulldog de Darwin, por haberse erigido en el constante defensor de la teoría evolucionista. Sin embargo, la postura filosófica a que se hace referencia con el término “agnóstico”, ya existía con anterioridad: como dice Cornelio Fabro (“Drama del hombre y misterio de Dios”, edic.Rialp, p154, 1977) “”Agnósticos, en tiempo de San Pablo, fueron los atenienses, quienes, insatisfechos de los dioses de la religión oficial, erigían altares en determinados circunstancias y elevaban súplicas al dios desconocido.”
El agnóstico no niega que exista Dios, pero tampoco afirma su existencia: se limita a afirmar que no se pueda demostrar que existe. Esta postura es distinta del ateísmo, ya que éste directamente niega  a priori la existencia de Dios. El agnóstico suspende el juicio sobre la existencia y la naturaleza de Dios y la razón que Alega es que no se puede demostrar. Se trata de una actitud de cautela, de sobriedad intelectual. Pero también es distinto del escepticismo, para el que no podemos conocer nada con certeza y alcanzar la verdad. En cambio el agnosticismo es compatible con el reconocimiento de la posibilidad de la verdad en otros ámbitos (por ejemplo, en las ciencias particulares).
El antecedente de esto es Occam: su fideísmo –Dios sólo puede ser conocido por la fe- y su tesis de que no podemos conocer la causalidad. Pero ya en plena historia de la filosofía moderna,  Hume representa un hito fundamental en el camino del agnosticismo. Este filósofo inglés nació en el año 1711 y murió en 1776. Pertenece su filosofía a la tradición empirista cuyas raíces están en la filosofía de Occam (recordemos que Occam reconoce validez al conocimiento empírico). Nos interesa por esta  tesis: según él no hay un verdadero conocimiento de la causalidad. Lo que entendemos habitualmente por “causalidad” es el resultado de una asociación mental que termina siendo una costumbre: al percibir que siempre luego de A sigue B, asociamos A y B y pensamos que A es causa de B, pero lo cierto es que la acción causal no la vemos: no vemos con nuestros sentidos, la transmisión de fuerzas de un objeto a otro. Ciertamente, el error de Hume radica tanto en el hecho de que no distingue el conocimiento intelectual del conocimiento sensible (error que está presente en otro filósofo inglés de tradición empirista: John Locke  -1632-1704), como en hacer de las ideas el objeto directo del conocimiento (error que ya estaba en Descartes)  y, finalmente, en desconocer lo que hemos llamado el objeto sensible per accidens: ya a nivel del conocimiento del mundo físico, los sentidos concomitantemente con la inteligencia conocen concreta e individualmente la acción causal: vemos una camión que choca un auto y lo desplaza y a la vez percibimos que el camión es la causa del movimiento del auto, por ejemplo. Las consecuencias de su empirismo y de su negación de la realidad de las causas es la siguiente: al haber quedado comprometido el principio de causalidad, es lógicamente imposible un discurso racional que pruebe la existencia de Dios y, a la vez, Dios no es alcanzable para la razón (dado que no es empíricamente asequible).
Deberíamos también incluir a Kant dentro de los filósofos agnósticos. Pero al hacerlo no hay que olvidar que, a pesar de su agnosticismo, admite la existencia de Dios, dado que Dios está por encima de las categorías del entendimiento y sólo cabe tener de Dios una especie de “fe filosófica” de tipo moral, ya que se debe postular existencia de Dios sino se viene abajo el edificio de la moral. Kant, según confiesa, fue despertado de su sueño dogmático (la ingenua convicción en el poder de la inteligencia) leyendo  a Hume. Este le hizo ver que entre otras suposiciones gratuitas a las que el espíritu humano está acostumbrado a reconocer, no podemos conocer la causalidad. Pero Kant estaba convencido de que la física de Newton era una ciencia incontrovertible y rigurosa, por lo que de alguna manera, había que explicar el hecho de que la física sea una ciencia a pesar del escepticismo humeano. Entonces Kant, le imprime a la filosofía lo que él mismo llamó el “giro copernicano”: así como Copérnico demuestra que no es el sol el que gira alrededor de la tierra, sino al revés, de igual modo no es el sujeto (cognoscente) el que “gira” y debe adecuarse al objeto, sino que es al revés: el objeto es creado por el sujeto y ordenado:

Hasta ahora se ha asumido que todo nuestro conocimiento debe ajustarse a los objetos… puede avanzarse mucho más si asumimos la hipótesis contraria de que los objetos del conocimiento deben ajustarse a nuestro pensamiento

La explicación de Kant es que el orden de las cosas no está en ellas, sino que lo forma la actividad de nuestro entendimiento. La experiencia sensible proporciona el CONTENIDO (la materia) del conocimiento y el sujeto pensante las FORMAS: el orden, las relaciones, las conexiones entre los datos de la experiencia. Los datos sensibles por sí mismos no son experiencia, sino un caos; se transforman en experiencia por la actividad intelectual del sujeto. No es la Naturaleza la que impone las leyes al espíritu humano, sino que es éste el que prescribe las leyes a la Naturaleza.
Eso es lo que K. llamaba su revolución copernicana: así como Copérnico al poner al sol en el centro pudo resolver muchos problemas astronómicos referidos a los movimientos de los astros, Kant pone al sujeto en el centro de la realidad: no es el sujeto el que se debe adecuar al objeto, sino que el objeto es creado, ordenado y construido por la actividad del sujeto. El problema planteado por Descartes acerca de la correspondencia entre las ideas y las cosas ya no tiene razón de ser: el conocimiento, nos va a decía Kant, es síntesis de  contenido y forma: la forma sin contenido es vacía, el contenido sin la forma es ciego. El contenido del conocimiento es la materia y los elementos estructurantes que pone el sujeto para organizar la materia que nos proporcionan los sentidos en forma caótica, los llama formas, categorías  e ideas. Las formas, categoría e ideas son a priori –o trascendentales, es decir, que no provienen de la experiencia- y por no provenir de la experiencia (que es siempre cambiante), está garantizada su universalidad. Según esto, la ciencia física es posible porque el sujeto está dotado de las formas y categorías que en unión con la materia  (los datos de los sentidos), constituyen el objeto de conocimiento. Sin embargo, aunque tengamos la “idea de Dios”, no es posible darle ningún contenido o materia, ya que no proviene de la experiencia sensible. Por lo tanto, “Dios” es una mera idea de la razón (por supuesto, toda la metafísica, aunque responde una aspiración insuprimible del hombre, como reconoce Kant, no es viable como ciencia). Estas consideraciones de Kant están desarrolladas en la “Crítica de la razón pura”, pero en la “Crítica de la razón práctica”, dedicada a fundamentar la moral, Kant sostiene que, aunque indemostrable, debemos suponer la existencia de Dios, sino el edificio de la moral se queda sin fundamento. En otras palabras, es preciso afirmar que existe Dios, no por Él mismo, sino porque resulta útil (para la moral) y por medio de una “fe filosófica”. Pero no cabe una demostración racional de la existencia divina.

b).- Segunda fase de la segunda etapa: El deísmo.
El Deísmo de algunos integrantes de la Ilustración, como Voltaire, la filosofía racionalista y Rousseau (identifica a Dios no con la razón, sino con el sentimiento). El deísmo tiene su suelo natal en Inglaterra. En especial Herbert de Cherbury, en 1624 publica su obra “Acerca de la verdad”, en la que condensa las verdades comunes a todas las religiones: creencia en la existencia de Dios, deber de adorarle, llevar una vida piadosa y virtuosa, arrepentimiento de los pecados, premio y castigo en la vida futura. Pero estas tesis no están fundadas en la Revelación, sino que se apoyan  en la razón humana únicamente. Se trata de una religión natural que se opone a la religión revelada y se funda en la sola razón. Para el deísmo, las religiones “positivas” no tienen ninguna legitimidad: 1º porque todas son distintas y particulares, frente a la razón que es universal; 2º porque esas diferencias no se justifican desde la razón.
Las motivaciones: una está en los disensos entre las religiones y las guerras de religión, lo cual lleva a desear y proponer un acuerdo que satisfaga la exigencia de la unidad de la razón. Eso estaba acompañado de un rechazo de la intolerancia, cuya fuente, sostienen los deístas, no brota de los postulados de la razón, sino de los intereses egoístas (fruto de la conspiración del clero dominante y los poderes políticos). Se polemiza también contra las instituciones, no solo contra las convicciones personales de las personas religiosas: la polémica se centra en que las instituciones impiden el “librepensamiento” (los librepensadores). 2º El desarrollo de la ciencia –sostienen- afecta a la religión  porque la ciencia muestra que hay una razón universal en la que todos coinciden, frente al particularismo de las religiones positivas. Además, la razón científica es necesaria y eso vuelve imposible o prescindible el intervencionismo divino (contra la providencia: intervención de Dios en la historia, y contra los milagros). En esta religión natural propia del deísmo, del cristianismo solo se acepta su código ético.
1.   Dios existe y se puede demostrar su existencia con pruebas racionales. Pero, se lo entiende a Dios en un contexto mecanicista: es autor del mundo (la naturaleza y el hombre), pero al modo de un relojero que pone en marcha el reloj pero luego no interviene en ella para conservarlo en el ser. 
2.  Dios es conocido solo por la razón, porque no se ha revelado (la revelación es innecesaria: si Dios ha creado al hombre dotado de razón, la Revelación, de existir, sería contradictoria: ¿para qué nos revela verdades que no podemos comprender, qué utilidad tiene ello?) 
3. Dios no interviene en la naturaleza para modificar sus leyes (no hay milagros: si Dios hizo las leyes naturales, es absurdo que él mismo las suspenda) 
4. Dios no interviene en la historia. No existe la Providencia divina. Sería una imposición a nuestra libertad, con la que el mismo Dios nos creó. 
5. Dios no nos salva: la felicidad la alcanza el hombre por sus propios medios, sin que Dios deba ayudarnos, ya que la logramos por nosotros mismos. 
6.  El Pecado Original es un mito. El hombre es bueno por naturaleza. 
7.  Cristo, es admitido como un ejemplo moral.

Observación: también debemos incluir a Kant como deísta, ya que, junto con su agnosticismo, somete a la religión a los moldes de la razón humana y acepta de la Revelación solo la moral. Según su concepto de qué es la Ilustración, la definió como “atrévete a saber” –sapere aude- es decir, ten el valor de usar tu propio entendimiento, emanciparse, salir del estado de minoridad en que encierra al hombre la fe cristiana.
Conclusión: el deísmo relega a la religión revelada al arcón de los mitos. La revelación sobrenatural es admitida en la medida en que pueda pasar la criba de la razón humana, y para ello hay que “desmitologizarla”. Precisamente este fue, tiempo después, el intento de un teólogo protestante alemán, Rudolf Bultmann, en el siglo XX: desmitologizar la religión cristiana, negando de la figura de Cristo todo lo que este teólogo consideraba “mitológico”. Este teólogo, aunque protestante ejerció gran influencia en la teología progresista del siglo XX y del siglo XXI.

c).- Tercera fase de la segunda etapa: filosofía hegeliana.
A Hegel debemos el intento más radical de formular realmente el contenido interno de la ortodoxia cristiana en términos filosóficos” (Spaemann, p. 80)
 “Hegel dará amplia cabida  en su filosofía a los grandes temas cristianos: Trinidad, Encarnación, Redención, pero después de haberlos secularizado y transformado en expresiones simbólicas de verdades racionales. Pero aún así su pensamiento seguirá siendo en buena medida teología, no sólo porque su tema central va a ser teológico: Dios o lo infinito y su relación con lo finito, sino sobre todo porque el modelo que usará para explicar esa relación será el cristológico: el misterio cristiano de la Encarnación de Dios.”
“Hegel se atrevió  a hacer lo que jamás se le ocurrió a ningún filósofo: utilizar el dogma cristológico como molde  u horma con la que dará forma a su pensamiento. (… ). La auténtica clave interpretativa del pensamiento hegeliano se encuentra en dos célebres textos cristológicos que cuentan entre los más importantes del Nuevo Testamento: el prólogo del Evangelio de San Juan sobre la Encarnación del Logos y el pasaje de la carta de San Pablo a los Filipenses sobre la humillación y exaltación de Cristo. Lo que San Juan dice del Logos, que “se hizo carne y plantó su tienda entre nosotros (Jn.1, 14) y lo que Pablo afirma de Cristo, que “a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su igualdad con Dios, antes se anonadó a sí mismo y tomó la condición de esclavo, hecho hombre entre los hombres” (Flp. 2, 6-7), se entiende de la asunción de lo finito por lo infinito. Lo absoluto sale de su intimidad, del juego eterno de amor hacia sí mismo y, anonadándose a sí mismo, se hace carne, es decir, pasa a lo finito y se pierde en la naturaleza para reencontrarse en la historia humana. De este modo, el círculo se cierra y el final coincide con el principio. El cielo ha bajado a la tierra y la tierra ha subido al cielo.” (Colomer, Josep: “El pensamiento alemán de Kant a Heidegger”, tomo II, edit.Herder, p.126s)

(II)
Segundo punto: las consecuencias de la secularización

La secularización ha traído consecuencias en el modo de entender al hombre, la sociedad y la cultura, hasta el punto de que es legítimo y fundado sostener que esa pérdida de Dios en la filosofía y en la cultura, (es decir, el secularismo), conlleva la pérdida del hombre. ¿Qué se quiere decir con pérdida del hombre? No es fácil decirlo en pocas palabras, pero si fuera necesario recurrir a una sola frase, habría que afirmar que “la pérdida de Dios, es la destrucción del hombre”. Parecen palabras tremendas y hasta cierto punto pesimistas. Pero es así: la secularización es una ruta directa al nihilismo más crudo y desesperanzador que se pueda imaginar.

Como introducción y muestra de los extremos a los que se está llegando una vez desaparecido Dios del horizonte humano, transcribo esta noticia   (accesible aquí http://www.actuall.com/familia/la-realidad-de-china-secuestros-granjas-humanas-y-una-extensa-red-de-trafico-de-organos/  )  sobre el tráfico de órganos:

La China del siglo XXI sigue siendo comunista: granjas humanas que extirpan los órganos a presos vivos”

Se cree que hay más de 10.000 órganos en circulación en China, la mitad extirpados a la fuerza. Para el Partido Comunista, el cuerpo de una persona es propiedad del gobierno, sus órganos son un “bien común” al igual que los bebés. Es la cara negra de una China que sigue siendo maoísta.
11/10/2017
Si en la vieja URSS había gulags, como los que denunció Alexander Solzhenitsin, en la China de 2017 existen granjas humanas donde se extirpan órganos a presos vivos.
El gigante asiático tiene dos caras. Ante los inversores occidentales, es un nuevo El Dorado de los negocios, con su look cosmopolita o el skyline de urbes como Shanghai que rivaliza con las grandes capitales de Europa o Estados Unidos. Principio del formulario
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Pero tras la lujosa fachada de prosperidad y apertura al mundo se esconden las viejas desigualdades propias de un régimen sanguinario como el maoísmo.
Poco tiene que envidiar la China del presidente Xi Jinping y los grandes magnates que cierran tratos con los países capitalistas a la China de Mao y sus terribles matanzas. Lo ocurre es que Occidente apenas se entera. 
Por ejemplo, el caso de las granjas humanas.
“China secuestra a personas, les encierran en granjas y les extirpan los órganos mientras siguen vivos”. Este es el relato de Jinato Liu de 36 años, un preso que fue encarcelado por el gobierno chino después de convertirse al ‘Falum Gong’, una religión derivada del budismo y del taoísmo. Durante su cautiverio, Liu fue enviado a un campo de trabajo forzado donde sufrió todo tipo de abusos y torturas. Dos años después de su cautiverio logró escapar y a pesar de que padece estrés postraumático, Liu ha decidido contar el horror que vivió. “De camino al trabajo que me obligaban a hacer siempre pasaba por una zona que parecía un hospital, había gente en bata que conectaba a los prisioneros a máquinas, les sacaban sangre constantemente y una vez oí como uno decía que tenían que tener cuidado para no dañar los órganos”.
“Me resultó impactante que cuando se dirigían a los prisioneros les llamaban por su órgano: ‘el del corazón’ o ‘el del pulmón’ y nunca les hablaban de ‘él’ o ‘ella'”, relata el ex prisionero. A estos prisioneros les sacaban sangre y muestras de orina a la fuerza. Se trataba de una ‘granja humana’ propiedad del Partido Comunista chino.
Para el régimen, el cuerpo de una persona es propiedad del gobierno, sus órganos son un “bien común”, al igual que el bebé que porta una embarazada.
La realidad de los campos de trabajo chinos es aterradora. Las minorías religiosas y los disidentes políticos son encarcelados sin razón a veces durante años. En ese tiempo son torturados y a algunos les llevan a instalaciones quirúrgicas donde les extirpan sus órganos mientras aún están vivos.
“En un año puede haber más de 10.000 órganos en circulación”
Según recoge LifeNews, un informe presentado por el ex político canadiense David Kilgour apunta que los trasplantes de órganos en China se producen 10 veces más que el resto de países. “Creemos que en un año puede haber más de 10.000 órganos en circulación, los cuales más de la mitad han sido extraídos a la fuerza”.
El New York Post ha informado recientemente que en los dos últimos años el grupo perteneciente a la religión ‘Falum Gong’ está siendo el principal objetivo para alimentar al negocio de la venta de órganos.
La Organización de Médicos contra el Tráfico de Órganos (Dafoh) ha condenado las prácticas que se están llevando a cabo en China y asegura que todos ‘los presos de conciencia’ están en peligro de caer en el mercado del tráfico de órganos.
La presidenta de la organización, la doctora australiana Sophia Bryskine, asegura que su organización está trabajando especialmente en China porque, a diferencia de cualquier otro lugar del mundo, “este país asiático es el único que todavía trafica con los órganos de sus presos”.
El régimen de Pekín tiene una ley que permite utilizar a los presos ejecutados como donantes de órganos.
“China es un país corrupto, donde no hay leyes que protejan a los ciudadanos, el Partido Comunista Chino te puede encarcelar sin motivo y tienen una ley que les permite utilizar a los presos ejecutados como donantes de órganos”, afirma Bryskine.
La presidenta de la organización contra el tráfico de órganos ha pedido a la comunidad internacional que actúe ante esta barbarie. “Debemos tener una posición más fuerte con respecto a China, no se puede permitir que en pleno siglo XXI todavía existan granjas humanas”, sentenció.
Sin embargo, la extracción de órganos en personas vivas también se está empezando a dar en países occidentales. Actuall informaba como en Holanda han propuesto que los médicos puedan extraer los órganos de pacientes vivos que hayan solicitado la eutanasia, legal en países como Bélgica y Holanda, a fin de asegurar los trasplantes.
Y esta también es otra realidad de China, las mujeres y los bebés son otro de los principales objetivos. Según la ONG “Derechos de la mujer sin fronteras”, dedicada a acabar con el aborto forzado, las mujeres embarazadas corren peligro de ser obligadas a abortar.
Si una mujer se niega a abortar, será encarcelada y obligada a abortar incluso hasta el noveno mes de embarazo “Para el gobierno, los bebés son suyos incluso antes de que nazcan y depende del Partido Comunista si una mujer tiene un bebé o lo aborta, sin que ellas puedan decir nada”, asegura su presidenta Reggie Littlejohn.
Si una mujer se niega a abortar puede ser encarcelada y obligada a abortar incluso durante el noveno mes de embarazo. Su familia, reputación y en general su vida estará amenazada.
“En los países democráticos tenemos los derechos inalienables dados por Dios que el gobierno no puede quitar”, dijo Littlejohn. Sin embargo, en China, -añade- el Partido Comunista considera que tiene la habilidad de otorgar o prohibir derechos según les plazca. Las personas no tienen derecho a menos que el gobierno se los dé”.
Del tráfico de órganos de bebés bien sabe el gigante abortista Planned Parenthood. A través de los vídeos de cámara oculta del Centro de Progreso Médico, los propios médicos confesaban que traficaban con órganos de bebés abortados.
Actuall publicaba la conversación de Jennifer Russo, directora médica de Planned Parenthood en Orange County (California), cuando ofrecía cerebros intactos de bebés abortados.
La diferencia es que Estados Unidos es un régimen democrático basado en el Estado de Derecho. Al menos en teoría…

Esta noticia nos recuerda la novela del escritor inglés Kazuo Isghiguro, “Nunca me abandones”. Escrita en el 2005,  transcurre en un internado modelo, ubicado en la campiña inglesa, cuyos habitantes, niños y jóvenes, son clones de otras personas y han sido engendrados –artificialmente- con el único objetivo de servir como “dadores” de órganos para trasplantes en el futuro.  A juzgar por la noticia de más arriba, la realidad termina por superar la ficción.
Pero lo que sucede hoy en China sucede también en Occidente: en Holanda se está promoviendo un proyecto de ley que permita extender la eutanasia no ya a los enfermos terminales, sino a los que están meramente cansados de la vida.
En cuanto a la referencia a la Planned Parenthood, se trata de la IPPF (International Planned Parenthood Federation): una institución “benéfica” que cuenta con el apoyo del estado norteamericano y de las Naciones Unidas, cuyo objetivo es, fundamentalmente, difundir los beneficios del aborto por todo el mundo, en especial en los países pobres del llamado tercer mundo. Para ello recurre, cuando es preciso, a entregar ciertas “compensaciones” a legisladores y políticos, comunicadores sociales, grupos de presión social, etc. para comprar su apoyo a favor del reconocimiento legal del aborto y la difusión de los medios contraceptivos. Cuenta con numerosas clínicas de “ayuda” a la mujer en las que practican abortos. La referencia a esta institución aquí, es mucho más concreta (e inquietante): hace poco un grupo realizó una investigación y demostró que la IPPF está comprometida no con la salud de la mujer y la defensa de lo que ellos llaman los derechos reproductivos, sino con el negocio de órganos y tejidos frescos de los fetos abortados, por los cuales el mercado paga jugosos dividendos (éste es el vínculo: http://www.actuall.com/vida/los-precios-de-planned-parenthood-350-dolares-por-medio-higado-750-por-un-cerebro/) . Por cierto, la IPPF ha hecho sustanciales aportes a la campaña de Hillary Clinton, en quien siempre han encontrado una ardiente defensora.

Dejando de lado los ejemplos, veamos la vertiente filosófica de la actual situación. Para ello veremos los siguientes  textos filosóficos:
Textos:
Me temo que no podremos librarnos de Dios, pues aún creemos en la gramática” F. Nietzsche, “El crepúsculo de los ídolos”
“No debemos imaginar que el mundo nos muestra una faz legible que tan sólo hemos de descifrar. El mundo no es cómplice de nuestro conocimiento; no hay una providencia pre discursiva que lo disponga a nuestro favor. Es preciso concebir el discurso como una violencia que hacemos las cosas, en todo caso como una práctica donde los fenómenos del discurso hallan su principio de regularidad”. Michel Foucault, “El orden del discurso”.
 “La cuestión de la pura verdad del cristianismo –ya sea en relación a la existencia su Dios, o bien a la historicidad de su mito originario (…)- es una asunto simplemente secundario mientras no se acometa el valor de la moral cristiana (…) Para el problema de la verdad los creyentes están inmunizados, y al fin y al cabo pueden servirse de la lógica de los incrédulos para crearse un derecho a afirmar ciertas cosas como irrefutables, o sea, más allá de toda posibilidad de discusión. (Este ardid se llama hoy “criticismo kantiano”)”. F. Nietzsche.
“Como ilustrados y librepensadores del siglo XIX, nos alumbramos con la llama de la fe cristina, que también era la fe de Platón, según la cual Dios es la verdad, y la verdad es divina.” F. Nietzsche
Una búsqueda de la verdad sólo podría darse si hubiese algo así como una justificación última, es decir, no una justificación frente a un auditorio finito de oyentes humanos, sino una justificación ante Dios”. Richard Rorty.
 “Realmente, nunca damos una paso más allá de nosotros mismos”. David Hume.
“El intento de unir lo público y lo privado subyace tanto al intento platónico de responder a la pregunta “¿porqué va en interés de uno ser justo?”, como a la tesis cristina según la cual se logra la perfecta realización de sí mismo a través del servicio de los demás. Estos intentos metafísicos o teológicos de ligar con un sentido de comunidad un esfuerzo dirigido a la perfección exigen el reconocimiento a la perfección exigen el reconocimiento de una naturaleza humana común. Nos piden que creamos que lo más importante para cada uno de nosotros es lo que tenemos en común con los demás; que las fuentes de la realización privada y las de la solidaridad humana son las mismas…No obstante, desde Hegel los pensadores historicistas han intentado ir más allá de esa conocida restricción .Han negado que exista una cosa tal como “la naturaleza humana”, o “el nivel más profundo del yo”…Este giro historicista nos ha ayudado a librarnos, gradual pero firmemente, de la teología y de la metafísica…Nos ha ayudado a reemplazar la Verdad por la Libertad como meta del pensamiento y del progreso social”. Richard Rorty, “Contingencia, ironía y solidaridad.”

¿Qué relación puede existir entre la gramática y la existencia de Dios? La existencia de la gramática es el testimonio de que nuestro pensamiento y su expresión siguen un orden lógico. Es el testimonio de que las cosas tienen sentido y un “logos” o razón asequible a la inteligencia del hombre. Para terminar de entender esta cuestión hay que recordar que, por el contrario,  el nominalismo y el voluntarismo asociado a aquél, tienen las siguientes implicancias: por el lado del voluntarismo (divino) la realidad deja de tener un logos intrínseco que la vuelva cognoscible (e incluso previsible). La realidad carece de una lógica intrínseca, por ser fruto de un Dios para el que hasta el mismo absurdo es posible.  Luego de Occam, en la Modernidad esta conclusión también la propone Descartes: “(Dios) fue tan libre para hacer que no fuese verdadero que todas las líneas que parten del centro de la circunferencia fuesen iguales, como para crear el mundo”. Fue tan libre como para “hacer que dos por cuatro no fuesen ocho”, “para hacer una montaña sin valle”, para que “proposiciones contradictorias puedan darse a la vez”. Todo lo que es, en tanto que ha sido creado por Dios, es el fruto de una voluntad inescrutable. Pero si esto es así, el mundo pierde su rostro legible. Ahora bien, por el lado del nominalismo, se llega a la misma conclusión: si las cosas no tienen una esencia, un modo de ser común a muchos individuos (puesto que en la hipótesis nominalista, recordemos, las esencias universales son una creación de la mente), entonces no cabe descubrir en ellas un logos o sentido. Vemos, de esta manera, como nominalismo y voluntarismo se retroalimentan el uno al otro para llegar al mismo resultado. Las cosas no tienen un rostro legible y podríamos estar viviendo en el absurdo. Pero si esto es así, si las cosas no tienen un “rostro legible”, dejan de ser la vía de acceso al conocimiento de Dios a través de la razón. El siguiente paso de ese recorrido es negar la existencia de Dios (ateísmo). Por el contrario, afirmar o creer en la grámatica, implica que Dios existe.
Ahora bien, desde una perspectiva atea como la de Nietzsche, Foucault y Rorty,  en el caso del hombre ya no se trata de un voluntarismo divino, sino de otro tipo de voluntarismo: un voluntarismo humano. Es la misma voluntad del hombre la que no está sujeta a la verdad, es decir, al reconocimiento de lo que las cosas son y que, por ser de un determinado modo,  (o sea, por tener una naturaleza o esencia) piden ser tratadas de un modo determinado. Desde esta perspectiva,  la voluntad del hombre ya no tiene que plegarse a la verdad (al conocimiento de lo que las cosas son en sí y no para mí). Como dice Rorty, ahora podemos reemplazar la Verdad por la Libertad.
Más aún, ¿por qué deberíamos plegarnos a la verdad, sino ya no hay verdad? ¿Qué sentido tiene hablar de la verdad si resulta que no podemos dar un paso más allá de nosotros mismos, como afirma Hume?. ¿Por qué decía esto Hume? Porque, al filosofar en la senda abierta por Descartes, para quien lo que conocemos no son las cosas, sino nuestras ideas, la conclusión lógica es negar toda posibilidad de tener acceso cognoscitivo a la realidad. Estamos encerrados en el círculo de nuestras propias ideas (recordemos que para Descartes las ideas son signos instrumentales y no signos formales). Estamos frente a un rasgo común a toda la filosofía de la Modernidad: el inmanentismo. Recordemos que este vocablo procede de las palabras latinas in manere, que significan “permanecer dentro de”. Ya lo hemos encontrado a propósito del análisis filosófico del viviente (la inmanencia de la vida). Pero el inmanentismo  es un “ismo” más, un error. Con este término designamos aquella postura que considera que el hombre no es capaz de trascender este mundo para alcanzar a Dios. El inmanentismo clausura al hombre y a la sociedad en este mundo, en la historia. Según él, el hombre se salva a sí mismo, construyendo por las solas fuerzas de su razón, sin ayuda de Dios, una sociedad perfecta integrada por hombres buenos. Esta postura dio origen a las grandes utopías del siglo XX como el comunismo marxista y el capitalismo liberal, para quienes la felicidad se alcanza aplicando a la sociedad  sus recetas, en algunos casos mediante el empleo del terror, y en otros mediante la coerción de los poderes económicos. Esto tiene plena vigencia. El origen de este inmanentismo está en el error de Descartes cuando afirma que “conocemos nuestras ideas” (en lugar de afirmar que en las ideas y a través de ellas conocemos las esencias). También Locke incurre en el mismo error y Hume lo formula con la máxima radicalidad: no podemos dar un paso más allá de nosotros mismos.
La consecuencia de esta “emancipación” de la libertad con respecto a la verdad (voluntarismo) es la siguiente: la libertad se fija sus propias metas y objetivos, no requiere del conocimiento de la verdad; más aún: la verdad significa una limitación a la libertad humana. Hablar de verdades (racionales o de fe) es asumir una postura intolerante. La libertad no reconoce límites.

¿Qué relación hay entre Dios y la verdad?
La cuestión de la pura verdad del cristianismo –ya sea en relación a la existencia su Dios, o bien a la historicidad de su mito originario (…)- es una asunto simplemente secundario mientras no se acometa el valor de la moral cristiana (…)
Esta frase de Nietzsche plantea que la cuestión de la verdad del cristianismo (o sea: ¿existe Dios? ¿Dios se hizo hombre en Jesucristo?) Es una cuestión secundaria, sin importancia. ¿Qué es lo importante, según Nietzsche? Abordar la cuestión de fondo, que es ésta: ¿cuál es el valor de la moral cristiana? Nietzsche sostenía que la moral del cristianismo es una moral del resentimiento, es la moral de los esclavos que enervan la fuerza de los poderosos convenciéndolos de que la humildad y la caridad constituyen valores fundamentales (de ahí que Nietzsche, junto con Marx y Freud,  sea calificado por Paul Ricoeur como uno de los “maestros de la sospecha”). Como no tienen fuerza para vencer a los poderosos, los desarman. Pero el planteo de fondo de Nietzsche lleva a sostener que la cuestión de la verdad ya no interesa, sino que lo importante es si una afirmación resulta útil o no. En otras palabras: no interesa la verdad, sino el éxito o fracaso. El conocimiento es una ilusión, el discurso en sí no tiene validez (esto es, no es verdadero ni falso): “en un pensar que no está comprometido con la verdad, sino con el éxito ya no cabe decir con nitidez en qué habría de consistir el éxito. La claridad ya no puede ser lo importante. Los pensamientos confusos pueden ser más útiles que los claros.” (Spaemann) Esta postura la volvemos a encontrar en el naturalismo de la epistemología evolucionista: en efecto, para el evolucionismo todo –por lo tanto el pensamiento mismo, la filosofía, la religión, etc.etc.- es efecto de estrategias adaptativas. Ya no se puede decir que una afirmación sea verdadera o falsa: eso no tiene importancia ya que lo que se afirma, se lo afirma como resultado de una estrategia adaptativa de la naturaleza que evoluciona en y a través del hombre (por supuesto, cabe volver la tesis contra quien la sostiene: el evolucionismo no es verdadero, sino otra estrategia más que la vida ha desarrollado para sobrevivir).

“Como ilustrados y librepensadores del siglo XIX, nos alumbramos con la llama de la fe cristina, que también era la fe de Platón, según la cual Dios es la verdad, y la verdad es divina.” F. Nietzsche
Una búsqueda de la verdad sólo podría darse si hubiese algo así como una justificación última, es decir, no una justificación frente a un auditorio finito de oyentes humanos, sino una justificación ante Dios.

¿Por qué dice esto Nietzsche? Porque Kant, recordemos, sostenía que solo conocemos los fenómenos, pero no “la cosa en sí” o noumeno (la sustancia). En todo caso, la sustancia o cosa en sí solo es accesible, según Kant, al inellectus archetypus (un intelecto arquetípico), es decir, a la Mente de Dios que ha creado todo según las Ideas Divinas que son los arquetipos o modelos de las cosas. Por eso Nietzsche, y con él, el neopragmatismo de Rorty, afirman que “sólo bajo el supuesto de un intelecto arquetípico tiene sentido hablar de la cosa en sí o de un mundo verdadero” (Spaemann). Señalemos que esta tesis de Kant de un “intelecto arquetípico” no es una ocurrencia del filósofo alemán, sino que es una tesis que se remonta a Platón cuando afirmaba que existen los modelos eternos de las cosas de este mundo. Para la tradición del pensamiento cristiano, en la inteligencia de Dios están los modelos o arquetipos de todas las cosas: son las esencias de todas las creaturas. Esas esencias son los infinitos modos en que Dios puede ser participado. El intelecto arquetípico es en definitiva el intelecto de Dios. Dios sí puede conocer lo que las cosas son en sí, sus esencias, pero el hombre no puede (no puede según Kant, según Nietzsche). Ahora bien, ese supuesto –de que existe un “intelecto arquetípico”- es falso según Nietzsche y Rorty: en efecto, según ellos Dios no existe. Ahora bien, sigue diciendo Nietzsche, los herederos de la Ilustración (entre los cuales se encuentra Kant) ingenuamente continúan hablando de la verdad, pero en ese discurso hay una incoherencia, ya que Dios no existe. Veremos en seguida como Sartre participa de esta visión (sólo que como es ateo, se ve obligado a negar que el hombre tenga una esencia o naturaleza). Ayuda a entender la frase de Nietzsche que estamos comentando, si recordemos la enseñanza de Platón que está expresada en su famosa alegoría de la caverna: los hombres encadenados que contemplan las figuras que se proyectan sobre el fondo de la caverna, al liberarse descubren la verdadera fuente de la luz: la idea de Bien. La idea de Bien está simbolizada por el sol, el cual hace visibles las cosas, nos permite conocerlas. Consiguientemente, para Platón, la razón de que podamos conocer verdaderamente las cosas, es decir, la razón por la que podemos alcanzar la verdad sobre las cosas, está en la idea de Bien que las ilumina. Más aún: si bien cuando hablamos de la verdad en lo primero en que pensamos es en la verdad como una propiedad del conocimiento (nuestros juicios son verdaderos o falsos según se adecuen o no a la realidad: la verdad en el ámbito del conocimiento se la define como la ”adecuación del intelecto a la cosa”), lo cierto es que para la tradición del pensamiento clásico y medieval, la verdad también –o más bien, antes- es una propiedad que poseen las cosas: la verdad de las cosas (veritas rerum). Así, para  Santo Tomás las cosas son verdaderas. ¿En qué sentido? En el mismo sentido que le atribuimos a la frase “esto es verdadero oro”. Con esa frase u otras parecidas,  queremos decir que esa pieza que vemos, es un genuino fragmento de oro, y no una apariencia de oro. Por el contrario, si se demostrase que no es oro sino metal dorado, decimos que “no es verdadero oro”. Pero igualmente será otro metal, cualquiera que fuere, y como tal, también verdadero (verdadero oropel, por ejemplo).Pero estas reflexiones, nos llevan inevitablemente a tener que reconocer dos cosas: 1º que la verdad de las cosas, el que sean verdaderas, es lo que fundamenta que nuestros juicios sean verdaderos (cuando lo son). Nuestros juicios en cuanto a su verdad o falsedad se deben ajustar a la verdad de las cosas; 2º que todas las cosas son verdaderas, son consistentes, no son engañosas. Y el fundamento último de esta “verdad de las cosas” es precisamente que han sido pensadas antes de su creación por la mente divina y luego creadas. Pero las cosas creadas son fieles al diseño que hizo de ellas Dios (el “intelecto arquetípico”) para crearlas.


El relativismo como consecuencia del secularismo.Es evidente que toda esta secuencia desemboca en una postura relativista: cualquier afirmación que se haga no es más que una mera opinión puesto que no existe la verdad. Cualquier postura filosófica o visión religiosa responden a un interés no explícito por afirmar la propia voluntad, o bien la voluntad de una clase social. Todo responde a un interés por afirmar la propia voluntad y sus fines.
El relativismo es una postura ética muy común. En ética está bastante clara esta situación. El nominalismo y su asociación con el voluntarismo divino (la teoría del mandato divino y su fundamento) propuestos por Occam, y que también fue asumido por Lutero, Calvino y Descartes, entre otros) lleva directamente al relativismo: 1º si no hay nada universal, tampoco hay “universales morales” del tipo: “el adulterio siempre es malo siempre”, o “robar siempre es malo”. No se pueden definir absolutos morales a partir de naturaleza del hombre (que, por esencia inmutable). Para Occam, los preceptos morales dependen  de una voluntad divina exclusivamente. El mandato de Dios es lo único que hace que un acto sea moralmente bueno. Nosotros decimos que es la ley natural, que está fundada en la naturaleza del hombre mismo, y que ha sido creada por Dios. Un acto es bueno o malo según su relación con la ley natural: la ley natural es la causa inmediata, el fundamento inmediato. Pero Dios –la ley divina -  es la causa última, el último fundamento, ya que es Dios el creador de esa naturaleza humana. En la modernidad, los nominalistas religiosos como Lutero, para salvaguardar la religión de toda contaminación racionalista, eliminan la ley natural y los nominalistas no religiosos o puramente filosóficos minimizan la religión, eliminando la ley divina.
Este planteo entre la relación de la bondad de los actos morales, o mandatos morales, estaba ya planteado por Sócrates o Platón en el Eutifrón. Solo que en ese diálogo Platón se preguntaba a través de Sócrates por el fundamento de los actos piadosos: ¿algo es piadoso porque lo quieren los dioses o los dioses lo quieren porque es piadoso? Si algo es piadoso porque lo quieren los dioses, los mandatos se vuelven contradictorios porque los dioses griegos se contradicen. Pero esta misma cuestión queda planteada para nosotros en forma distinta, ya que hay un solo Dios: ¿qué relación hay entre que Dios quiera un acto y la bondad intrínseca de ese acto? Si la ley de Dios, es decir, la voluntad legisladora de Dios, es la causa de que un acto sea bueno o malo, Dios termina apareciendo como un ser irracional y arbitrario y además, la moral humana (la ley natural) termina siendo el resultado de un mandato divino cuyo sentido se nos escapa: no hay una racionalidad accesible al hombre. Pero, a la vez, por otro lado  si pensamos que la naturaleza del acto es lo que determina su bondad o maldad,  el resultado es que entonces Dios se vería limitado, porque estaríamos poniendo algo por encima de Dios, ya que la naturaleza del acto hace que Dios lo quiera. La respuesta a este dilema, la respuesta correcta, es la siguiente: la voluntad de Dios es racional, no arbitraria, porque El es bueno y El quiere siempre lo bueno para nosotros. Es decir que la bondad o maldad depende a) de la naturaleza de  Dios (que siempre es bueno) y de la voluntad de Dios (que siendo bueno, quiere lo bueno para nosotros) y b) de la naturaleza del acto. El fundamento inmediato de la bondad o maldad de los actos morales está en la naturaleza humana (ley natural) y el fundamento último y radical, está en Dios.
El relativismo surge a partir del empirismo (el cual, a su vez, constituyó una reacción al error opuesto que era el racionalismo). Este empirismo lleva a la teoría emotivista de los valores, según la cual decir que “matar es malo” no es hacer una afirmación sobre la realidad, sino sobre nuestros sentimientos (“me repugna matar”), los cuales son subjetivos. Es por ello que no hay nada bueno o malo. En esta postura hay que reconocer también a Hume como su antecedente. Pero lo siguieron el positivismo lógico (Ayer, Quine) y sobre todo la filosofía analítica que distingue entre hechos y valores (de ahí esas frasecitas tan comunes: “no me impongas tus valores” o “no hay que hacer juicios de valor”). Los valores son subjetivos y personales, nadie puede juzgar calidad moral de los actos  por sus valores, los valores son privados. Y si a los valores se les llega a reconocer alguna dimensión pública, ello se debe al consenso, o sea por la fuerza de la mayoría que se impone a los demás y transforma “sus valores” en leyes e instituciones. Ya no se habla de bienes y de virtudes: se habla de valores. Para quienes se oponen al relativismo moral –como el realismo., la realidad incluye también los bienes morales, los valores son objetivos.
Por ello, si la moral es objetiva en lugar de subjetiva, si la moral (los absolutos morales y sus mandatos) proviene de la naturaleza humana universal (“universal” porque es la misma para todo hombre), en lugar de provenir de las voluntades de algunos individuos, entonces, no se juzga a los demás y no se les impone nada que sea extrínseco a ellos y por lo tanto represor. No solo no es represor un mandato que proviene de la naturaleza humana, sino que, por el contrario, el que es represor y dictatorial es, precisamente, el relativismo,  por carecer de un fundamento real, arraigado en la naturaleza humana. “No me impongas tus valores porque son relativos” dice el relativista, pero crea una sociedad para la cual todo proviene del hombre sin ningún fundamento en la ley natural y en Dios; inevitablemente, con el relativismo todo mandato moral termina siendo impuesto por la sociedad. Pero los relativistas se llaman a sí mismos “liberales”, tan liberales que autorizan a matar a los no nacidos, en nombre de la libertad, porque se trata de una libertad que no quiere sujetarse a nada que no provenga de sus propios deseos, a nada objetivo. Se trata la libertad que proclama el relativismo de una libertad que no reconoce la verdad, sino que busca satisfacer sus deseos, ya que su voluntad emancipada es la ley.
Es sintomático que en la modernidad el concepto de “tolerancia” haya sufrido un giro semántico característico. Para los grandes maestros del pensamiento occidental, la tolerancia suponía la convicción de que hay conductas que en sí mismas son malas, pero que, por razones de prudencia (me refiero a la prudencia política) deben ser toleradas, pero esa “tolerancia” no implicaba rebajarlas en su maldad, sino todo lo contrario. La razón por las que se las podía o debía tolerar, era sencillamente una razón de oportunidad: para que, en virtud de determinadas circunstancias,  su represión no produjera males mayores. Caso contrario, de reprimirse una conducta, esa represión se transformaba en un camino seguro para que otros males mayores se produjeran (como dice el dicho, “peor es el remedio que la enfermedad”). La tolerancia en sentido moderno, supone que no hay verdad y que todo valor moral es relativo. Por ello, quien se presenta en sociedad armado de determinadas convicciones religiosas o morales, es un intolerante y se encuentra bajo sospecha de los bien-pensantes. Es, en definitiva, un fanático.

Me temo que no podremos librarnos de Dios, pues aún creemos en la gramática” F. Nietzsche, “El crepúsculo de los ídolos”

Esta frase se vuelve mucho más clara cuando es retomada contemporáneamente por una corriente filosófica conocida como el “deconstruccionismo” (J. Derrida). Los deconstruccionistas niegan la esencia del lenguaje, que es, precisamente, su intencionalidad, su capacidad de remitirnos a la realidad. Pero para los deconstruccionistas, las palabras no remiten a la realidad, ya que no hay cosas en sí mismas fuera del lenguaje: nada hay más allá de los textos. Se trata de un error: puesto que el lenguaje debe remitirse siempre a la realidad (sino no sería un instrumento eficaz para comunicarnos); el lenguaje se debe plegarse a la realidad.  La gramática se articula según la realidad, según las cosas. Ahora bien, las cosas han sido creadas por Dios, y por ello podemos decir que son como las huellas de Dios (los efectos de Dios). Pero lo que nos dice Nietzsche es que mientras persista la “creencia” en la gramática, seguiremos reconociendo que el lenguaje se articula según la realidad y, finalmente, que la realidad tiene un sentido que le viene de su autor, Dios.

CONSECUENCIAS DEL SECULARISMO CON RESPECTO AL CONCEPTO DE “NATURALEZA HUMANA”

Veremos también hasta qué punto este secularismo destruye la misma noción de una “naturaleza humana”, ya sea porque la niega (Sartre por ejemplo), ya sea porque la malinterpreta (el espiritualismo exagerado, el naturalismo, Rousseau, el historicismo y el culturalismo)

En primer término veremos a partir del siguiente texto de Sartre, la postura que niega que el hombre tenga una naturaleza o esencia.

"Consideremos un objeto fabricado, por ejemplo un libro o un cortapapel. Este objeto ha sido fabricado por un artesano que se ha inspirado en un concepto; se ha referido al concepto de cortapapel, e igualmente a una técnica de producción previa que forma parte del concepto, y que en el fondo es una receta. Así, el cortapapel es a la vez un objeto que se produce de cierta manera y que, por otra parte, tiene una utilidad definida, y que no se puede suponer un hombre que produjera un cortapapel sin saber para qué va a servir ese objeto. Diríamos entonces que en el caso del cortapapel, la esencia -es decir, el conjunto de recetas y de cualidades que permite producirlo y definirlo- precede a la existencia; y así está determinada la presencia frente a mí, de tal o cual cortapapel, de tal o cual libro. Tenemos aquí, pues, una visión técnica del mundo, en la cual se puede decir que la producción precede a la existencia.
Al concebir  un Dios creador, este Dios se asimila la mayoría de las veces a  un artesano superior; y cualquiera que sea la doctrina que consideremos, trátase de una doctrina como la de Descartes o como la de Leibnitz, admitimos siempre que la voluntad sigue más o menos al entendimiento, por lo menos lo acompaña, y que Dios, cuando crea, sabe con precisión lo que crea. Así el concepto de hombre en el espíritu de Dios, es asimilable al concepto de cortapapel en el espíritu del industrial; y Dios produce al hombre siguiendo técnicas y una concepción, exactamente como el artesano fabrica un cortapapel siguiendo una definición y una técnica. Así el hombre individual realiza cierto concepto que está en el entendimiento divino. En el siglo XVIII, en el ateísmo de los filósofos, la noción de Dios es suprimida, pero no pasa lo mismo con la idea de que la esencia precede a la existencia. Esta idea la encontramos un poco en todas partes: la encontramos en Diderot, en Voltaire y aun en Kant. El hombre es poseedor de una naturaleza humana, que es el concepto humano, se encuentra en todos los hombres, lo que significa que cada hombre es un ejemplo particular de un concepto universal, el hombre; en Kant resulta de esta universalidad que tanto el hombre de los bosques, el hombre de la naturaleza, como el burgués, están sujetos a la misma definición y poseen las mismas cualidades básicas. Así, pues, aquí también la esencia del hombre precede a esa existencia histórica que encontramos en la naturaleza.
El existencialismo ateo que yo represento es más coherente. Declara que si Dios no existe, hay por lo menos un ser en el que la existencia precede a la esencia, un ser que existe antes de poder ser definido por ningún concepto, y que este ser es el hombre o, como dice Heidegger, la realidad humana. ¿Qué significa aquí que la existencia precede a la esencia? Significa que el hombre empieza por existir, se encuentra, surge en el mundo, y que después se define. El hombre, tal como lo concibe el existencialista, si no es definible, es porque empieza por no ser nada. Sólo será después, y será tal como se haya hecho. Así, pues, no hay naturaleza humana, porque no hay Dios para concebirla. El hombre es el único que no sólo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere, y como se concibe después de la existencia, como se quiere después de este impulso hacia la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él se hace. Este es el primer principio del existencialismo." Jean Paul Sartre: "El existencialismo es un humanismo [18] .

Esta postura de Sartre toca temas que, en sentido estricto, exceden nuestro marco: conciernen a la metafísica, por lo tanto a ella deberíamos remitirnos. Como ello no es posible, nos limitaremos a formular una breve crítica a ella.
-Por de pronto, hay que decir que el supuesto de Sartre es acertado: si hay esencias, ello supone una inteligencia creadora (Dios). Pero, seguidamente, se debe agregar que el primer error en que incurre este filósofo radica en dar por sentado que Dios no existe, y de ello  deduce que el hombre carece de esencia o naturaleza. Pero ese supuesto, no es más que un supuesto, o mejor dicho, un prejuicio, puesto que en ningún momento Sartre discute las pruebas de la existencia de Dios, ni menos aún, propone alguna prueba a favor de su (supuesta) inexistencia. Su filosofía arranca de un ateísmo postulatorio, dogmáticamente afirmado.
-Por otra parte, la existencia no puede preceder a la esencia, porque la existencia es existencia de algo, de una realidad que es o tiene una forma de ser, de una realidad que es algo determinado en el nivel de la esencia.  Es absurdo pensar que se pueda dar una existencia sin un algo que la posee.
-Por otra parte,  confunde “el ser sustancialmente determinado” con “el ser individualmente determinado”. Todo hombre, por ser hombre, está determinado en el orden sustancial o esencial: es un hombre (no un roble o un perro). Eso significa ser o estar “sustancialmente determinado”. Pero que alguien posea la esencia o naturaleza de hombre, no implica afirmar que el individuo que la posee  (Juan, Pedro, Ana), esté acabado, realizado definitivamente, sin posibilidades de cambiar y perfeccionarse operativamente, es decir, no implica estar “individualmente determinado”. Cada uno de nosotros, que por ser hombres, estamos “sustancialmente determinados”, pero en la medida en que nacemos y crecemos en un  medio determinado y, sobre todo, en la medida en que hacemos nuestras elecciones vitales –elegimos una profesión, nos casamos, etc. etc.-  nos vamos “determinando individualmente” [19].  Sartre, hace de ambas realidades una sola cosa, y cree que estar o ser sustancialmente  determinado (tener la naturaleza o esencia de hombre) significa estar individualmente determinado. Lo cual le parece muy grave porque sería negar la libertad del hombre.                                                                                                                                                                                                                   
- Por otra parte, incurre en contradicción: sostiene que el hombre no puede ser definido, sin embargo concluye diciendo que el hombre es existencia que precede a su esencia. Por lo tanto, quiéralo o no, está dando una definición de lo que, a sus ojos, es el hombre.
- Finalmente, Sartre propone una visión del hombre en la que no reconoce límites. La libertad humana a sus ojos es un absoluto, a la que nada precede. Llevado al plano ético, esto significa que el hombre puede hacerse a sí mismo lo que él desee: no hay valores éticos a los cuales debería ajustarse su proceder. El hombre es creador absoluto de los valores morales.

El naturalismo y el espiritualismo exagerado. Otros conceptualizan la noción de naturaleza de modo tal que la consideran inaplicable al hombre. Aquí se presentan, en primer término, dos posibles posturas: el naturalismo (a veces también llamado bioligicismo, o fisicismo) y el espiritualismo exagerado. Estas dos posturas una base común: le dan un significado restringido y empobrecido al concepto de naturaleza, de modo tal que lo tornan inaplicable al hombre. En efecto, la naturaleza, para ambas perspectivas, está limitada a lo meramente biológico o físico. La naturaleza es lo biológico o lo físico (indistintamente). Ahora bien, por un lado, resulta que el nivel físico-biológico está regido por leyes necesarias, es el reino de las leyes y procesos que se cumplen inexorablemente (estas leyes son objeto de estudio de las ciencias experimentales), pero, por otro lado, el hombre es un ser libre, por lo tanto, si admitimos que tiene una naturaleza (aquí debemos sobrentender que se trata de una naturaleza puramente físico-biológica), nos vemos obligados a negar la libertad del hombre y, a la inversa, si admitimos que es libre, debemos negar que tenga una naturaleza. La fórmula sería: “si es libre, no tiene naturaleza, si tiene naturaleza no es libre”. De esta manera unos razonan que el hombre no tiene una naturaleza –entendida como lo meramente físico-orgánico- porque en caso contrario se estaría negando su libertad. Para ellos (me refiero al espiritualismo exagerado) "decir que el hombre tiene naturaleza equivaldría a decir que no es libre”[20]. Pero también están aquellos que eligen la otra opción: al darle primacía al modo de saber científico –a las ciencias experimentales- terminan negando el espíritu o, en todo caso, si se avienen a hablar de espíritu, es para hacer de éste un epifenómeno, un fenómeno residual y subordinado a la materia (me refiero al naturalismo).
Estas dos posturas, el espiritualismo exagerado y el naturalismo, son muy interesantes desde el punto de vista de la antropología filosófica, porque nos enfrentan con un grave error de base que nos desvía de un adecuado conocimiento del hombre y, a la vez, nos muestra la estrecha conexión entre la ética y la antropología filosófica: un error conceptual acerca de qué es el hombre, repercute en el modo de entender y desarrollar la ética. En efecto, las posturas recién reseñadas contienen una concepción dualista del hombre, en el caso del espiritualismo exagerado, o una concepción monista, en el caso del naturalismo: por un lado está el cuerpo, que como entidad física y biológica es una realidad distinta del “espíritu” y está al alcance exclusivo de las ciencias experimentales, y, por otro lado, lo específico del hombre, que es estudiado por la filosofía exclusivamente, a saber,  su razón y  su libertad (el “espíritu”). Y así resulta que la información de las ciencias experimentales y de la filosofía que convergen sobre el hombre, es mutuamente incompatible: nada de lo que diga ésta (la filosofía) puede encontrar confirmación ni coincidencia con lo que digan aquellas (las ciencias particulares). No sólo eso, cada una pretende excluir a la otra. Se trata, como observa Spaemann [21] , de una nueva versión de la teoría de la doble verdad; no hay un puente entre lo que las ciencias dicen del hombre y lo que la filosofía dice del hombre. Este error está tanto en el dualismo antropológico (el hombre es su razón, el cuerpo le es ajeno) de Descartes (res cogitans-res extensa), de Kant y de otros filósofos, como en las filosofías materialistas. Pero lo más interesante es el resultado final en el que terminan por desembocar estas dos visiones irreconciliables, ya que cada una pretende avasallar y anular a la otra, reduciéndola a su propia visión. Esto es lo que sucede con el naturalismo y con el espiritualismo exagerado: ellos surgen ante la dificultad de mantener simultáneamente  los dos extremos del dualismo antropológico: o se reduce el espíritu a naturaleza (se “naturaliza” el espíritu) o la naturaleza es absorbida por el espíritu (se espiritualiza la naturaleza).
El naturalismo consiste en un materialismo reduccionista del hombre que niega su especificidad al espíritu humano y hace del espíritu humano un subproducto o derivado de la materia, entendiendo así al hombre como un producto de la naturaleza programado para la supervivencia (...) e integran (sus defensores) funcionalmente todo “el reino del espíritu” en esa interpretación[22]. Este es el caso de aquellos cientificistas, para quienes la verdad es monopolio exclusivo de las ciencias particulares. Se puede observar que es una postura muy extremista, ya que ni siquiera deja lugar a la posibilidad del mundo espiritual del hombre, del mundo de la libertad, que pudiera coexistir con el mundo de la naturaleza,  por lo tanto, también excluye el dualismo antropológico. Concretamente, esta postura sostiene que todo es naturaleza, y por eso se la conoce con el nombre de naturalismo. Pero si todo es naturaleza, no hay lugar a nada anti-natural. Como conclusión final, no tiene sentido –según los que se mantienen en esta postura-  hablar de conductas antinaturales, de perversión, de acciones inmorales. La tormenta que raja el árbol es tan natural como el crecimiento del árbol. Los desvíos de la normalidad estadística son tan naturales como ella misma.[23]. Así describe Spaemann esta postura. Esta postura viene a decir: todo lo que el hombre haga es un proceso meramente natural, como la fotosíntesis, la actividad molecular, el curso de los astros. Un desvío de lo que sucede en la mayor parte de los casos (“el desvío de la normalidad estadística”), como puede ser un comportamiento perverso, no es antinatural: es, siempre, natural, como lo es el rayo que raja el árbol, ya que todo es naturaleza. ¿Qué significa esta frase de Spaemann recién citada: “integrar  funcionalmente todo “el reino del espíritu” en esa interpretación”? Es considerar que las actividades espirituales (la ciencia, la religión, la filosofía, el arte, la moral) no son más que el resultado de la evolución de la naturaleza y que su existencia por lo tanto sólo tiene como finalidad servir funcionalmente al desarrollo (biológico) de la especie humana, a su adaptación, etc. Desde este punto de vista, la verdad del conocimiento, la libertad y el mundo moral son una derivación, un epifenómeno, de la naturaleza. 
El espiritualismo exagerado  se encierra  en una concepción espiritualista extrema del hombre, para la cual el cuerpo no forma parte de la naturaleza humana. Para estos últimos, el hombre no tiene naturaleza o esencia, pero no la tiene, como hemos visto, porque la naturaleza es lo meramente orgánico, y de ningún modo están dispuestos a sacrificar la libertad del hombre, su espíritu. Este espiritualismo soslaya el cuerpo y conduce a que en el plano moral, se lo vea como un enemigo.

ROUSSEAU. La tercera postura que malinterpreta el concepto de naturaleza es el caso de Rousseau. Para este autor lo natural es el estado del hombre antes de vivir en sociedad y recibir el consiguiente influjo de la civilización. Ese hombre primitivo es el “buen salvaje”, un hombre bueno al que la sociedad va luego a corromper. De esta manera,  el “estado de naturaleza”, lo natural, el hombre natural, entendido como lo pre-social y pre-cultural, tiene en el pensamiento de Rousseau un valor normativo (nos provee de un criterio para valorar algo): se trata de un ideal. Como crítica diremos que este autor crea una oposición (falsa) entre cultura y naturaleza. Por supuesto que es un error: no ha existido históricamente ese individuo alejado de la sociedad, ese buen salvaje. Al contrario, el hombre nace siempre en una sociedad –el hombre, como individuo aislado, es absolutamente inviable- y la cultura, lejos de ser un desarrollo artificial, está exigida por la misma naturaleza del hombre (aquí “naturaleza”, está entendida del modo correcto y no en el sentido ruossoniano del término). El alcance de la postura roussoniana queda mejor expuesto si nos planteamos la siguiente pregunta: ¿es el lenguaje (humano) algo natural? Si contestamos que no lo es y basamos nuestra respuesta en el hecho de que no nacemos hablando, o en que no hay una lengua única para toda la humanidad (y por lo tanto, el lenguaje sería una creación artificial), o en que originariamente, en ese hipotético estado pre-social del hombre no existía la necesidad de comunicarnos con los demás, en nuestra respuesta estamos asumiendo las premisas de Rousseau: damos por sentado que lo natural es lo que está dado desde el principio, lo originario. Pero lo cierto, es que el lenguaje –aunque no nacemos hablando y tenemos que aprender a hacerlo- verdaderamente es natural: sin lenguaje, no hay sociedad, y sin sociedad la vida del hombre se vuelve inviable. Más aún, si en el período de la niñez no se aprende un lenguaje, la inteligencia no se desarrollará nunca más. Por lo tanto, aunque el lenguaje no esté dado en el hombre como una dotación genética, originaria, lo cierto es que sin lenguaje la naturaleza humana es inviable.  

El historicismo y el culturalismo. Otras formas de malinterpretar el concepto de naturaleza son el historicismo y el culturalismo, propio éste último de gran parte de la antropología cultural. Se la concibe –a la naturaleza- comoun núcleo abstracto, impersonal y perfectamente definido que existiría dentro del hombre y que no se alteraría para nada ni con el tiempo, ni con las culturas ni con las personas [24].Esta concepción termina por hacer de la naturaleza algo tan rígido que  vuelve a los poseedores de la naturaleza humana –es decir, a los hombres concretos- incapaces de cambiar, inmunes a toda influencia,  seres a quienes la historia y sus vicisitudes no los afectaría en nada. Pero los representantes del historicismo y del culturalismo, observan con una lente de aumento los cambios históricos (el historicismo) y las diferencias culturales (el culturalismo). Y por ello, como resultado final,  les sucede algo similar a  Rousseau: se termina por considerar como términos antitéticos la naturaleza y la cultura, aunque por razones diversas. En el caso de Rousseau, la cultura es algo sobreañadido al hombre, es accidental y, sobre todo, es artificial, por lo que todo lo que provenga de la cultura tiene el valor –negativo- de lo artificioso. Por eso, esta postura va acompañada de una prédica a favor de la “vuelta a la naturaleza”, a los modos simples y primitivos de “lo natural”. Se trata de un error, por más que es bueno “estar en contacto con la Naturaleza” (lo ponemos con mayúscula para significar que con el término “naturaleza” nos estamos refiriendo aquí al conjunto de las cosas materiales no creadas por el hombre: río, montaña, planta, animal), dar un buen paseo por la montaña, salir a navegar, etc., eso no significa que la cultura sea una superestructura artificiosa inventada por los hombres que los apartaría de su propia existencia. Al contrario, por paradójico que suene, no hay nada más natural para el hombre que la cultura. Pero en otros casos, (el historicismo y el culturalismo) la balanza se inclina en contra de la naturaleza y a favor de la cultura, más concretamente, en el caso del historicismo, a favor de la historia [25]. Por ello se conoce a esta corriente con el nombre de historicismo. El historicismo vuelca todo su interés en la libertad. Veamos cómo y  porqué. Entiende –mal- a la naturaleza (humana) como “un núcleo fijo e inmutable, no permeable a los cambios temporales y culturales”. Asumiendo esta premisa como verdadera, concluyen que hablar de una naturaleza humana sería incompatible con la libertad del hombre, puesto quelibertad significa indeterminación, soltura, agilidad, mientras que la naturaleza es monótona, fija, rígida. Por tanto, la afirmación de que el hombre posee una naturaleza es la negación del libre albedrío humano. Todo lo que más cabe, según esto, es sostener que el hombre, en cuanto animal, tiene efectivamente una cierta naturaleza, siempre y cuando se añada, de inmediato que no tiene ninguna en cuanto hombre. El comportamiento natural es un modo de conducirse que repite continuamente su propia monotonía, tal como ocurre en los animales infrahumanos, y en todos los entes naturales. Actuar de un modo natural significaría, pues, en el hombre, una continua reedición de su conducta.[26]. Ahora bien, así nos lo señala el historicismo, los hombres y las sociedades,  cada día se inventan a sí mismos, cada cultura, cada civilización, cada grupo humano, cada individuo, y todo ello gracias a su libertad. Por obra de la libertad, el hombre se modifica continuamente y modifica su entorno socio-cultural, hasta el punto que  no  podemos decir qué es el hombre, cuál es su naturaleza, sino que, con palabras de un filósofo historicista, Dilthey,  “lo que el hombre es, sólo la historia se lo dice”. Como conclusión: el hombre no tiene naturaleza, sino que es historia, es lo que cada momento histórico hace de él, o mejor decir –para no dar lugar a que se interprete que la libertad no juega nada en esta autodeterminación del ser del hombre -, el hombre se va haciendo a sí mismo, de diversas maneras y según el sucederse de la historia. Obviamente, dicho sea de paso, la clave para entender al hombre estaría, según esta visión, no en la filosofía, que mira a lo eterno, ni en la religión, que procede de la Revelación de un Dios eterno, puesto que ambas son productos históricos, sino en las ciencias históricas (las “ciencias del espíritu”, las llaman).
Crítica al historicismo. Seguiremos a MILLAN PUELLES en una crítica que nos parece muy acertada. Este autor critica al historicismo por no distinguir entre ser “un principio fijo de comportamiento” y ser “un principio de comportamiento fijo”. La naturaleza, tal como la definiremos de manera correcta, es un  principio fijo de comportamiento. En efecto, toda naturaleza –la del hombre también por lo tanto- es un principio fijo de comportamiento: es la fuente permanente de la que dimanan acciones, conductas, comportamientos, todas las cuales, aunque sean diversas para  cada naturaleza, se despliegan de conformidad con la esencia o naturaleza de cada ente. Un árbol “hace” muchas cosas, por decirlo así, florece, asimila minerales, realiza la actividad de fotosíntesis, etc., pero todas esas actividades entran dentro de lo esperable de una planta, porque son actividades congruentes con su naturaleza de árbol. Un roble nunca nos va a sorprender recitando un poema, a no ser que pertenezcan al mundo de la literatura, como los árboles que aparecen en el “Señor de los Anillos”, de Tolkien. Lo mismo cabe decir de un animal, aun cuando sus actividades son más variadas y, hasta cierto punto, imprevisibles. Decimos hasta cierto punto: porque el instinto en los animales pauta necesariamente las actividades que desarrolla. En el hombre sucede algo análogo, si bien carece de instintos: por mucho que haga e innove alguien sigue siendo lo que es: hombre y, como tal, poseedor de la misma esencia o naturaleza. Si ella variara, ya no sería hombre. Pero en el caso del hombre, hay una diferencia: la naturaleza es un principio fijo de comportamiento libre: todos los cambios, la variabilidad, la novedad que presenta la vida de los hombres están posibilitados por su libertad. Sus respuestas personales a lo que su naturaleza lo prepara y lo inclina, deben estar moduladas por su libertad. Las respuestas del hombre frente a los instintos, sólo se dan en la medida en que su libertad las vuelve reales. Aclarado esto, si comparamos al hombre con el resto de los seres naturales, vemos con claridad que en los entes distintos del hombre la naturaleza es un principio (fijo) de comportamiento fijo. Pero una vez que hemos dado el debido relieve a la presencia de la libertad en la vida del hombre, no olvidemos de destacar que  “Por muy diversos que entre sí puedan ser los actos de libertad propios del hombre, y por mucho que éste vaya cambiando al ejercerlos, esos actos de libertad son siempre, todos, actos de un ente cuya naturaleza sigue siendo la peculiar de un hombre, de tal suerte, por tanto, que esa libertad es sólo humana, no la absoluta y pura libertad, que pertenece, en exclusiva, a Dios[27]. En cambio, ser “un principio (fijo) de comportamiento fijo” significaría que siempre y constantemente se hace idénticamente lo mismo, como una planta o un animal. 
En cuanto al culturalismo, hay que señalar que reviste gran actualidad. Su “presencia” la podemos advertir, por ejemplo, en lo que se conoce hoy como   “ideología de género”, que argumenta en favor de la imposición de dicha ideología en la sociedad, desde una postura culturalista. Para dicha ideología, el sexo de las personas es, esencialmente, una cuestión meramente social: es la sociedad la que discierne y asigna determinados roles a cada sexo. El sexo es una “construcción social”. Incluso, para referirse al sexo en tanto que resultado de la imposición que lleva a cabo la sociedad en cada individuo,  reemplazan la palabra “sexo” por “género”,  palabra que ha pasado a estar de moda y muchos la usan porque creen que queda mejor (es más elegante, está de moda), ignorando que ese escamoteo de términos no es para nada inocente.  En efecto, la ideología de género, no le reconoce a la sexualidad humana ninguna relevancia para la persona: el sexo, exceptuada su conformación morfológica, no desempeña de suyo ningún papel determinante. Es neutro, no contiene ninguna orientación definida en orden a buscar en “el otro” de sexo opuesto la complementariedad biológica, psíquica y espiritual que desde que el ser humano habita en la tierra, todas las culturas sin excepción le han reconocido. El “sexo” no es más que el conjunto de esas diferencias genitales que se ofrecen a la mirada. Lo determinante, lo fundamental, es el papel  que la sociedad le otorgará a medida que se desarrolle el individuo. Y si no es la sociedad, lo determinante es la mirada que el individuo tiene de sí mismo, al auto-experimentarse como ejerciendo un “género” u otro. De ahí esas frases “me siento una mujer encerrada en un cuerpo de hombre” o a la inversa. Ciertamente, la realidad no juega ningún papel: sólo es un obstáculo para la subjetividad y la libertad del individuo (recordemos: la libertad está por encima de la verdad)


¿Qué entendemos por naturaleza y por naturaleza humana?

¿Qué entendemos, verdaderamente, por naturaleza cuando hablamos de la naturaleza humana? Este término tiene varios significados. Hagamos un breve examen de los dos principales:
1. El primer significado que vamos a ver es el de la Naturaleza con mayúscula: es el conjunto de las cosas materiales no creadas por el hombre, anteriores a su intervención: río, montaña, planta, animal. Constituye “el ámbito primordial de nuestra vida”, dice MILLAN PUELLES[28]. Incluso el hombre mismo pertenece a la Naturaleza. Y por ese motivo,  hemos visto anteriormente que la Antropología Filosófica forma parte de la Filosofía de la Naturaleza. Mediante el desarrollo de la técnica el hombre va humanizando la Naturaleza. Desde el punto de vista de la religión cristiana, al proceder de este modo, el hombre da cumplimiento al mandato divino conferido a Adán y Eva de “cuidar” o cultivar la tierra. Mediante el mundo de la cultura (y la técnica es un aspecto de la cultura), completamos la Creación y así damos mayor gloria a Dios. Por lo cual, a la vez, hay que reconocer que la Naturaleza está intrínsecamente ordenada por disposición divina a servir al hombre y, desde esa misma perspectiva, a ser modificada por la técnica. Así, la técnica, normalmente, no debería violentar la Naturaleza, aunque de hecho así ha sucedido en estos últimos siglos[29].
2. Desarrollaremos ahora el significado que nos concierne, el que consideramos verdadero. Es una verdad común a todos los filósofos de inspiración aristotélica y aristotélica-tomista, también llamado “realismo tomista” o simplemente “realismo”. Daremos tres definiciones, que en realidad sólo varían en la expresión (en las palabras usadas), pero que coinciden en el concepto.

2.1.: Aristóteles, en Metafísica, libro V, cap.4, da dos definiciones de naturaleza o fisis (en griego), las cuales son complementarias. Así, dice: “naturaleza es el principio inmanente del movimiento de los entes naturales” y, apenas más adelante, vuelve a decir que “naturaleza es la sustancia o esencia de los entes naturales”. La segunda definición nos está señalando que la naturaleza da la identidad específica de algo, por ella algo –un ente natural- queda determinado a ser de un modo preciso, hace que sea lo que es. La primera hace referencia a la dinamicidad de la esencia: en ella está implicado a) que la naturaleza no es una realidad estática, sino que de ella  brotan actividades, dinamismos y b), que los dinamismos surgen desde la naturaleza misma, no de una fuente externa. Esto explica que el concepto de naturaleza y su correspondiente adjetivo –natural- se contrapongan y definen habitualmente con respecto a estos dos pares de conceptos: lo violento y lo artificial. Violento es todo aquello que fuerza y coarta el desarrollo y la actividad de una naturaleza (“violento es para el árbol que el leñador lo tale”). Desde este punto de vista, todo lo natural es a la vez espontáneo (por eso, podemos decir de una persona que “sus gestos no son naturales, porque les falta espontaneidad”). Artificial es todo aquello que procede del artificio humano, es decir, que su principio no está en la naturaleza o fisis, sino en el ingenio del hombre (por eso podemos decir que “un brazo ortopédico no es natural”: brazos así no crecen en la naturaleza, sino que los fabrica el hombre). De ahí también que, con toda facilidad, se haya producido el deslizamiento desde lo artificial a lo artificioso. Artificiosos son aquellos hombres cuya personalidad da la impresión de ser el resultado de una cuidada y reflexiva elaboración, que se dirige a producir una determinada impresión en los demás (“Fulanito nunca es él mismo”). Y por lo tanto, ¡terminamos diciendo de ellos que “no son espontáneos”!. En estos ejemplos queda de relieve la observación de Spaemann: la naturaleza es un concepto que tiene una doble valencia. Según una de ellas, la naturaleza tiene un valor de origen (hace referencia al origen de algo); según la otra, la naturaleza tiene un valor normativo (permite juzgar algo como adecuado o inadecuado). Cuando decimos que “estar desnudo es natural al hombre porque nacemos desnudos”, el valor del concepto de naturaleza que está supuesto es el primero: el valor de origen. Cuando calificamos a una conducta de perversa, el valor del concepto de naturaleza en este caso es el valor normativo.
2.2. Millán Puelles (Léxico filosófico) define así a naturaleza: “es el principio intrínseco, radical del modo de ser activo y del modo de ser pasivo de cada ente”. Cuando se la analiza se advierte que la diferencia con la de Aristóteles radica en los matices. También para Millán Puelles, la naturaleza es principio o causa de actividad; es un principio inmanente o intrínseco –no proviene de afuera-, pero pone de relieve que es radical, es decir, profundo (del latín “radix”, raíz) y no adquirido accidentalmente. Lo que nos parece que gana en claridad es la aproximación que hace entre esencia (modo de ser) y la actividad, ya que salva cualquier distancia que tendemos a poner entre la esencia y la actividad. Millán Puelles está enfatizando que la actividad es ya la misma esencia, porque por un lado, la actividad de que se trata es específica (propia para cada tipo de ente) y por lo otro, la actividad es la misma esencia en su manifestación ante los demás entes. Con ello lo que evita es que establezcamos sin darnos cuenta un hiato entre la esencia y los dinamismos, como si pudiera existir una esencia “que no haga nada”, por decirlo así. La esencia, por sí misma (“eo ipso”) es activa (ver 2.3.). Finalmente, Millán Puelles destaca que el comportamiento pasivo de todos los entes naturales es un efecto de su naturaleza (así es: la madera, en tanto sometida al fuego, se comporta sufriendo su acción de muy otra manera a como lo hacen el hierro o la carne). Esas reacciones no son casuales: son la respuesta pasiva de sus respectivas naturalezas.
Cada ente es activo de acuerdo con la manera en que su naturaleza se lo permite y, a la vez, se comporta pasiva o receptivamente con respecto a los cambios que pueda sufrir, de la manera en que su naturaleza se lo permite (por ejemplo, un metal no recibe y conserva el calor como lo puede hacer una planta). En el caso del hombre sucede lo mismo. Su naturaleza es un principio intrínseco, radical y esencial que lo capacita para actuar como actúa (y a sufrir la acción de los demás entes como lo hace).
2.3. Esta última definición, que coincide totalmente con las anteriores, dice que la naturaleza de un ser es su misma esencia, solo que enfocada como la fuente de la que dimana su actividad: “la naturaleza de un ente es su esencia en tanto que fuente de operaciones”. Todos los entes o seres naturales (creados por Dios) tienen un modo de ser y un modo de actuar que les es propio, característico de cada uno. Modo de obrar y modo de ser están intrínsecamente conectados: a un modo de ser le corresponde un modo de obrar. Y eso es lo que significa el filosofema “el modo de obrar sigue al modo de ser”. A ese modo de ser, precisamente, lo llamamos esencia, pero, en cuanto que ella es la fuente originaria del modo de actuar,  preferimos llamarlo “naturaleza”.
Consecuencias del secularismo

a) con respecto a la naturaleza misma (la Creación) Cualquier creyente de cultura media cree y sabe que Dios ha entregado  el mundo al cuidado del hombre (Génesis, cap. 2, 15); pero no se lo ha dado para que lo deprede. Cuidarlo es cultivarlo (esa es la obra de la cultura). La cultura como tarea tiene como fin más inmediato perfeccionar la naturaleza, es decir, completarla. Así como el jardinero con su trabajo sobre el  terreno baldío lo recrea en jardín florido y le hace dar de sí los mejores frutos, igualmente debe hacer el hombre  con la creación. Cuando procede de esa manera, lo quiera o no, "hace" que el mundo glorifique a Dios (gloria material): con su trabajo hace que resplandezca con mayor vigor y nitidez la bondad de Dios, la belleza de Dios, la sabiduría de Dios, etc. La cultura como tarea devuelve al mundo su valor y sentido prístinos, tal como  fue pensado en el plan originario de Dios (antes del pecado original).Por eso también para un cristiano, todavía más que para los paganos, la contemplación (poética, estética, filosófica) siempre tiene la primacía: la naturaleza debe ser (re) convertida en espacio de adoración (no de adoración a ella, sino a Dios: esa es la gloria formal). Se puede decir que el Génesis es el primer manifiesto ecológico Pero la Modernidad dejó de ver al mundo como Creación: como obra de Dios. El itinerario lógico (aunque no necesariamente histórico) es reconstruible de esta manera: primero se niega que Dios intervenga en la historia (deísmo), luego que se lo pueda conocer (agnosticismo) y al fin se termina por negarlo (ateísmo). Entonces, la creación deja ya de ser signo y símbolo del Creador (a la idea de "símbolo" le está asociada a través de su etimología, la idea de "arrojar" -por el verbo griego ballein-: la dimensión simbólica de la creación nos remite ("arroja") a Dios).Por eso el arte moderno se empecina en retratar lo feo, lo ordinario, lo asqueroso, lo inmundo, lo que degrada: quiere evitar a toda costa que el hombre contemporáneo tenga atisbos de la divinidad que fulgura en toda belleza finita.
Y  este es el segundo acto del drama. Despojada la Creación de toda capacidad de vincularnos a Dios (religión: religio, re-ligare: “volver a ligar”) ¿qué termina siendo? Habiendo perdido a Dios, el hombre moderno pierde conciencia del límite, incurre en el pecado de desmesura (hybris): él es el verdadero creador, forjador de sí mismo, al que nada le precede (el hombre prometeico) y al  que ningún término final (destino) lo puede coartar. Esa es la fórmula del progresismo (el ideal del progreso, acuñado por la Ilustración): libertad ilimitada al servicio de un futuro que no tolera límites materiales. Ahí finca la razón por la que la naturaleza es vista en la Modernidad como puro material pasivo: sólo es materia prima que no tiene una esencia (si la tuviera, ello supone que Alguien -que no existe- la pensó "antes" de crearla) ni tiene un dinamismo propio (no hay causas finales en la naturaleza, porque no hay Inteligencia ordenadora). Se puede hacer de ella lo que se quiera (recordar la frase de Hobbes: "conocer algo es saber qué puedo hacer con eso"; o también  recordar la ideología de género, la manipulación genética, los ataques a la familia y tantas y tantas cosas más)

Es simple: “sin Dios todo está permitido”: el problema ecológico está en el abandono de Dios. Ese es marco general teológico-filosófico del verdadero problema: en la cultura moderna la relación del hombre con la naturaleza está viciada, por el eclipse de Dios en la cultura.
Pero, si hay un grave problema ecológico hay que delimitar más cuál ese problema. Ante todo los progresistas lo ponen en otro lado muy distinto a donde lo podría poner un católico. Más aún: ellos lo profundizan y lo exacerban. Porque para ellos uno de los problemas es el crecimiento de la población. El problema ecológico pasa por tres ejes:
         el crecimiento desmesurado de las economías (que perdieron la escala humana y el sentido de su fin natural),
          el desarrollo de una tecnología invasiva (que se ha vuelto un fin en sí mismo y es instrumento de manipulación de la persona) y
        la desvirtuación de los vínculos naturales del hombre (su adecuada relación con la naturaleza física y, sobre todo, las amenazas al hábit natural del hombre: la familia).


Tanto para quienes como Sartre piensan que no hay una naturaleza humana, como para aquellos que sostienen que la naturaleza es lo biológico, no encuentran en ella un criterio para determinar lo bueno y lo malo. Pero también sucede lo mismo desde el espiritualismo exagerado, por cuanto éste ve a la libertad humana como auto-fundada, es decir, como una libertad que se da a sí misma sus fines y es creadora de los valores (en esto coincide con Sartre). La libertad, según esta postura, no admite más limitaciones que las que a sí misma se pueda dar. Por ello, la libertad pasa a estar por encima de la verdad, la cual es vista como una limitación. Se trata de una postura voluntarista: la voluntad humana está por encima de la razón humana. Este voluntarismo rechaza que Dios, o la misma naturaleza humana, le puedan fijar límites. Es una libertad auto-fundada, porque nada le debe a Dios, ni a una norma externa al individuo ni  a la sociedad: es una conquista que la libertad logra por sí misma. Es una libertad que no tiene límites.
Ahora bien, estas posturas que privan al hombre de un norte y de un sentido último de la existencia, constituyen un grave error antropológico y ético.
En efecto, como señala Robert Spaemann [30], el naturalismo viene a sostener que todo lo que el hombre hace es natural, por lo que ninguna conducta es en sí buena o mala. A lo sumo, se tratará de una mera desviación estadística. En este caso, entonces, la naturaleza (humana) no es fundamento de ninguna norma moral. Por su parte, el historicismo, el relativismo cultural y el espiritualismo exagerado, tampoco encuentran razones para entender la naturaleza humana como fuente de orientación moral.
¿Qué decir sobre este problema?¿Sobre qué criterio o criterios debe estar fundada la ética?
1º Esta misma cuestión fue planteada hace 2.500 años por los griegos. Ellos se asombraron de las costumbres de otros pueblos, por ejemplo de los escitas. Asombro es decir poco: sencillamente les resultaban chocantes algunas de esas costumbres. Por eso se plantearon si no habría un criterio que permitiera discernir las malas costumbres de las buenas y así enseñar a seguir las buenas. Ese fue el origen de la ética, entendida como una reflexión sobre los criterios a los que se deben ajustar las buenas costumbres. Esta experiencia histórica significa que el relativismo ético-cultural, lejos de ser la sepultura de toda ética universal, fue la explicación del desarrollo de una ética con pretensiones de universalidad, una ética que no se asusta del desafío de las relatividades histórico-culturales.

La respuesta a la pregunta de si existe un criterio universal para evaluar las buenas y malas acciones, la hallaron los grandes filósofos griegos (Sócrates, Platón, Aristóteles, los estoicos) en una palabra cuyo sentido se nos ha vuelto casi extraño: la naturaleza, o sea la fisis.



2º Pero, ya lo hemos visto,  “naturaleza” o fisis no entendida como lo biológico (puesto que el hombre no es mera biología, aunque pertenece al mundo de las realidades materiales y, dentro de la Naturaleza, al reino de los seres vivos), ni tampoco como todo aquello que se opone a la cultura (puesto que la naturaleza que es el hombre sólo es viable en y por la cultura).
3º Naturaleza entendida, simultáneamente, como aquello que nos da una identidad específica –el pertenecer a la especie humana- y a la vez nos orienta o inclina hacia la búsqueda de aquellos bienes o realidades sin los cuales esa misma naturaleza se malograría. Es decir que en cada naturaleza hay una teleología y en el hombre, por tanto, también la hay: es ese conjunto de inclinaciones connaturales.  Es lo que se llama la ley natural. Así, por ejemplo, la dimensión social de los hombres se nos manifiesta como una inclinación o propensión a desarrollar conductas gregarias, a vivir en sociedad, puesto que el hombre no sobrevive sino es en sociedad.
4º Esa naturaleza está orientada teleológicamente: tiene unos fines naturales a cuyo logro está dirigida. Esas orientaciones son básicas y su desconocimiento es causa de que el hombre se malogre.
5º Pero lo importante en el caso del hombre es que esas tendencias u orientaciones deben ser interpretadas por él mismo: alcanzan su sentido y función en la medida en que el hombre las guía, las refuerza, las orienta. O bien, no se alcanza ese sentido y esa función, y así se malogra lo humano en el hombre.

“Alguien bebe libremente de una vaso. La limonada estaba envenenada. Se puede preguntar: ¿hizo lo que quería? Manifiestamente no, pues no quería envenenarse. Podemos pensar todavía en otro caso: alguien sabe que una bebida está envenenada. Sin embargo, tiene una sed terrible y bebe finalmente el líquido sin consideración al veneno. ¿Hizo lo que quería? Sin duda satisfizo inmediatamente su tendencia, sació su sed. Pero la función objetiva de la sed es la conservación de la vida. Donde la bebida sirve a la destrucción de la vida, no podemos decir sin más que el hombre hizo lo que quería. Y tampoco podemos decir que su acción era natural. En último término descansaba en cierto modo en un engañó. La tendencia no se interpreta a sí misma. Sólo el hombre, sólo el ser racional interpreta la tendencia, comprende su sentido, por ejemplo la auto-conservación. Pero en el caso del que bebe sin dominarse la interpretación no se abre paso. El hombre cierra los ojos ante la interpretación. Propiamente hablando no actúa, sino que se abandona a la tendencia ciega. No hace lo que quiere, sino que renuncia a querer.”[31]

Añadamos a lo dicho que eso que llamamos interpretación y guía u orientación, es, precisamente, la cultura: las enseñanzas que se transmiten (tradición), los ejemplos, las virtudes, las convicciones, la religión, usos y costumbres, etc. Podría decirse, así, que el hombre es una síntesis de naturaleza y cultura.
6º El concepto de naturaleza nos ofrece un criterio axiológico: las conductas buenas o malas, lo son según se adecuen o no la naturaleza y sus inclinaciones connaturales. No es un criterio relativo, porque la naturaleza humana es la misma siempre. No es un criterio privado, localista o ligado a situaciones históricas y culturales diversas y concretas: es un criterio universal. En su libro “La abolición del hombre”, C.E. Lewis muestra la sorprendente coincidencia que en distintas culturas –el antiguo Egipto, China, Babilonia, China, la India, y los Diez Mandamientos o Tablas de la Ley revelados por Dios a Moisés- tienen los preceptos de la ley natural (el Tao o Camino, lo llama Lewis).[32] Esa coincidencia revela el carácter universal de la ley natural.
7º Que esas tendencias deban ser interpretadas implica dos cosas: la primera, que el hombre es un ser racional y libre, por lo tanto, su conducta no se desarrolla según el esquema “estímulo-respuesta”, como sí lo hace el animal. En este último, entre el estímulo y la respuesta  hay un hiato, como señalaba Max Scheler en su libro “El puesto del hombre en el cosmos”. Ese hiato se da porque el hombre está dotado de reflexión y debe decidir cómo desplegar su conducta. Segundo, que el hombre puede –por su libertad- desvirtuar el sentido verdadero (el fin natural) de sus inclinaciones connaturales (las que emanan de su naturaleza). Y ello hasta tal punto que prescinde de ese fin y ejecuta sus tendencias apartándolas de la finalidad objetiva e intrínseca que tienen o, incluso, anulándolas. El ejemplo más nítido de estas conductas, a las que debemos llamar desviadas, lo encontramos en lo que según narra la historia hacían los romanos decadentes: vomitaban la comida para volver a comer, buscando únicamente el placer que acompaña la satisfacción del hambre. El comer responde a una necesidad orgánica, de supervivencia. La misma naturaleza refuerza y asegura que esa inclinación se cumpla siempre, acompañando su ejercicio de una importante dosis de placer. Pero allí cuando el fin connatural al comer se pierde, en aras del placer mismo, la tendencia se desvía de su fin natural. En ese caso, decimos  que estamos frente a una conducta que ha sido pervertida. No se está diciendo acá  que no se debe sentir placer, al contrario, el placer es inherente al ejercicio de esa tendencia. Lo desviado está en separar lo que está unido: el sentido o fin del comer, del placer que lo acompaña. Lo mismo debe decirse del ejercicio de la sexualidad cuando se cumple prescindiendo de sus fines naturales: expresión de la auto-donación amorosa y de su apertura a la fecundidad. De ahí que el ejercicio del sexo  lúdico –adulterio, fornicación- y las conductas contraceptivas en materia sexual (cerradas de toda posible fecundación), constituyan una desviación o desvirtuación de la inclinación sexual del ser humano.
8º El valor normativo o axiológico que tiene la naturaleza no es estadístico. Como observa Spaemann: aunque una gran mayoría tenga dolor de cabeza, eso no es natural, puesto que va contra la tendencia natural a la autoconservación y al bienestar. No se determina lo que es acorde con la naturaleza en función de conductas repetitivas. Por más que la mayoría de las personas mientan –suponiendo que así suceda-, eso no convierte en normal o natural la mentira. Lo cierto es que la mentira contradice la inclinación del hombre por la verdad (a la vez, daña la vida en sociedad, a la cual el hombre tiende naturalmente).
9º La naturaleza humana, así lo hemos afirmado, se concreta y realiza en y por la cultura, y esa realización está mediada por la interpretación que el hombre debe hacer acerca del significado y el orden en que las tendencias connaturales deben ser cumplidas. Pero el hombre no es un ser aislado, vive en una determinada sociedad y en un determinado tiempo histórico. Todo ello implica que la configuración en por la cultura de la naturaleza humana se dará en un contexto histórico y social, el cual dependerá de infinidad de factores y condiciones: el hábitat, el clima, las posibilidades que ofrece el entorno (vías de comunicación fluviales, presencia o ausencia de pasos naturales, disponibilidad de fuentes de agua potable, presencia de vegetación y animales comestibles), la influencia de otros pueblos (intercambios, actividades comerciales), las enfermedades o pestes, las vicisitudes económicas, sociales (migraciones, invasiones, exterminios), etc. etc. De todo ello, resulta un entramado de relaciones, un entrecruzamiento de líneas de influencias, avances, retrocesos, intensificaciones de características culturales (a las que a su vez, bien puede sucederles que se desdibujen), cambios de cursos sorpresivos, etc. etc. Incluso también sucede que un individuo, o grupos de individuos generen una mentalidad de cambio cultural dentro y desde una misma cultura. A veces buscando una mayor fidelidad a la propia cultura, a veces para el abandono de la propia tradición cultural. Eso explica que puedan darse apartamientos de la ley natural que proceden de la misma cultura. Por supuesto, también a nivel individual puede suceder eso.
10º La ley natural no puede ser abolida por los ordenamientos legales (la ley positiva: constituciones políticas, leyes, reglamentaciones) porque la naturaleza humana y sus fines son anteriores a la sociedad y a las leyes que regulan el funcionamiento de ésta última. Más aún, la sociedad es una exigencia de la naturaleza humana y está para servir a la persona. Esta concepción está plasmada desde hace siglos en las bases del pensamiento occidental: el contenido del drama de Sófocles, Antígona, trata de esto mismo: no puede estar por encima de la ley natural, la ley que procede del gobernante, en este caso, Tiresias. Eso significa que “lo legal” no es sinónimo de “lo justo”: lo que manda la ley es legal, pero no siempre es justo. No es justo si se opone a la ley natural.


c) Con respecto al derecho y a la política

El secularismo ha derivado en las siguientes consecuencias: por un lado el nominalismo y el voluntarismo, asociados entre sí determinan que los mandamientos sean vistos como la manifestación arbitraria y caprichosa de Dios y no como exigencias de la naturaleza humana en orden a su perfección. Las exigencias morales que se derivan de las convicciones religiosas, de la fe cristiana, son puramente subjetivas y personales, según el secularismo. Los mandamientos pasan a ser la manifestación de las opciones personales y subjetivas de los creyentes. Por lo tanto, en el Estado de Derecho ningún creyente tiene derecho a imponer su “visión” religiosa en la sociedad. Si los creyentes, por ejemplo, pretenden que el Estado desapruebe el aborto y lo incluya entre los delitos, están pretendiendo someter el derecho a la religión. Si los cristianos protestan contra las legislaciones que institucionalizan el divorcio, o están en desacuerdo con el matrimonio homosexual, en el fondo están pretendiendo inclinar la balanza de la neutralidad del Estado en su favor. Están pretendiendo, se dice, aprovecharse del brazo armado del Estado para imponer sus creencias al resto de la sociedad. De ese modo, se los llamará integristas, fundamentalistas o, incluso, fascistas.
Los supuestos de esta postura son también –además del voluntarismo y del nominalismo- la falsa idea de que la fe es irracional y, consiguientemente, el desconocimiento de que lo  que se conoce con el nombre de “Revelación sobrenatural quoad modum” y de la cual ya hemos hablado.

Ahora bien, esto es un grave error: el creyente cristiano debe hacer valer en la sociedad civil y política su visión de los diez mandamientos ya que se trata de la ley natural. Y ella no es patrimonio exclusivo del hombre de fe. Más aún, el Estado de derecho tiene que presuponer que hay un mínimo ético, que no puede ser alterado por los vaivenes de la política y de la historia. Un mínimo ético que salvaguarda la integridad y el respecto debidos a la persona humana. Los creyentes no solo no deben renunciar a reconocer la validez de la ley natural, sino que además deben defenderla, darla a conocer y hacer valer su voz. Como dice Andrés Ollero (en “El matrimonio natural”):

La fe religiosa, por su parte, no es ni más ni menos que una privilegiada claraboya que Dios nos abre, para que podamos percibir con particular claridad tanto las exigencias jurídicas como las morales. Esto, lejos de habilitarles para dar paso a imposiciones confesionales, atribuye civiles responsabilidades argumentativas a los así privilegiados. Profesar una fe que hace suyas exigencias éticas naturales conlleva una doble consecuencia: disfrutar de la posibilidad de conocer con más facilidad las cosas como son y sentirse responsable de ello respecto a los demás.


Aunque los vínculos entre la secularización ideológica y la familia exigen un análisis muy pormenorizado, en términos generales la pérdida del sentido religioso ha impactado gravemente en el concepto de familia y en el concepto del amor conyugal. Entre los hitos que marcan este desarrollo y pérdida del verdadero sentido del amor humano, hay que hacer referencia, entre otras causas, a la difusión de teorías naturalistas sobre la persona humana, como puede ser el psicoanálisis cuyos presupuestos antropológicos constituyen un severo reduccionismo del amor humano. Así también, resulta insoslayable hacer referencia a Herbert Marcuse, quien unifica las teorías de Freud sobre la represión sexual y las ideas de Marx y especialmente Engels sobre la familia (“El origen de la familia, la propiedad privada el Estado”). Estas teorías lograron integrarse activamente en la Revolución de Mayo del 68, en París, una de cuyas banderas fue la protesta contra toda autoridad, entre las que explícitamente estaba la del padre (“el enemigo de mi padre es mi amigo”, rezaba uno de los slogans enarbolados por los revolucionarios, que eran exclusivamente estudiantes universitarios burgueses.
Sin embargo, antes que la reseña prolija de la evolución de la cultura en torno a estos temas, preferimos centrarnos en algunos temas concretos que atañen al ejercicio de la sexualidad y su relación con el amor y la familia: las relaciones pre-matrimoniales y la anticoncepción.

Sobre las relaciones prematrimoniales: en un artículo publicado por Tomás Melendo “Diez falsas razones para casarse”[33], cuya lectura se recomienda, se traza un breve repertorio de motivos equivocados que pueden llevar a las personas a casarse. Motivos equivocados que son el camino seguro para un fracaso matrimonial, como por ejemplo, casarse por compasión, idealizar al otro, etc. etc.  Si las tenemos en cuenta y dimensionamos su alcance, debería quedarnos muy en claro hasta qué punto es fundamental que el noviazgo sea en lo más esencial un verdadero camino de preparación, no un tiempo de diversión  y mutuo acompañamiento.  Es un tiempo de prueba: un tiempo de ponerse a prueba y poner a prueba la profundidad y seriedad del amor. El objetivo es alcanzar ese grado de madurez en el amor que solo se alcanza cuando es asumido como el fruto de una libre decisión: no como el resultado de un capricho, un entusiasmo pasajero, una encandilamiento o deslumbramiento que se queda en la superficie. En su más profundo sentido, la madurez se alcanza cuando esa decisión está precedida de la luz de la inteligencia que lúcidamente sabe ver más allá de las apariencias y de los autoengaños, de los compromisos con la afectividad y con la sensualidad. No se trata de que la afectividad y la atracción sexual deban ser negadas o reprimidas, como si se tratara de un algo oscuro o pecaminoso. Se trata de que la dimensión sexual de la persona, la afectividad y la voluntad, bajo la guía de la inteligencia, queden integradas en una unidad (aquí conviene aclarar, para evitar equívocos, que hay una diferencia entre la sexualidad de la persona y el ejercicio de la sexualidad: la sexualidad de la persona es una dimensión que abarca desde lo genético, lo morfológico, la capacidad procreativa y la afectividad que se despierta ante los valores de la dimensión sexual presentes en la persona del sexo contrario). El noviazgo es un período en el que se debe aprovechar el tiempo compartido no como pasatiempo, sino como etapa de maduración de los afectos. Todas estas dimensiones deben estar presentes y si no lo están todas ellas, juntas e integradas, no se trata de una amor sexuado. Sin la sexualidad, o sin la afectividad o sin la libre decisión, no habrá verdadero amor (insisto: “sin la sexualidad” no quiere decir con el ejercicio de sexualidad, la acción de unirse sexualmente, sino que quiere decirse que la dimensión sexual debe estar presente, aunque no debe ejercerse en el noviazgo).
Hay una razón muy profunda en esta propuesta que no es la que la cultura del sexo lúdico propone. Al contrario, esa falsa cultura de la sexualización  se le opone crudamente. El verdadero amor entre el hombre y la mujer es un amor de donación: busca el bien en el otro donándose en la mutua entrega y haciendo consistir la felicidad en la posibilidad de entregarse íntegro al otro. Pero, y aquí está la clave secreta, nadie puede darse íntegramente si no tiene pleno dominio de sí. Nadie puede actualizar la virtualidad donativa del amor, si no es capaz de integrar bajo su voluntad las distintas dimensiones de la persona que están implicadas en el amor sexuado entre el hombre y la mujer.
A partir de aquí se entiende por qué están objetivamente mal las relaciones pre-matrimoniales entre los novios. La dimensión sexual y su capacidad de atracción es tan fuerte en el hombre y la mujer que si no es dominada mediante la virtud de la castidad (que es parte de la virtud de la templanza), termina por anegar el foco de la conciencia convirtiéndose en el motivo y motor psíquico de la esa relación. En otras palabras: por un lado la sexualidad ejercida en plenitud, como si los novios  estuvieran casados, impide alcanzar esa cima del amor que es la donación de sí mismo en pleno ejercicio de la libertad: impide la espiritualización del amor. Pero que quede claro que lo que hemos llamado “espiritualización” nada tiene que ver con un cierto “platonismo” del amor, ya que el verdadero amor, por ser sexuado, debe incluir la sexualidad. Sólo que por consistir en la donación de sí mismo, debe alcanzar esa cumbre que es la del espíritu que se ejerce en un acto  plenamente libre de compromiso para siempre y exclusivo. Pero por otro lado, el ejercicio de la sexualidad en el noviazgo, es el fondo una utilización o instrumentación del otro, acordada entre los dos, en la que cada uno es para el otro un instrumento de placer.
La rectitud del amor –la renuncia a saber esperar para poder donarse íntegramente al otro en el matrimonio- queda confirmada, certificada, cuando es el principio de castidad el que preside las relaciones entre los novios. Ese gobierno de la castidad en las relaciones de los novios, empieza ante todo en las mismas muestras de afecto, que deben ser mesuradas (por eso no tiene sentido preguntares “¿qué puedo y no puedo hacer como novio/a?”).
A todo lo dicho se le pueden añadir más razones, todas las cuales solo tienen sentido si la que hemos dado anteriormente está presente como fundamento:
1º. De la realización del acto sexual fuera del matrimonio se puede seguir la procreación. Pero cuando ello sucede, se comete con el hijo una tremenda injusticia ya que se lo priva de una familia, con su familia natural, con la cual tiene lazos de sangre. El hijo necesita para crecer el único ambiente “ecológico”: la familia, su familia. Es cierto que se lo puede dar en adopción, pero no es lo ideal: es un sustituto de algo que debería haberse dado si las relaciones fueran ordenadas. Es el remedio a una situación desde todo punto de vista en sí misma inconveniente (por supuesto, no hace falta aclararlo: en términos absolutos siempre es infinitamente mejor darlo en adopción que matarlo abortándolo).
2º. Psicológicamente la mujer y el hombre necesitan un ámbito de estabilidad y seguridad que la provisionalidad, ocasionalidad y precariedad del ejercicio de las relaciones sexuales en el noviazgo de ningún modo proporcionan. Esta carencia de estabilidad y seguridad afecta en especial a la mujer, la cual por naturaleza precisa una ámbito de acogimiento y protección que le da el marido para poder criar y educar los hijos.
3º. La entrega de la mujer al hombre –que muchas veces exige lo que se plantea como una “prueba del amor”- es mucho mayor en el caso de ella que en el caso de él. En otras palabras: la mujer, por la naturaleza de la mujer misma, pone más en juego, arriesga  más, y la razón de ello es muy sencilla: si la mujer queda embarazada –y puede quedar por más recursos anticonceptivos que se pongan en práctica-  sabe que el hijo tiene un lazo de dependencia absorbente que no lo tiene el hijo con el padre (en los primeros tiempos en especial). Ahora bien, ¿los novios pueden asegurar que se van a casar indefectiblemente? ¿Acaso el noviazgo es un compromiso de por vida como es el matrimonio? (por supuesto, no tiene sentido contra argumentar que también el matrimonio se puede romper, y no lo tiene porque el matrimonio presupone un compromiso de no romper el vínculo, mientras que el noviazgo es muchísimas veces una golondrina de verano, algo momentáneo, una situación pasajera que puede o no cristalizar en matrimonio)
4º. La entrega en la realización del acto sexual antes del matrimonio-, y en especial cuando se vuelve habitual,  genera un falso sentido de posesión. El novio se  siente dueño de la novia (y viceversa) y no lo es. Toma cada uno al otro como posesión. Pero eso sentimiento es falso: porque no ha habido una entrega profunda que es la que se da en el matrimonio cuando es asumido según su verdadera naturaleza (exclusivo, fiel, permanente, abierto a la fecundidad, etc.) Por eso es tan común que surjan los celos y que estos lleven muchas veces a la violencia por parte del hombre. Esa violencia se explica porque el varón no tolera la ruptura del vínculo del noviazgo. En el fondo de la conciencia late la incertidumbre de la precariedad del vínculo y eso lleva como contrapartida a desarrollar una conducta posesiva.
5º Otra razón que explica también la violencia. El ejercicio de la sexualidad en el noviazgo está marcado por la precariedad y la inestabilidad, pero también por la reducción del otro a un objeto de placer. Ahora bien, el hombre termina por despreciar siempre a la mujer fácil, a la que se entrega “así nomás”. A sus ojos se ha degradado. Amar y despreciar se contraponen el uno al otro. Ese desprecio está latente y cuando se hace presente se vuelve violencia. Gran parte de lo violencia que hoy se llama “violencia de género” tiene su origen en que la relación entre el hombre y la mujer se ha desnaturalizado.
6º Finalmente, hay que salir al paso de un falso argumento que se aduce para justificar las relaciones pre matrimoniales: se dice que es importante que se “conozcan” sexualmente antes de casarse para saber si congenian o no. Esta razón es la más irrelevante de todas. Si hay algo que no requiere aprendizaje ni acomodamiento es el ejercicio de la sexualidad. Más hoy día, en el que el “misterio” del sexo está expuesto con lujo de detalles en todo momento y en todo lugar.









[1] Filósofo danés, nacido en Copenhague en el año 1813, muerto en el año 1855. Transcurridas varias décadas de su muerte, su obra comenzó a ejercer una enorme influencia. En especial, su pensamiento dio origen en el siglo XX a las corrientes filosóficas agrupadas bajo el nombre común de “existencialistas” (M.Heidegger, J.P. Sartre, Gabriel Marcel, K.Jaspers, etc.). Lectura recomendable: “De Kierkegaard a Santo Tomás de Aquino”, de Leonardo Castellani.
[2] Colomer, Eusebi: El pensamiento alemán de Kant a Heidegger. Editorial Herder, Barcelona, 1990, p.42/43.
[3]  Podemos citar como representante de esta postura al filósofo, especialista en bioética internacionalmente conocido, Peter Singer.
[4] Illanes Mestre, J.L.: "Secularización", en GER,  p. 92, Edic. Rialp, 1981
[5] Fernández García, D.: "Revelación", en Gran Enciclopedia Rialp (GER), t. 20, p.190 ss, Madrid, 1981.
[6] Pieper, Josef: “Antología”. Herder, Madrid.
[7] Gilson, Etienne: El espíritu de la filosofía medieval, Edic.Rialp, Madrid.
[8] Spaemann Robert: El rumor inmortal.La cuestión sobre Dios y la ilusión de la Modernidad. Edic.Rialp, Madrid,2010.
[9] Op.cit, p. 15.
[10] Spaemann, R.: Etica, política y cristianismo. Ediciones Palabra, Madrid, 2007, p.127.
[11] Spaemann, R.: op.cit., p.114)
[12] Spaemann, R.: op. cit., p.128.
[13] La cita está tomada del libro de Massimo Borghese,   Secularización y Nihilismo, Ediciones Encuentro, Madrid, p. 140. Cioran es nihilista: para él, la Creación es obra de un demiurgo malvado, pero “la música es el límite del nihilismo de Cioran” (M. Borghese)
[14] Frossard, André: Dios existe, yo me lo encontré. Ediciones Rialp, Madrid.1979,
[15] García Morente, Manuel:“El hecho extraordinario”, Ediciones Rialp, Madrid, 6ª edición, 2015.
[16] Ayllón, Juan Ramón: 10 ateos cambian de autobus. Ediciones Palabra, Madrid, 6ª edición, 2010.
[17] Spaemann, Robert: “Cristianismo y filosofía en la Modernidad”, en “El rumor inmortal”, ediciones Rialp, Madrid, 2010, p.65.
[18] Sartre, Jean Paul: "El existencialismo es un humanismo", Sur, Buenos Aires.
[19] La crítica es de Blanco, Guillermo: “Curso de Antropología Filosófica”, Educa, Buenos Aires.
[20] Burgos, Juan Manuel: "Antropología: una guía para la existencia". Palabra. Madrid. 2003.
[21] Spaemann, Robert: “Lo natural y lo racional”. Ediciones Rialp, Madrid, 1989.
[22] Spaemann, Robert: op. cit., p. 26.
[23] Spaemann, Robert: “La visión universalista de la ley natural”, conferencia pronunciada en las XLIV Reuniones Filosóficas de la Universidad de Navarra, año 2006 (extraída de www.unav.es/actividades/leynatural)
[24] Burgos, J.M.: op. cit., p. 56.
[25] Entendemos aquí por historia no la ciencia que estudia el pasado, sino los hechos mismos pertenecientes al pasado, que son objeto de tal ciencia.
[26] Millán Puelles, Antonio: “Léxico filosófico”: p. 442, Rialp, Madrid, 1987.
[27] Millán Puelles, A.: op. cit., p. 443.
[28] Millán Puelles, Antonio: “Léxico filosófico”, Ediciones Rialp, Madrid, 1984.
[29] La causa de que ello sucediera así ya la hemos visto: reside en el haber dejado de considerar a la Naturaleza como obra de Dios, como Creación.
[30] Spaemann, Robert: “La visión universalista de la ley natural”, conferencia pronunciada en las XLIV Reuniones Filosóficas de la Universidad de Navarra, año 2006 (extraída de www.unav.es/actividades/leynatural).
[31] Spaemann, Robert: “La visión universalista de la ley natural”,
[32] Lewis, C.S.: La abolición del hombre. Ediciones Encuentro.Madrid.1994.
[33] Melendo, Tomás: Diez falsas razones para casarse. Publicado en arvo.net: http://arvo.net/relaciones-pre-matrimoniales/diez-falsas-razones-para-casar/gmx-niv381-con10597.htm