INTRODUCCION
1. Me gustaría comenzar estas reflexiones
recordando lo que escribió Soren Kierkegaard [1] en
su Diario. Me refiero a aquel breve pasaje conocido con el nombre de “Un punto
blanco en el horizonte”, cuya lectura haremos enseguida. Resulta inquietante, o
incluso, estremecedor.
«Imagínate un navío muy grande, todavía
mayor, si quieres, que nuestros grandes navíos de hoy en día; puede transportar
mil pasajeros y, naturalmente, todo está dispuesto en orden a la máxima
comodidad, al confort, al lujo, etc. Anochece. En el salón la gente se
divierte; todo luce bajo la suntuosa iluminación; se escuchan los sones de un
concierto; en resumen, todo es gozo, alegría, regocijo; el ruido y la algazara
de esta alegría desencadenada resuenan en el aire del atardecer.
El capitán está de pie en el puente; a su
lado el segundo de a bordo se saca los gemelos de los ojos y los alarga al
capitán, que le dice: “no es preciso, lo veo perfectamente aquel pequeño punto
blanco en el horizonte: la noche será terrible.”
Después con la noble y segura calma del
marinero experimentado da sus órdenes: “Esta noche toda la tripulación estará
de guardia; yo personalmente asumiré el mando.”
Entra en su camarote. No tiene a mano
muchos libros; no obstante, tiene una Biblia. La abre y, cosa extraña, se
encuentra con este pasaje: “Esta misma noche se te pedirá cuenta de tu alma.”
Ciertamente muy extraño.
Después de recogerse en la meditación y la
plegaria, se viste para la guardia de la noche; y ahora atento sólo a su tarea
vuelve a ser el marino lleno de experiencia.
Pero en el salón los pasajeros continúan
divirtiéndose; suena la música y los cantos, las conversaciones y el tumulto,
el ruido de platos y fuentes, los tapones de espumoso que restallan; la gente
bebe a la salud del capitán, etc., “la noche será terrible” y tal vez esta
misma noche se te pedirá cuenta de tu alma.
¿No es terrible esto? Sin embargo, yo sé
una cosa que todavía lo es más. La situación es la misma: pero el capitán es
otro. En un salón la gente se divierte y el más alegre de todos es el capitán.
El punto blanco continúa estando en el horizonte y la noche será terrible, pero
nadie ve el punto blanco o no sospecha lo que presagia. Mas no, pese a todo
(todo no sería lo más terrible); no, hay alguien que lo ve y sabe lo que se
prepara. No tiene ninguna autoridad en el navío; no puede hacerse cargo de
nada. Pero para no omitir la única cosa que puede hacer, hace decir al capitán
que suba al puente, aunque sea sólo un momento. Este se hace esperar; por fin
llega, pero no quiere saber nada de nada y vuelve rápidamente al salón a
participar de la alegría ruidosa y desordenada de los pasajeros, que brindan a
su salud en medio de la algazara general, y él se los agradece calurosamente.
Aguijoneado por la angustia, el pobre
pasajero se decide a molestar de nuevo al capitán, el cual esta vez incluso se
muestra incorrecto. No obstante, el punto blanco sigue estando en la línea del
horizonte: “la noche será terrible.”
¿No es todavía más terrible? Es terrible
ver a estos mil pasajeros despreocupados y vocingleros; es terrible ver que el
capitán es el único que sabe lo que pasará; sin embargo, lo esencial es que él
lo sepa. Es más terrible, pues, que el único que vea y conozca el peligro
inminente sea un simple pasajero.
Que desde el punto de vista cristiano se
ve en el horizonte la mancha blanca, presagio de la terrible tempestad
inminente, yo lo he sabido; pero ¡ay! Yo no he sido y no soy sino un simple
pasajero”.»[2]
El texto de Kierkegaard contiene una voz
de alarma. Kierkegaard es un pensador religioso y la vez, un filósofo.
Luego de haber estudiado la filosofía de Hegel, critica ese racionalismo
hegeliano que pretende subsumir en un sistema racional toda la realidad: Dios,
el hombre, la naturaleza, la historia, etc. Un sistema con pretensiones
desmedidas para el ser humano, que se olvida al hombre mismo, a la persona
individual. A la vez, Kierkegaard desarrolla una intensa polémica con los
representantes de su iglesia, la iglesia danesa, adscripta a la ortodoxia
luterana. Este texto que transcribimos, nos habla de la experiencia del
filósofo danés que avizora “la terrible tormenta”, es decir una crisis, un
cambio que se presenta como un evento inquietante, que afecta a la cultura
desde los cimientos.
¿De
qué se trata, para nosotros? ¿De qué cambio o crisis se trata?¿Qué cultura?
Se trata de Occidente: lo que ha concluido
es Occidente: O lo que venía llamándose “Occidente”. Ahora bien, ¿qué
entendemos por Occidente? ¿Se trata del “american way of life” y del Estado del
Bienestar? Sí y no, puesto que el Estado del Bienestar, depende de un marco de
referencia que surgió como ruptura de una cosmovisión anterior. De
esa ruptura, que es la Modernidad, hablaremos con más
detenimiento. En cuanto a esa “cosmovisión” que resulta desechada, en sus
rasgos más generales implicaba un marco religioso y filosófico que proporcionaba
a las personas las grandes referencias para la orientación de la vida, tanto en
lo individual como en lo socio-cultural. Preliminarmente, podemos
caracterizarla como la cosmovisión cristiana, la cual comprendía una fe
compartida, instituciones estables y códigos morales aceptados en su
mayor parte. Esta aceptación incluso se daba entre aquellos que hacían de la
repulsa a la cosmovisión cristiana de la existencia su bandera y leiv motiv,
quienes, a pesar de su actitud de rechazo, continuaban compartiendo ciertos
códigos morales.
“Lo que llamamos “Occidente” (y las formas distintivas
de vida política y económica que ha generado) no ocurrió así como así. Esas
formas distintivas de política y economía (la democracia y el mercado) no son
únicamente el producto de la Ilustración
de la Europa continental. No: las raíces primarias más hondas de nuestra
civilización se hunden en un suelo cultural nutrido por la fructífera
interacción de Jerusalén, Atenas y Roma: la religión bíblica, de la que
aprendió Occidente la idea de la Historia como un camino resuelto hacia el
futuro, y no una cosa tras otra sin ton ni son; la racionalidad griega, que
enseñó a Occidente que existen verdades arraigadas en el mundo y en nosotros, y
que tenemos acceso a sus verdades a través de las artes de la razón; y la
jurisprudencia romana, que enseñó a Occidente la superioridad del gobierno de
la ley sobre el gobierno de la fuerza bruta y la coerción” (George Weigel, 11ª
conferencia William Simon, reimpresa en National
Affairs bajo el título “The Handwriting on the Wall”, nº 11, disponible en www.nationalaffairs.com/publications/detail/the-handwriting-on-the-wall), cita tomada del libro
“Cómo el mundo occidental perdió realmente a Dios” de Mary Eberstadt, Rialp,
2014, p.1.
Pero antes, tengo que formular una
interpelación: ¿somos realmente conscientes de que ha terminado o está por
terminar el mundo tal como lo conocimos, o tal como lo conocieron nuestros
padres y abuelos? ¿En qué se advierte? ¿Cuáles son los signos del fin de
“fiesta”?
¿Consiste esta crisis en una crisis de
carácter político o político económico? No dejo de lado este nivel de
análisis, cuyos componentes son, a título de ejemplo, el desempleo, la
desinversión, los monopolios, la globalización de la economía, el vaciamiento
de las cajas de seguridad social, el endeudamiento, el descreimiento en los
partidos políticos y en el sistema y en las prácticas democráticas, la
desertificación, el daño ecológico irreversible, la internacionalización del
terrorismo, etc. etc.
Pero la mayor parte de esos factores, sino
todos, son reconducibles a razones de más largo alcance: razones que en
definitiva son filosóficas y religiosas. Tomo dos ejemplos para
mostrar hasta qué punto en los problemas sociales y políticos subyacen temas y
motivos filosófico-religiosos. Ellos son el problema ecológico y el
quebrantamiento de las cajas de jubilación. Este último tiene dos causas
directas de mayor impacto, además de aquellas causas coyunturales como pueden
ser los índices de desempleo. Una es la malversación de fondos por parte de
aquellos gobiernos que la toma como botín de guerra para solventar costos no
previstos o de urgente solución. Pero la otra causa, a menudo oculta, pero más
grave, es la inversión de la pirámide demográfica gracias a la cual la base que
conforma la población activa que aporta parte de sus ingresos al sistema
jubilatorio no es lo suficientemente ancha como para garantizar un flujo suficiente
de dinero que se debe erogar para los actuales jubilados (a esto hay que añadir
como un factor importante, por cierto, la mayor expectativa de vida, si bien no
es la causa –ya que si hubiera una masa crítica de aportantes, por más que las
expectativas de vida se prolonguen, siempre habría suficiente para los
jubilados). Ahora bien, ¿por qué hay menos trabajadores activos aportantes?
Sencillamente, porque hay menos hijos, y hay menos hijos por la inestabilidad
de las familias (el divorcio) y por los hábitos de consumo, el individualismo
creciente, etc. Pero todos estos factores mencionados derivan en último
análisis de una determinada concepción de la existencia humana
filosóficamente y religiosamente fundada.
Algo similar, sucede en el caso de la ecología:
el problema ecológico tiene una base filosófica. Su origen está en un modo de
relacionarse el hombre con la naturaleza, sustentado a su vez en presupuestos
de carácter filosófico. Es decir, se ha llegado a este punto casi de no retorno
con respecto al futuro del hombre y de la naturaleza, guiados por una
determinada cosmovisión filosófica.
2.- Es posible que ustedes no sean
conscientes de que estamos en un cambio de época. Una transmutación de
proporciones inusitadas que por comparación vuelven a otras revoluciones como
simples cambios cosméticos, superficiales. Que no sean del todo conscientes es
muy comprensible, ya que por razones de edad no tienen elementos que les
permitan hacer comparaciones: se trata del mundo en el que han crecido o más bien,
del mundo en el que han comenzado y han alcanzado ese período de la maduración
personal en el que son plenamente conscientes de lo que son y de lo que
quieren. Incluso es posible que esa consciencia del cambio, no alcance en sus
propios padres la lucidez que podría tener en sus mismos abuelos. Pero en
cualquier caso, el cambio está sobre nosotros. El mundo que está frente a
nosotros no volverá a ser el mismo. Las épocas no se repiten, la historia
siempre es novedad. Se puede aprender del pasado, se puede valorar el aporte de
una sociedad o cultura perteneciente al pasado, pero no se la puede reeditar.
En ese sentido, la Edad Media nos ofrece, aún con sus luces y sus sombras, un
modelo ejemplar digno de ser imitado. Pero sería insensato pretender que ella vuelva
a nosotros. Sólo podemos reconstruirla con la imaginación histórica, pero nunca
volver a ella. Podemos, sin embargo, hacer algo más: extraer su espíritu,
su esencia, lo que tuvo de eterno, para que pueda ser simiente fecundante de
las nuevas épocas. De lograr este último objetivo, no se trataría de mera
actitud nostálgica, sino del aprendizaje fructuoso a partir de la historia.
3.- ¿Pero hay tal cambio? Sí. Voy a
señalar algunos hechos, que, creo, resultan ser bastante elocuentes y
testificarán con contundente claridad hasta qué punto está cambiando los marcos
generales de orientación y referencia.
a) Hasta hace poco se veía la
orfandad como una gran desgracia. Que un hijo perdiera a su padre, por
ejemplo, significaba una grave herida para su desarrollo, no sólo por la
pérdida afectiva, sino también por la proyección de efectos de todo tipo,
incluso económicos, que ese triste hecho ocasionaba en su vida y en la de su
madre. La pérdida no se circunscribía a lo afectivo y lo económico:
también iba en detrimento de su maduración moral, de su inserción en el mundo
de los adultos, etc. etc. En cualquier caso, había un consenso en que
ese hecho, la muerte del padre, era una verdadera desgracia. Hoy, ahora,
sin embargo, la falta del padre no se experimenta como algo que cuando sucede
de por sí sea un hecho anómalo, inesperado y brutal. Para entender a qué nos
referimos, basta con pensar hasta qué punto ha llegado a adquirir carta de
ciudadanía “la familia monoparental” o, peor aún, la inseminación artificial de
una mujer soltera que desea cumplir el anhelo de la maternidad. Hay aquí algo
produce escalofríos: la voluntad de engendrar, por el medio que fuere, un hijo
que por el resto de su existencia, carecerá de un padre y consiguientemente de
la experiencia de la relación filial. Nunca sabrá, salvo en teoría, qué
significa ser-hijo. Ni siquiera se trata en este caso de que su padre haya
muerto, porque aun muerto, tiene su ausencia una cierta presencia, la que tiene
por ejemplo por el hecho de ser nombrado, recordado y puesto de ejemplo. Ni
siquiera se trata de un padre que hizo abandono del hijo ya nacido o antes de
que naciera. Esta última situación es distinta a la anterior –la de padre
muerto- pero tampoco es equiparable a la del hijo nacido por la inseminación
artificial de una madre. En el caso del padre que se desentiende del hijo
engendrado por una relación pasajera o del que abandona el hogar, al menos hay
una persona y una relación personal sobre la cual el hijo afectado puede tomar
una posición determinada (puede por ejemplo, buscar su progenitor, o puede
rechazarlo, etc.) Pero en el engendramiento artificial no hay nadie detrás, no
hay persona alguna, sino sólo células germinales vendidas o donadas, y el frío
procedimiento de la tecnología biomédica: hay una persona que se ha negado a
comparecer desde el inicio del proceso. Sólo se da la asunción de una decisión
programática que no repara en los medios, aunque su puesta en juego significa
condenar para siempre a un niño a ser hijo de nadie. ¿Qué temores e
inseguridades determinará en su desarrollo psicológico este hecho? Nadie lo
puede afirmar, pero es seguro que los habrá: en el camino hacia la seguridad y
las certezas afectivas que todos buscamos, encontrará un muro tapiada desde
siempre. Más aún: ¿cómo experimentará él mismo su propia paternidad cuando
llegue a adulto? ¿De qué término de comparación se valdrá en su vivencia de la
paternidad? Lo más llamativo aquí es que, precisamente, no llame la atención de
nadie. Todos los indicios hacen pensar en su pronta institucionalización y,
consiguientemente, en su naturalización.
Alguien podría objetar: se trata de un caso,
un solo ejemplo, pero que no constituye un elemento de juicio lo
suficientemente amplio como para sostener la tesis de un cambio epocal. Debo
responder con la máxima energía: de ninguna manera. Lo que está en juego en
esto que no es más que un ejemplo, son las instituciones políticas, la economía
y los sistemas de producción, el derecho, la ética, la religión. Y ello sucede
porque lo que queda comprometido es la realidad de la familia misma.
Se repite tantas veces como una frase hecha que de repetida ya no se percibe su
significado y alcance que “la familia es la célula de la sociedad”. Pero aunque
pasemos de largo por su verdadero significado, ella lo sigue siendo. Por
ejemplo, si no hay familia no hay propiedad, el derecho de propiedad pasa a ser
letra muerta, ya que no hay interesados, las familias, en defenderlo. Tampoco
habría ahorro, habría más consumismo, ya que esa mentalidad engendradora
artificial carece de una preocupación integral por el hijo (todo este proceso
supone que el hijo ha dejado de ser querido por sí mismo, ya que es buscado
como un medio para realizar un deseo, el deseo del hijo a toda costa). El
desarrollo exagerado del consumismo, lleva también a una mayor producción de
bienes, cada vez más innecesarios y a la degradación de la naturaleza (tanto
por el agotamiento de los recursos como por la degradación que el aumento del
volumen de los desechos producirá en la naturaleza). Si no hay familia, los
individuos quedarán solos, inermes, ante los poderes públicos y sus
instituciones. La familia siempre ha sido una ciudadela inexpugnable frente al
asedio del poder. Si falta ella, los individuos y sus atomizadas existencias quedan
a merced del poder político. Este, a su vez, ya sin frenos tratará de torcer en
su favor las instituciones y el derecho. Si todo esto no es una revolución, ¿a
qué llamamos revolución?
b) Puedo dar otros ejemplos: la novedad
del tema de los llamados “derechos de los animales”. Hasta hace poco, hablar de
“derechos” aplicables a los animales nos podía sonar como una broma ingeniosa.
Ahora, se debate concienzudamente este tema. Hay movimientos de defensa de los
animales desde hace muchísimo tiempo. Pero ahora no se trata de las
tradicionales Asociaciones Protectoras de los Animales. Explícitamente se
afirma que los animales tienen derechos como las personas, e incluso se
comienza a hablar de los animales como “personas no humanas”, y a quienes no
están de acuerdo con esta postura se los acusa de incurrir en la deleznable
postura de “especismo” (que viene a ser ahora una nueva forma de discriminación
y racismo). Curiosamente, esa defensa asume posturas casi extremistas y
agresivas, al margen del derecho de las personas (de las verdaderamente
personas: las humanas). [3]
c) Otro ejemplo: la prostitución era una
actividad denigrante para una mujer y la sociedad compartía esta visión, más
allá de la hipocresía de muchos. Hoy hay voces que plantean con total seriedad
que se debe incluir en la legislación laboral esta actividad, incluso debe
estar amparada por la legislación vigente en materia de riesgos de trabajo (las
ART). Ya no se trata de una actividad tolerable, regulada por las normas de
profilaxis. Ahora pretende ser equiparada a cualquier trabajo honesto.
d) Otro ejemplo: hay una fuerte tendencia
a legitimar las prácticas sexuales de adultos con adolescentes, por parte de
adultos. Incluso, ha habido en Europa dos partidos políticos que en su
plataforma partidaria proponían la legitimación de lo que ellos llamaban “otra
forma de relacionarse afectivamente con los adolescentes”.
e) Otro ejemplo: se ha logrado un cierto
consenso internacional acerca de los inconvenientes sociales (económicos
o en términos de salud pública) que conlleva el hábito del tabaquismo. Hasta el
punto que aquellos que osan en una reunión fumar su cigarrillo, son objeto de
la mirada condenatoria de los demás circunstantes. Sin embargo, paralelamente a
ello, y de una modo casi esquizofrénico, se intenta la legitimación social en
primer término y legal en segundo término, del consumo de drogas, ante todo de
las blandas, como la marihuana (ello con la excusa de los pretendidos
beneficios terapéuticos de la marihuana, pero, sea ello cierto o no, una cosa
es la utilización de los componentes químicos de la marihuana para su
aplicación en la industria farmacéutica y otra muy distinta es la liberación
de la marihuana y su consiguiente libre
acceso en el mercado)
f) Otro ejemplo: el sistema se ha vuelto
ingobernable, da la impresión al ciudadano común que es como una
maquinaria que ha sido puesta en marcha y se autogobierna. El sistema es
anónimo, despersonalizado y despersonalizante (del otro lado del teléfono siempre nos
atiende una máquina).
g) También Peter Kreeft ilustra
contundentemente las proporciones del cambio, en su libro “Cómo tomar
decisiones” (Ed.Rialp), al comparar los resultados de dos encuestas realizadas
en escuelas de enseñanza media de Estados Unidos, efectuadas con una diferencia
de más de dos décadas. Los problemas que percibían en sus alumnos los docentes
de la década de los años 60 tenían que ver con conductas erradas que hoy nos
parecen de casi irrelevantes: mentir, no cuidar los muebles de la escuela, no
asistir al colegio (“ratearse”), etc. Más de 30 años después, ante las mismas
preguntas los docentes muestran su preocupación ante conductas de sus alumnos
que distan enormemente en gravedad de aquellas que preocupaban a sus
antecesores en la cátedra: abuso de drogas, violencia escolar, embarazo
adolescente, abortos, etc.
4. ¿Cómo se ha llegado a esta situación?
La revolución no reside en estos hechos en sí, sino que estos hechos –y otros
por el estilo que podrían ser aducidos como ejemplo- constituyen
manifestaciones de algo que estaba en gestación desde hace algunos centenares
de años.
5. Para tratar de hacer algo de luz en lo
que está pasando y va a suceder si no se toma conciencia de la situación, es
preciso formarse un criterio. Formarse un criterio implica tener a disposición
elementos de juicio que nos permitan introducirnos en la comprensión del
fenómeno.
A diferencia de los animales, el hombre no
tiene programados genéticamente el objetivo de su vida. Debe descubrirlo. Para
ello necesita signos de orientación. Le corresponde a la filosofía y a
la fe proporcionar a los hombres esos signos de orientación. Esos signos de
orientación apuntan a Dios, como meta final del sentido de la existencia
humana.
Ahora bien, frente a la sentencia de
Nietzsche “Dios ha muerto”, cuya verdad se encuentra corroborada por los hechos
(vivimos una cultura sin Dios), cabe preguntarse las razones por las que hemos
extraviado el camino del acceso a Dios.
Como suma y compendio de la situación,
podemos encontrar en el concepto de “secularización” la
explicación de fondo de todos estos hechos. Por ahora, este término será eso
solo: un término que no dice mucho, pero avanzando en el tema, podremos ir
llenándolo de contenido.
Conviene aclarar de entrada que no se
pretende agotar el tema. Muy por el contrario, las causas, condiciones y
factores que pueden dar razón de la presente situación son muchos. En este
punto, para evitar malinterpretaciones, conviene hacer una comparación: la
situación actual es como una soga compuesta del entrelazamiento de muchas
hebras. Lo que se pretende ahora es, sencillamente, atrapar una de esas hebras,
remontando el cáñamo hasta su mismo nudo. Desmadejarlo y exponerlo a la luz. En
esta tarea, el concepto de “secularización” cumple un papel clarificador.
Una vez que hemos mostrado que vinculación
entre la situación actual de la cultura y del mundo social con la
secularización –la pérdida de Dios-, mostraremos que esa pérdida repercute en
el hombre mismo. La “muerte de Dios” es muerte del hombre, en el sentido de que
lo condena a una sub-existencia, a un modo de vida empobrecido y degradado.
Finalmente, trataremos de examinar las
posibilidades de acción de que disponemos, para arribar finalmente a puerto
seguro, dentro la precariedad que conlleva la existencia humana.
Sin embargo, antes presentaremos algunas
consideraciones de orden metodológico.
METODOLOGIA
1.-Forma parte de la identidad del
espíritu humano, de la esencia de la inteligencia del hombre, el querer saber,
el tratar de encontrar el sentido de las cosas, desde lo más particular, hasta
lo más general. Buscamos explicarnos las cosas y hasta que no alcanzamos una
explicación satisfactoria y suficiente, nuestra inquietud no cesa. Pero
explicar algo es descubrir cómo se hilvanan los hechos que han dado lugar a
aquello cuya explicación buscamos: es descubrir cuál es la ilación que
existe entre los fenómenos, los hechos, los procesos, etc. de modo tal
que, descubierta su ilación, nuestra inteligencia experimente haber saciado,
hasta cierto punto, la inquietud que lo afligía.
Hay tres modos de entender y formular
esta ilación entre los hechos: la ilación
narrativa, la ilación lógica y la ilación
lógico-narrativa.
La ilación narrativa: en ella nuestro espíritu se ciñe al discurrir
temporal de los hechos, estableciendo la sucesión con que se han ido
concatenando. Se trata del modo narrativo, según el cual entendemos algo
cuando conocemos cómo ha sido el proceso que le dio origen a lo largo del
tiempo. El paradigma de este tipo de explicación es la biografía.
Para decir a otro quién soy, cuál es mi identidad, debo exponer mi biografía:
debo ensayar una narración sobre mí mismo, puesto que lo que yo soy depende de
lo que he sido antes, lo cual implica referirme a mis padres, amigos, las
circunstancias de la vida, el ambiente, las decisiones que adopté, las
postergaciones, etc.)
La ilación lógica: entender algo es descubrir los nexos lógicos que se
dan entre distintos fenómenos. Es el caso de la ciencia: conocer la verdad de
un cuerpo de conclusiones es posible en la medida en que se expone cómo ellas
proceden lógicamente a partir de ciertas hipótesis o
principios que las fundan (es decir que son su fundamento). Hay ciencias que
son el campo privilegiado de este tipo de explicaciones lógico-ilativas, como
la geometría, la matemática, las ciencias físico-químicas, etc. Hay
otras, como la botánica o la historia, en la que los nexos lógicos, la ilación
lógica, no juegan un papel preponderante.
La ilación lógica-narrativa: esta recurre a una combinación de los dos anteriores
métodos y es propia de la historia de las ideas, de la historia de la
cultura. Conocer el clima cultural de una época, la constelación de valores que
la rigen, la sensibilidad estética predominante, etc. etc. sólo se pueden
entender si se exponen a la luz la matriz filosófica y religiosa que subyace a
los procesos y, a la vez, las circunstancias fácticas que han ejercido o bien
alguna cierta causalidad, o bien, han desempeñado el papel de ocasión (circunstancia
ocasional) o de condición para que algo pudiera hacer su
aparición y desplegarse. Este tipo de explicación es la más difícil, ya que es
difícil para una mente limitada dar con todos los factores y elementos que
componen a modo de piezas de un rompecabezas la figura total que identifica una
época, un período, una cultura. Pero el aspecto lógico se evidencia si
reparamos en el hecho de que no podemos entender ninguna época si no tenemos en
cuenta el sistema o entramado de ideas que han terminado por tomar cuerpo en
una sociedad dada y en una época determinada. Y eso que he descrito como
“entramado de ideas o sistema” no es más que la filosofía, que
provee a cada época una visión y un conjunto de valores. Detrás de cada época
–y no necesariamente con prioridad temporal, ya que puede darse como
justificación de lo ya dado o en curso de darse- hay una visión filosófica
determinada. Pero como la vida de los hombres y de las sociedades no se deja
encerrar en fórmulas, la filosofía no puede explicar todo. El arte,
los juicios de valor, las costumbres, las instituciones o la música
predominantes pueden no dejarse apresar por las cerradas mallas de una bien
hilvanada sistematización filosófica. Y esta situación es la que justifica que
inevitablemente la ilación lógica deba ser a la vez ilación narrativa. También,
entonces, debe apelarse a una narración de los hechos, muchas veces no
admiten ser reducidas a una fórmula, a un concepto.
Preliminarmente, con el objeto de
tener clarificadas ciertas cuestiones que conciernen a la distinción entre la
fe y la razón, desarrollaremos algunos conceptos claves que tienen que ver con
la fe.
EL
CONCEPTO DE SECULARIZACION
Hemos escrito que tomaremos como concepto
clave que nos ayudará a orientarnos en la situación cultural de la que somos
testigos y partícipes, el término "secularización".
Ello nos obliga a explicitar, como primera medida, su alcance y significado, ya
que creemos encontrar en esta categoría la cifra de esta crisis profunda y casi
inabarcable.
1.- Etimología: proviene de la voz latina "saeculum", que
significa "siglo". En los primeros tiempos del cristianismo, usaban
este término, "saeculum" o siglo, para designar las etapas de la
Revelación y, en especial, usaban la frase "este siglo"
para referirse a la etapa previa a la segunda venida de Jesucristo, es decir,
para referirse al presente histórico inmediatamente anterior al fin del mundo,
a la resurrección de los muertos y al juicio final. Por lo tanto, entendían con
la expresión "este siglo", la etapa previa a la eternidad.
De ahí que, gran parte de lo que acontecía y pertenecía a la etapa previa a la
eternidad (es decir, lo que transcurría en esta etapa histórica o este
siglo) estaba revestido de caducidad: se trataba de cosas y asuntos
meramente temporales. Pero dijimos "gran parte de lo que
acontecía", por la sencilla razón de que parte de la eternidad se
encuentra incoada en la historia (por ejemplo, la santidad de cada uno tiene su
inicio en "este siglo", aunque no esté concluida, puesto que su
consumación se da definitivamente luego de la historia). En
definitiva, "secular" significaba, primordialmente, lo relativo a las
realidades históricas, temporales, no vinculadas en sí mismas a lo religioso.
A partir de aquí, resultó natural el uso
jurídico que se le dio al término "secular" y sus derivaciones, en
especial la palabra "secularización". En efecto,
"secularización" comenzó a utilizarse para designar el "proceso
jurídico-canónico por el que una persona o cosa, que había sido previamente
separada y constituida en sagrada o eclesiástica, es privada de la consideración
o régimen especial que le otorgaba la legislación canónica, e
incorporada de nuevo a las condiciones y usos propios de la vida común u
ordinaria"[4]. Por ejemplo, la
dispensa de los votos de un monje (es decir, la reducción al estado de vida
laical) es una secularización canónica o jurídicamente entendido. Por ello
mismo, la confiscación de los bienes de la Iglesia por parte de la autoridad
política, también se encuentran comprendidos bajo el alcance significativo del
término "secularización", sólo que en este último ejemplo, ello
sucede por una decisión unilateral del Estado (y en contra del derecho
canónico, por cierto).
Finalmente, el término cuyo análisis
estamos haciendo -"secularización"- adquirió un significado, diverso,
sí, pero vinculado a los usos que acabamos de reseñar: proceso por el
que las instituciones políticas, cívicas, sociales, reafirman su independencia
o autonomía frente a la autoridad de la Iglesia. Este proceso comenzó
hacia finales de la Edad Media y en sí mismo no tiene nada de objetable, puesto
que forma parte de la auto-conciencia que tiene el cristianismo (la Iglesia) de
sí mismo, en tanto que se percibe como dotado de una misión sobrenatural
y supra temporal (la salvación de los hombres, a través del seguimiento
personal de Cristo). Sin embargo, este proceso tuvo diversas alternativas y
episodios, ya que conllevó también la supresión de estructuras o formas de
entender el ejercicio de la autoridad política característico de la Edad Media,
cuya disolución, además de ser en cierto sentido traumática, exigió de sus
protagonistas un ejercicio de clarificación de sus respectivos papeles y
misiones. De hecho, y mencionado a título de ejemplo, basta con recordar la
denominada "querella de las investiduras". En definitiva, no siempre se
trató de un proceso por el que las realidades políticas y temporales en
general, fueron adquiriendo conciencia de su propio valor y autonomía:
simultáneamente se trató de una lucha entablada por la Iglesia en reclamo y
defensa de su propia independencia frente a los intentos del poder político
(emperador, príncipes y autoridades feudales) para avasallar a la misma
Iglesia.
2.- A partir de este último uso que
adquirió finalmente el término "secularización", nos encontramos ya
en situación de comprender aproximadamente porqué recurrimos a esta categoría
de análisis para orientarnos en la crisis cultural cuyas señales de
descomposición quedaron aludidas anteriormente. Pero antes de seguir avanzando
en nuestro tema, resulta necesario establecer que dentro de este contexto, el
término "secularización" tiene dos interpretaciones, de
las cuales sólo nos interesa la segunda de ellas:
a)
"Secularización": ese proceso puede ser interpretado como un hecho
que en sí no es objetable porque implica el doble reconocimiento del propio
valor -valor relativo, no absoluto- que tienen las realidades humanas, en
especial, las realidades políticas, y, a la vez, el reconocimiento del valor
trascendente que tiene la Iglesia, la cual, fundada por Cristo, no está sujeta
a las expectativas e intereses de la vida política, sino a objetivos
religiosos que están revestidos de un carácter sobrenatural y eterno.
b)
"secularización": ese proceso de autonomización de las realidades
políticas y sociales con respecto a la Iglesia, que tuvo su inicio hacia
finales de la Edad Media, es interpretado o juzgado como un hecho reivindicatorio
y emancipatorio que dejó atrás el "oscurantismo medieval" y el
estado de ignorancia en que la fe cristiana había sumido a la humanidad.
Esta actitud ve a la religión y a la revelación como una creación meramente
humana y como algo de lo cual hay que liberarse (emanciparse), de igual manera
a como el adulto abandona su etapa infantil. La religión (cristiana), debe
quedar arrinconada en el pasado y no debe tener ninguna injerencia en la vida
política ni en la cultura en general. A lo sumo, la religión es un mero hecho
privado, pero que de ningún modo se puede admitir que pretenda ella reivindicar
misión alguna en la sociedad, en la política y en la cultura. Es de fundamental
importancia, entender que este tipo de "secularización"
inevitablemente implica la pérdida del sentido de lo divino: el olvido, a nivel
social y cultural, de que el hombre es creatura de Dios y que su meta final
está en Dios mismo. Esta secularización da lugar a un tipo de hombre
desarraigado cuya vida transcurre en un horizonte cerrado a toda trascendencia.
De las dos valoraciones o interpretaciones
de la "secularización" que vimos recién, tendremos en cuenta la b)
como clave que nos permitirá comprender y valorar la situación actual.
Pero antes de continuar desarrollando nuestro tema, conviene poner a punto
algunas nociones que es preciso delimitar cuidadosamente a fin de evitar
malentendidos. Se trata de las nociones de "religión", "fe"
y "revelación".
ALGUNAS ACLARACIONES CONCEPTUALES SOBRE
RELIGION, FE Y REVELACIÓN:
1. Concepto de religión.
La religión es un fenómeno verdaderamente
universal. No se conoce ningún pueblo sin religión. Las esperanzas que tenían
algunos científicos, como antropólogos, historiadores, etc., de encontrar
pueblos primitivos sin religión ha quedado fallida: no se ha hallado ni uno
solo, e incluso en todos ellos se encuentra más o menos viva la creencia en un
Ser Supremo (Dios).
Conviene aclarar, con todo, que una cosa
es la existencia universal del fenómeno religioso, la religiosidad, y otra el
grado con que la viven los individuos. Con esto se quiere decir que en todos
los pueblos y sociedades es posible hallar desde aquellos individuos que viven
la religión de un modo sobresaliente –los santos-, hasta aquellos que son
ateos, pasando, entre medio, por un gran número de personas que viven su
religiosidad de un modo común, aunque con sinceridad y profundidad, por otro
gran número de personas que, sin negar a Dios, viven casi con indiferencia esa
religiosidad, inmersas en sus preocupaciones y apenas participando en grandes
fiestas y conmemoraciones.
La universalidad de la religión es tal que
abarca a todas las culturas y pueblos, pero no a todos los individuos en el
mismo grado.
Para aproximarnos al conocimiento de la
naturaleza del fenómeno religioso, resulta conveniente establecer la
etimología de la palabra que sirve para designar dicho fenómeno.
“Religión” viene del término latino “religio”. En general hay cierta
coincidencia entre los especialistas en mantener que “religio” procede del
verbo “religare”, que significa religar, volver a ligar o atar. Es decir, que
la religión, según se desprende de su significado etimológico, viene a ser una
vinculación entre el hombre y Dios. La religión, según se etimología, implica
orden o relación a Dios.
En cuanto al hecho religioso en sí (la
religión), el mismo presupone por parte de los hombres la afirmación de que el
mundo no se agota en la realidad que los sentidos les presentan, sino que, por
el contrario, existe una realidad trascendente de la que el mundo mismo
depende. Esa realidad trascendente es lo que llamamos Dios. De este modo, la
religión supone ante todo la convicción de que existe Dios. Pero no se reduce a
ser una mera convicción intelectual, puesto que ésta demanda una respuesta por
parte de quien reconoce que él y todo lo que percibe de la realidad, dependen
de ese Ser Trascendente. Precisamente, cuando el hombre reconoce que existe Dios
y obra en consecuencia queda constituido el hecho religioso. Conocer que Dios
existe, pero no obrar en consecuencia, no es ser una persona religiosa. La
religión, como vivencia personal, exige una determinada respuesta.
La historia de las religiones muestra con
claridad que esa respuesta está integrada por determinadas actividades o
conductas, sentimientos y convicciones: el respeto ante la divinidad, la
necesidad de expresar mediante ciertas acciones un sentimiento de adoración por
Dios, la necesidad de manifestar en forma pública el reconocimiento de la
existencia de Dios por medio del culto, la creencia en que es posible
establecer con el Ser Trascendente una forma de comunicación (la oración), la
creencia en que el hombre posee una dimensión no material que perdura luego de
la muerte (el espíritu),etc.
Por todo ello, la definición de religión
(definición real) es esta:
acto o conjunto de actos
por los que el hombre, habiendo reconocido de algún modo la realidad de Dios,
orienta su vida en relación a Él.
En esta definición de religión se puede
apreciar que ella –la religión- posee esos dos aspectos a los que se ha estado
haciendo referencia más arriba: uno tiene que ver con el conocimiento y el otro
con la libre respuesta que el hombre le da a Dios.
En cuanto al conocimiento de la realidad
de Dios, puede seguir diversos caminos: uno puede ser el conocimiento
pre-filosófico por el que tantos, merced a una espontánea deducción sugerida
por la visión del universo, llegan a la conclusión de que Dios existe, haciendo
uso de la razón; otras veces se trata de un conocimiento mucho más riguroso: se
trata de la filosofía, la cual establece la proposición “Dios existe”
merced a un desarrollo argumental[1]. Finalmente, la otra vía es la de la
fe.
En cuanto a esa libre respuesta,
ella consiste en orientar el conjunto de nuestra vida en dirección a Dios. Esto
significa, básicamente, en centrar la vida en el amor a Dios, haciendo su
voluntad.
2. Concepto de fe.
Tener fe, se suele decir, es creer. Pero
¿qué es creer? En términos generales, es dar por cierto algo cuya verdad no nos
consta en forma personal, apoyándonos en el testimonio de otra persona.
La fe es un acto de conocimiento
intelectual. En la vida común, con reiterada
frecuencia nos encontramos en la situación de tener que tomar por verdadera
mucha de la información que nos llega, a pesar de no poseer acerca de su verdad
ninguna constancia personal, sea porque carecemos de una adecuada preparación
intelectual o de la capacidad de entendimiento requeridas para certificar la
misma (como ejemplo de esto, piénsese en las complicadas experiencias de
laboratorio o en las difíciles y largas demostraciones de la ciencia cuyas
explicaciones no está a nuestro alcance seguir), sea porque poseyendo tal
capacidad nos resulta físicamente imposible “ver con nuestros propios ojos”
(tal como sucede cuando se trata del conocimiento del pasado), sea porque no
disponemos del tiempo para hacerlo o, sencillamente, porque no nos interesa
mayormente.
En tales situaciones nos comportamos del
siguiente modo: damos por ciertas esas informaciones o datos, no porque nos
sean evidentes, sino porque el testimonio de quien nos las transmite ofrece las
suficientes garantías de seguridad y veracidad que el prestarle nuestra
adhesión se convierte en un acto de sensatez.
A eso es, precisamente, a lo que
denominamos fe.
Como se puede observar, se trata, por lo
tanto, de una forma de conocimiento, ya que gracias a la fe adquirimos
noticia de las cosas: incrementamos nuestro saber. Pero esta modalidad de
conocimiento –a diferencia del saber experiencial o de la ciencia-
se basa en el testimonio de otro: la fe es un conocimiento basado en
el testimonio de otro.
En cambio, la ciencia –y también la
experiencia- se basan en evidencias: allí donde la realidad que deseo
conocer - el objeto de conocimiento- se me aparece con evidencia, no
preciso tener fe.
La fe es un acto de conocimiento
intelectual que consiste en asentir. Ella consiste en un acto de
asentimiento producido por dicha facultad (la inteligencia).
¿Qué es el asentimiento? ¿Qué es asentir?
Asentir es formular un juicio acerca de la realidad: asentir es afirmar, es
pensar “sí, esto es así”, o “esto no es así”. En el acto de asentimiento la
inteligencia se expide, se pronuncia acerca de la realidad: “la realidad es
así, de tal modo”. Y, además, lo hace con convicción, con firmeza o seguridad.
Ese convencimiento con que la inteligencia
se expide al asentir, o proviene de la evidencia del objeto (por ejemplo cuando
afirmamos que “la tierra se mueve alrededor del sol” porque hemos comprendido
plenamente los argumentos que así lo prueban) o proviene de nuestra adhesión al
testimonio de alguien que nos asegura –con las debidas y suficientes garantías-
que algo es o sucede de tal o cual modo. Si se trata de esta última
posibilidad, estamos frente al caso de la fe (siguiendo el mismo ejemplo:
cuando afirmamos que “la tierra gira alrededor del sol” porque, aunque no
estemos en condiciones de seguir la prueba científica de dicha aseveración,
confiamos en el testimonio de quien así nos lo enseña.)
En síntesis, en el caso de la experiencia
o de la ciencia, el asentimiento de la inteligencia se funda en la evidencia
del objeto. En el caso de la fe, se funda en el testimonio de otro.
La fe requiere la intervención de la
voluntad. Ante todo, ¿qué es la voluntad? Nuestro
querer o no querer, nuestro amar u odiar, nuestro elegir o rechazar, son actos
que provienen de una facultad que se llama voluntad. Ciertamente, somos
nosotros (nuestro yo) los que queremos o no queremos, pero a través de la
voluntad, así como somos nosotros los que entendemos, pero a través de la
inteligencia.
El papel que la voluntad cumple en el acto
de fe es éste: mover a la inteligencia para que admita o tenga por verdadero
los testimoniado por otro.
La razón de que sucede así es sencilla: en
el caso de la fe a la inteligencia la falta la evidencia del objeto. Si el
objeto fuese evidente, ya no sería necesario creer en el testimonio de otro.
¿Por qué vamos a creer si ya lo estamos viendo? Desde el momento en que
comienzo a conocer por mí mismo –y no ya “por los ojos” de otro- la fe se
vuelve superflua. ¿Para qué voy a creer si lo puedo ver con mis propios ojos?
Pero mientras falte esa evidencia del objeto, el entendimiento permanece en la
duda sin tener fuerzas suficientes para asentir (“¿esto es así o no?”). Por eso
se precisa que la voluntad mueva a la inteligencia para que se expida
asintiendo.
¿Y qué es la evidencia,
de la que hablamos en el párrafo anterior? La evidencia es una propiedad que
tiene el objeto que se presenta ante nosotros para ser conocido y consiste en
la patencia o clara manifestación con que algo se presenta a nuestro
conocimiento (intelectual), de modo tal que nuestra inteligencia no puede no
asentir o juzgar.
Esa evidencia puede ser “inmediata” o
“mediata”. La “inmediata” a su vez, puede ser sensible o intelectual. La
evidencia inmediata sensible es aquella en la que la “clara manifestación del
objeto conocido” se nos presenta patentemente gracias al testimonio de los sentidos
(por ejemplo, el hecho de que “ahora, brilla el sol”: basta abrir los ojos para
vernos forzado, si se nos pregunta, a afirmar que “efectivamente, el sol está
brillando”).
La evidencia inmediata intelectual es
aquella de la que gozan, por ejemplo, los principios evidentes por sí
mismos: “no se puede ser y no ser a la vez y bajo el mismo punto de vista o
relación”, “el todo es mayor que las partes”, etc. En tales casos también, la
inteligencia se ve forzada a asentir, y lo hace de modo espontáneo e inmediato.
Finalmente, tenemos la evidencia mediata:
es aquella en la que la percepción (intelectual) de una verdad se da
“mediatizada” gracias a una demostración o prueba. Por ejemplo, que la tierra
gira alrededor no goza de ninguna evidencia inmediata (ni sensible ni, menos
aun, intelectual), ya que incluso coloquialmente decimos que “el sol sale por
el este y se pone por el oeste”, y frases parecidas. Pero sabemos que es la
tierra la que gira alrededor del sol sólo gracias a las pruebas que de este
hecho nos proporcionan las ciencias. Una vez comprendidas las pruebas
científicas, nuestra inteligencia no puede no juzgar que el sol no se mueve,
sino que lo hace la tierra.
En suma: si bien en todos estos casos la
inteligencia se ve como “forzada” a asentir con espontaneidad, en el
caso de la fe, precisamente lo que falta es esa evidencia. Pero, a la vez, hay
alguien (testigo) que sostiene que las cosas son de tal o cual manera. Y es
aquí en donde interviene la voluntad: ella es la que mueve al
asentimiento a la inteligencia.
Por eso dice San Agustín que “nadie
cree, si no quiere” (nemo credit nisi volens).También Josef
Pieper lo dice con meridiana claridad:
"Decidirse
a creer no es simplemente consecuencia de una argumentación. Jamás se ve uno
forzado a creer algo así como en razón de las leyes de la lógica. Dada su
naturaleza, la fe no es justamente compelente consecuencia de premisas. Si yo
hago una cuenta, no puedo hacer otras cosa, de buenas a primeras, que reconocer
el resultado; sencillamente, ni puedo, ni me sale oponer resistencia al
conocimiento verdadero que allí se me muestra. Pero al creyente no se le
muestra precisamente el hecho aceptado al creer; no está forzado en modo alguno
por la verdad. Allí se da más bien la credibilidad de otro: precisamente de
aquel que me asegura haberse producido lo que él dice. Es cierto que esa
credibilidad puede comprobarse hasta cierto punto. De todas formas, pueden
darse tantas razones a favor de la credibilidad de un testigo que sería
imprudente y, por lo demás, quizá incluso incorrecto no creerle. Y sin embargo,
no he de hacer eso, no he de creerle sólo por esto. Entra la clara y
consecuente intuición de la credibilidad de un hombre, de una parte, y la
confianza y fe que realmente le muestro, de otra, se da un acto voluntario,
totalmente libre, al que nada ni nadie me pueden forzar, como tampoco se me
puede imponer el que ame a una persona, por muy convincente y concluyentemente
que se me haya puesto ante los ojos la conveniencia de amarla. Se puede admitir
"de mala gana" que algo es así o ha ocurrido así, pero ni se puede
amar de mala gana ni tampoco creer. Esto se encuentra ya en San Agustín en su
comentario al Evangelio de San Juan: nemo credit nisi volens, nadie
cree sino voluntariamente. Dado, por tanto, que la fe, por naturaleza, reposa
en la libertad y surge de la libertad, es -como por lo demás lo es también el,
nada religioso, dar crédito a otro en la ordinaria convivencia- un fenómeno
indescifrable en un sentido específico, algo emparentado y vecino al menos del
misterio."
Como cierre de lo que llevamos dicho,
presentamos la definición de fe (concepto genérico de fe o fe meramente
humana):
La fe es el acto de
asentimiento de la inteligencia ante una proposición, imperado por la voluntad
El único término que figura en esta
definición que puede requerir una explicación es “proposición”:
significa cualquier frase o juicio que contenga una información sobre la
realidad (por ejemplo, “hoy está lloviendo”, “el hombre es un ser muy
particular”, “soy una persona complicada”, “la tierra se mueve alrededor del
sol”, etc.etc.).
Obsérvese que en la definición se dice que
ese acto de asentimiento es imperado por la voluntad: el “imperio” de
la voluntad es el acto de ésta que consiste en mover a
la inteligencia para que ésta asienta.
La fe puede ser, o bien de orden
sobrenatural, o bien puede ser fe meramente humana. Lo explicado hasta
aquí cuadra tanto a la fe, en sentido amplio (la fe meramente humana), como a
la fe en sentido sobrenatural (la fe religiosa), ya que hemos explicitado el
concepto genérico o amplio de fe (fe meramente humana) según el cual ella es
una forma de conocimiento basado en el testimonio.
Pero la fe, en sentido sobrenatural, la fe
en el ámbito religioso –la que concierne a la teología- se distingue de la fe
meramente humana por las siguientes características:
1. El asentimiento de la mente es a una
verdad que ha sido revelada por Dios.
2. El asentimiento se basa en la autoridad
del mismo Dios, que no puede engañarse ni engañar.
3. En la fe sobrenatural, la voluntad que
mueve a la inteligencia a asentir, es, a su vez, movida por la ayuda de la
Gracia divina. “Gracia” significa don, regalo; por “gracia divina”
entendemos un don gratuito de Dios que posee carácter sobrenatural, es decir,
que no pertenece al orden de la naturaleza humana, puesto lo supera.
¿Por qué es necesaria la gracia de Dios
para que se dé el acto de fe? Porque la verdad revelada supera infinitamente el
alcance de la razón humana (el contenido de la fe está constituido por
los misterios de fe) y sin ese
auxilio divino no seríamos capaces de tener fe.
"Para profesar esta fe es necesaria
la gracia de Dios que previene y ayuda, y los auxilios del Espíritu Santo, el
cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da
"a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad". Y para que la
inteligencia de la revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo
perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones." (Concilio
Vaticano II, Gaudium et Spes, n, 5)
La definición de fe sobrenatural que
transcribimos a continuación pertenece a Santo Tomás de Aquino y resume en lo
fundamental las características que hemos ido detallando:
La fe es un acto del
entendimiento por el que asiente a la verdad divina bajo el imperio de la
voluntad (es decir, por la orden de la voluntad), movida por la gracia.
3. Concepto de Revelación.
Ahora bien, si nos preguntamos de dónde
proceden los contenidos de la fe (es decir, la información que hacemos nuestra
mediante ese acto de fe), la respuesta es la siguiente: el cristianismo
sostiene que su procedencia es revelada. De ahí entonces que debamos explicitar
la noción (religiosa) de Revelación.
En su sentido etimológico, “revelación” es
la acción de manifestar algo oculto, puesto que proviene de la palabra latina
“re-velare”, cuyo significado es quitar el velo que oculta algo, descubrir.
En la religión cristiana –y por lo tanto
en Teología- el concepto de REVELACIÓN tiene un
significado estricto y perfectamente delimitado, el cual guarda relación con su
etimología. En cambio, cuando es usado por pensadores no cristianos o se lo
aplica a otras religiones, el concepto pierde su carácter estricto, e incluso
se aleja del significado etimológico (El concepto no estricto de “revelación”
designa en el proceso de creación artística ese momento especial en el que el
artista tiene una ocurrencia genial. Otras veces se usa el término para
referirse al descubrimiento de una verdad como fruto de un esfuerzo humano de
reflexión.)
a) Concepto de Revelación y clases de
Revelación: Revelación natural y sobrenatural.
Comenzaremos por dar el concepto
estricto de REVELACION y sus diversas clases:
En sentido estricto, REVELACION es
la manifestación de alguna verdad o realidad hecha por Dios al hombre.
En razón de que puede hacerse de diversos
modos y por diversos medios, se distinguen dos clases de
REVELACIONES: la Revelación natural o cósmica y la Revelación sobrenatural o divina.
La Revelación natural o cósmica es la
manifestación de Dios en la creación.
En efecto, la naturaleza, el cosmos, el
universo, como quiera llamárselo, ha sido creado por Dios: es la obra de Dios.
Pues bien, así como a partir de las obras de una persona –por ejemplo de sus
escritos o de una obra de arte- podemos conocer su existencia y algo de su
personalidad, del mismo modo la naturaleza por haber sido creada por
Dios, nos da pie para alcanzar un cierto conocimiento de Dios.
La Sagrada Escritura (la Biblia)
menciona en diversos pasajes esa manifestación de los atributos divinos,
mediante la contemplación de la grandeza y belleza del mundo. Por ejemplo, San
Pablo –Epístola a los Romanos I, 20) dice: “porque lo invisible de Dios, desde
la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras...”
A esta Revelación se aludió en el punto
anterior, al hablar del concepto de religión: cuando se dijo allí que existe
una espontánea deducción sugerida por la majestad de la naturaleza por la que
se alcanza una cierta noción de Dios.
¿Cuál es el valor que posee esta
Revelación natural? Respondemos con palabras del teólogo D. Fernández García: “La Revelación natural es básica e
importante, pero tiene sus límites: a) sólo nos descubre imperfectamente el ser
de Dios: los atributos que tienen relación con su poder, su sabiduría y su
bondad. El ser íntimo y personal de Dios permanece inaccesible. b) Este
conocimiento es precario y deficiente: las cosas creadas son signos (es decir,
señales) del ser de Dios, pero es mayor la desemejanza que la semejanza que
guardan con el ser propio de Dios. De hecho la historia nos enseña que muchos
no han conocido al Dios verdadero o que este conocimiento va mezclado con
muchos errores. c) La Revelación natural no significa un contacto
inmediato entre Dios y el hombre: la creación es el puente para ese encuentro,
pero no representa un contacto directo en el Dios vivo y personal que conocemos
por la fe. Los atributos de Dios están escritos en el libro de la creación,
pero su lectura resulta difícil para el hombre (por eso para su interpretación
acertada hace falta la Revelación Sobrenatural, como veremos enseguida, la
cual nos pone en contacto con el Dios vivo y personal). d) No obstante, la
Revelación natural tiene un valor insustituible: es el punto de inserción de la
Revelación Sobrenatural, en el sentido de que es su punto de apoyo: la
Revelación natural es un camino preparatorio a la Revelación Sobrenatural,
ya que aquella persona que sabe que Dios existe en base a una convicción
racional, está más preparada para aceptar la Revelación
Sobrenatural. En efecto, si yo sé que Dios existe y es todopoderoso, estoy
más predispuesto a aceptar el hecho de que Dios se haya manifestado a los
hombres en forma directa. e) La Revelación natural es permanente: es válida
para todos los tiempos y está abierta a todos los hombres; en mayor o menor
medida es asequible a todas las inteligencias.”[5]
En síntesis, la
Revelación natural es la manifestación de Dios en su obra, la creación. Su
importancia radica en que es un modo válido de conocer a Dios (esa validez es
para todos los tiempos y para todos los hombres, ya que es asequible a todas
las inteligencias) y puede ser un punto de apoyo de la Revelación
Sobrenatural. Sus limitaciones radican en que es un conocimiento
imperfecto de Dios, es decir que es incompleto y no exhaustivo, aunque sí es
verdadero. Su precariedad y deficiencia se dan porque en las cosas creadas
mayor es la desemejanza con Dios que la semejanza y por ese motivo este
conocimiento ha estado mezclado con errores.
La Revelación sobrenatural o divina.
En cuanto a la Revelación sobrenatural
o divina se la define como la manifestación extraordinaria de
Dios a los hombres de verdades sobrenaturales y naturales, acerca de su
naturaleza divina y de su designio de salvación.
De esta definición surgen las siguientes
características: por de pronto, se trata de una comunicación o manifestación
especial (extraordinaria). Eso implica decir que no está
contenida en la creación (como es el caso
de la revelación natural), sino que, al contrario, siendo una acción especial
de Dios, resulta de una intervención de Dios en la historia de la humanidad. En
segundo lugar, el contenido de la Revelación Sobrenatural está
constituido por verdades que el hombre puede conocer por la razón natural y verdades
que sobrepasan las posibilidades de la razón y que sin ayuda de la
Revelación Sobrenatural no pueden ser conocidas. En tercer lugar, estas
verdades se refieren a la naturaleza íntima de Dios y a su plan de salvación de
toda la humanidad.
La Revelación sobrenatural es una
acción libre y gratuita de Dios. Gratuito significa aquí que se trata de un don
(regalo), sin merecimiento alguno por parte del hombre, por lo tanto. La
gratuidad implica que se produjo no porque Dios hubiese estado obligado a producirla,
sino que procede de la libre y espontánea decisión de Dios. En definitiva,
procede del espontáneo amor de Dios. Implica también que la iniciativa es de
Dios. Dios se revela a los hombres cuando y en la medida que quiere.
La Revelación sobrenatural es una
elevación sobrenatural del sujeto que la recibe (es decir, el hombre). Ella
eleva al hombre a un plano u orden que está por encima de su naturaleza y de
las posibilidades de su naturaleza. Ese plano u orden se le denomina “orden
sobrenatural”.
El orden sobrenatural y el orden natural
se distinguen entre sí, puesto que el primero está constituido no sólo por lo
que excede la naturaleza del hombre, sino principalmente por lo que pertenece a
la vida íntima de Dios. Equivale a la expresión “orden divino”. Es todo lo que
pertenece o tiene que ver con la divinidad misma de Dios.
El orden natural está constituido por la
naturaleza o esencia del hombre y las posibilidades de su misma naturaleza.
“Las posibilidades de su naturaleza”: esta expresión significa las cosas que el
hombre puede conocer y comprender, desear, hacer o lograr en virtud de lo que
él es (es decir, en virtud de ser hombre).
Despejadas estas cuestiones
terminológicas, expliquemos qué significa concretamente eso de que la
Revelación sobrenatural eleva o introduce al hombre al plano sobrenatural.
Significa concretamente dos cosas: 1) que gracias a la
Revelación sobrenatural el hombre accede a un plano u orden que lo
sobrepasa infinitamente: es elevado por encima de sí mismo al orden sobrenatural.
Ello es así porque la Revelación sobrenatural procede de una acción
especial de Dios y porque en ella comunica verdades sobrenaturales, (es decir,
verdades que manifiestan la vida íntima de Dios –como el misterio de la
Trinidad- y su secreta y divina voluntad. 2) Significa que para que el
hombre reconozca la Revelación sobrenatural y acepte las verdades
sobrenaturales que ella contiene, debe ser ayudado especialmente por la gracia
de Dios. Esa ayuda es necesaria, precisamente porque superan la capacidad de
comprensión del hombre.
La Revelación divina se fue dando en
la historia en forma paulatina: Dios se fue revelando progresivamente. Debido a
ello se habla de las fases de la Revelación sobrenatural. La
culminación de esta Revelación es la Revelación de Cristo. Cristo,
que es Dios, es la plenitud y cumplimiento de toda la
Revelación sobrenatural o divina.
La Revelación es susceptible de una
doble consideración: se la puede considerar en sentido activo o
en sentido objetivo. "En sentido activo es la misma acción de
Dios que se revela o atestigua alguna verdad a los hombres. En sentido objetivo
es la verdad o con junto de verdades y hechos manifestados por Dios."
Hasta aquí hemos hablado de la Revelación sobrenatural en sentido
activo. Pero a continuación pasaremos al otro punto de vista: el objetivo. Así
considerada, esto es, desde el punto de vista de su contenido -las verdades que
esa acción de Dios ha comunicado a los hombres- resulta que en la
Revelación sobrenatural se distingue entre la
Revelación sobrenatural quoad
modum y Revelación sobrenatural quoad substantiam.
Los teólogos hacen una distinción dentro
de la Revelación divina. Es una distinción que se hace por razón del
objeto de la Revelación (es decir, en razón de las verdades
reveladas). Debe tenerse en cuenta que cuando se habla de Revelación
sobrenatural quoad modum y Revelación sobrenatural quoad substantiam, no se
está haciendo referencia a dos Revelaciones diversas, sino a una distinción que
se hace, en el seno de la única y misma Revelación sobrenatural, atendiendo a
ciertas características que presentan las verdades reveladas.
La Revelación sobrenatural quoad
modum: esta expresión latina literalmente significa “en cuanto al modo o
modalidad”. Con ella se quiere significar que en la Revelación sobrenatural
hay algunas verdades que sólo tiene de sobrenatural el modo extraordinario con
que han sido dadas a conocer a los hombres, pero tales verdades son, en sí
mismas, asequibles a la razón humana (son de orden natural). Por ejemplo, los
diez mandamientos, la existencia de Dios, la espiritualidad del alma humana,
etc.
La Revelación sobrenatural quoad
substantiam: esta expresión latina literalmente significa “en cuanto al
contenido o sustancia”. Se hace referencia con esta expresión a aquellas verdades
que en sí mismas –en su contenido- son de orden sobrenatural, por lo tanto
inalcanzables para la razón humana, la cual las conoce sólo porque Dios las ha
revelado. Se trata de las verdades reveladas que comúnmente reciben el nombre
de misterios. Por ejemplo, el misterio de Santísima Trinidad,
de la Encarnación de la segunda Persona de la Trinidad (el
Verbo), etc.
b) Necesidad y conveniencia de la
Revelación de las verdades reveladas quoad modum.
¿Por qué motivo Dios ha revelado
sobrenaturalmente a los hombres verdades que en sí mismas la razón humana está
en condiciones de descubrir, tal como es el caso de la existencia de Dios o los
diez mandamientos?
La razón es que se trata de verdades de
orden religioso –esto es, que conciernen a la relación del hombre con Dios-
cuyo conocimiento es indispensable para la salvación de los hombres. Por eso
Dios, para que pudieran ser conocidas por todos los hombres y sin mezcla de
error, las ha revelado.
TRES TEXTOS DE JOSEF PIEPER SOBRE EL TEMA DE LA FE[6]:
«Así es, y no
de otra manera»
“Cuando alguno
me pregunta «¿crees eso?», ¿qué quiere saber de mí exactamente? Alguien me da a
leer o me lee una noticia que él mismo, según parece, tiene por extraña o
inverosímil; y luego, mirándome a los ojos, me interpela: «¿Crees eso?» Con
toda evidencia, quiere saber si en mi opinión la noticia es auténtica, si
estimo que lo en ella referido corresponde a un verdadero suceso, a una
realidad.
Mirando la
situación en abstracto, se me ocurren varias respuestas posibles, además del
puro «sí» o «no». Podría, por ejemplo, encogerme de hombros y decir: «No lo sé,
tal vez sea cierto; pero también pienso que puede ser falso.» O bien: «Verás,
me da la impresión de que la cosa tiene fundamento, pero por supuesto no estoy
absolutamente seguro de que no sea de otra manera.» O ya con todo aplomo: «No,
no creo que la noticia corresponda a los hechos.» Lo cual, en una formulación
positiva, equivale a esto otro: «Tengo la noticia por falsa, la considero un
error y quizá una mentira.»
Mi «no» puede
todavía significar algo enteramente distinto: «Me preguntas si creo lo que ahí
se dice. Te vas a reír, no lo creo, ¡y sin embargo te aseguro que la noticia es
cierta! Da la casualidad de
que he visto el suceso con mis propios ojos; por tanto no creo que la noticia sea verídica, sino que lo sé.» Finalmente, me queda la posibilidad de responder al
cabo de un momento: «Sí, creo que las cosas han sucedido como ahí se cuentan.»
Seguramente diré esto después de haber mirado quién ha escrito el reportaje o
qué periódico lo publica.En esas contestaciones se reflejan
las cuatro posturas o actitudes
clásicas que uno puede adoptar ante cualquier hecho: duda, opinión,
conocimiento, fe. Dejemos por ahora de lado la incredulidad («considero falsa
la noticia»), pues en sustancia es una toma de posición positiva, que a su vez
puede presentarse en forma de opinión, conocimiento o fe.El que sabe y el que cree tienen
algo en común. Ambos dicen: sí, así es, y no de
otra manera. Ambos dan por verdadero, sin reservas, lo relatado.Pero entre los dos hay también una
importantísima diferencia: el que sabe posee una experiencia personal del hecho
en cuestión, mientras el que cree no basa su certeza en sí mismo. ¿Cómo,
entonces, puede este último decir: así es, y no de otra manera?Ahí radica toda la problemática
del concepto de «fe», tanto en el plano de la teoría como de la práctica. Se
nos plantea, por una parte, la dificultad
teórica de cómo concebir la estructura objetiva del acto de fe y, por otra, la
dificultad práctica de realizar, acreditar y justificar esa fe como acto vital.A la
pregunta «¿por qué el que cree puede decir: "así es, y no de otra
manera"?» respondo lo siguiente: lo puede decir porque se fía de otra
persona que le garantiza el hecho. A diferencia, pues, del que sabe, el que
cree no sólo tiene algo que ver con un hecho o estado de cosas, sino también y
sobre todo con «alguien», un testigo en quien el creyente confía.”
Participación en el saber
“Creer
equivale a tomar parte en el conocimiento de alguien que sabe. Por tanto, si no
hay nadie que vea o sepa, tampoco habrá nadie que crea. Un hecho que se
manifieste a todos con claridad no puede ser objeto de fe, lo mismo que un hecho ignorado por todos y del que nadie, en consecuencia,
fuera capaz de dar testimonio. La fe no se legitima por sí misma, sino sólo por
la existencia de alguien que conoce personalmente lo que debe creerse y por una determinada vinculación
con ese alguien.
Se implican
aquí varias cosas, y principalmente ésta: la fe es por naturaleza algo segundo. Siempre que
uno cree, atribuyendo a esta palabra su pleno sentido, hay alguien distinto de
él en quien el creyente se apoya; y ese alguien, digámoslo otra vez, no es un
creyente. Ver y saber son, según esto, lo primero y más alto en la escala de
valores.
Ello resulta
tanto de la simple averiguación del uso común del pensamiento y lenguaje
humanos como de la interpretación que del concepto de fe da la
teología occidental. En ninguno de ambos
casos queda sitio para la absolutización romántica que hace de la fe algo sumo y primordial
que ya no puede superarse. Con cierta
agresividad, escribe Newman: «La fe debe en definitiva poderse remitir a
la visión y a la razón:.. si no queremos ir a parar al bando de los ilusos.»
Nuestra doctrina tradicional de la fe no se refiere sólo de paso al
orden de valores cuyo primer puesto es ocupado por el «ver y saber», no el
creer, sino que lo confirma expresamente. Visio est certior auditu, dice Tomás (se
refiere el Autor a Santo Tomás de Aquino. La traducción literal de la frase es:
“La visión es más cierta que la audición” (o “ver es más cierto que oír”). Ver es más que oír: Esto
significa que, cuando uno ve por sí mismo, establece un mayor contacto con la
realidad, llega a poseer más realidad, que cuando su saber se funda en lo que
ha oído.
Aún hemos de
añadir aquí algo importante o, si se prefiere, introducir una enmienda. En
efecto, nuestra cita de la Suma Teológica
es incompleta. Toda ella reza así: Ceteris paribus visio est certior auditu, lo que traducido
equivale a «siempre
iguales las restantes circunstancias, ver es más seguro que oír.» En
otras palabras, cuando ambas posibilidades se me presentan en igualdad de
condiciones y puedo escoger entre ellas, me decidiré preferentemente por el
saber basado no en lo oído, sino en lo visto.
Pero ¿acaso
ha llegado el hombre al extremo en que no le es
ya posible, o no siempre, escoger? Imaginemos esta alternativa: o privarse de todo acceso a una determinada
realidad, o aceptar un saber de
oídas; o ningún conocimiento, o un conocimiento imperfecto. Queda bien
sentado, como decíamos, el principio de que «ceteris paribus es más seguro ver que oír».
¿Qué hacer entonces?; ¿qué partido tomar?; ¿será mejor renunciar a todo
conocimiento de esa realidad o, al contrario,
entrar en ella por una puerta algo más estrecha? He aquí exactamente
la cuestión con que ha de enfrentarse cualquier hombre que deba optar entre
creer y no creer.
Supongamos el
caso de un naturalista que, allá por el año 1700, se hubiera entregado a la tarea de describir los granos de polen
de las plantas por él conocidas. No cabe duda que, a simple vista o con
la ayuda de lupas sencillas, podía ya averiguar no pocas cosas y adquirir al
respecto un conocimiento «de primera mano». figurémonos ahora que recibe la
visita de un colega de Delft. En casa de Antony van Leeuwenhoek, ese colega
observó el mismo polen a través de uno de los primeros microscopios y
aprovecha la presente visita para hablar de sus descubrimientos. Los granitos
negros que le quedan a uno en la mano al tocar una amapola, dice, son en
realidad corpúsculos de estructura rigurosamente geométrica y formas que se
repiten sin cesar, del todo distintos á los granos de polen de otras fanerógamas,
etc., etc. Damos por supuesto que el primer botánico no ha tenido nunca la
oportunidad de utilizar por su cuenta un microscopio y que su visitante no le
ha referido otra cosa que lo que ha visto con sus propios ojos. Ahora bien,
¿no entraría nuestro naturalista en posesión de una mayor verdad, o sea, de más
realidad, decidiéndose a «creer» a su colega en vez de aferrarse a la postura
de considerar cierto y verdadero sólo lo visto personalmente?; ¿no habrá que
modificar entonces la escala de valores alterando el orden entre el
conocimiento basado en la experiencia propia y el conocimiento de oídas?; ¿no son aquí oír y creer
antes que ver?
Ha llegado el
momento de citar la frase de Tomás en su totalidad: «Siendo iguales las
restantes circunstancias, ver es más seguro que
oír; pero, cuando aquel de quien aprendemos algo oyéndole está en grado de
abarcar mucho más de lo que aparece simplemente a nuestra propia vista,
entonces oír es más seguro que ver.» Desde luego, esto alude en primer lugar a
la fe entendida en sentido teológico, mas también es aplicable a cualquier
otro tipo de fe en virtud de la cual el que cree participa en un saber al que
no tiene acceso por sí mismo.
Un pasaje de Los trabajos y los días de Hesíodo
apunta en idéntica dirección. El ser
sabio con la cabeza de otro, viene a decir, es sin duda menos valioso que el saber propio,
pero cuenta muchísimo más que la estéril presunción de quien, sin llegar a
poseer la independencia del que sabe, desprecia la dependencia del que cree.
Si al hombre
no le fuera dado alcanzar por naturaleza algún tipo de conocimiento de la
existencia de Dios, de que Dios es la Verdad misma, de que realmente nos ha hablado y de
lo que este discurso divino dice y significa, la fe en la Revelación tampoco sería posible como acto genuinamente humano. (La
teología, no obstante, también entiende por acto humano el de la fe «sobrenatural», «infusa»; ¡nosotros
mismos somos quienes creemos!) Aguzando la fórmula: «Si todo ha
de ser fe, no hay fe posible.»
Tal es el significado preciso
del antiguo concepto de praeambula fidei. Los preámbulos de
la fe no constituyen una parte de lo que el creyente cree, antes bien
pertenecen a lo que sabe o, cuando menos, a lo que debe poder llegar a saber.
Que, dadas las circunstancias, sólo unos pocos conozcan todavía de hecho lo de
por sí accesible al conocimiento, es otra cuestión sin peso suficiente para
restar validez a la sentencia cognitio
fidei praesupponit cognitionem
naturatem: la fe presupone no un
conocimiento a su vez basado en creer, en fiarse de otra persona, sino un
conocimiento natural, es decir, fundado en el saber propio.
Por lo demás, en ningún escrito
se afirma que esa cognitio
naturalis sea siempre o primariamente de índole racional, la conclusión
de un pensamiento lógico. La «credibilidad», por ejemplo, es una cualidad personal
que sólo así puede conocerse, prescindiendo del modo como se haya captado la
comprensión de una persona; y, como resulta fácil de ver, las posibilidades
abiertas al pensamiento silogístico y argumentativo en este campo son bastante
escasas. Cuando dirigimos nuestra mirada a un hombre, puede ocurrir que
lleguemos a conocerlo de un modo repentino, profundo e inmediato que nada
tiene en común con los cálculos y razonamientos, por exactos que sean, a los
que de ordinario recurrimos para conocer las cosas naturales; por otro lado,
quizá ese conocimiento «intuitivo» resista a toda verificación o prueba.
Hablando de sí mismo, decía Sócrates que se creía capaz de reconocer al punto
un amante. ¿En qué puede eso conocerse? Nadie, ni siquiera Sócrates, ha logrado jamás dar
con una respuesta estrictamente demostrable..., si bien sería justo insistir
en que no se trata en tal caso de una mera impresión, sino de un conocimiento
verdadero y objetivo, es decir, nacido en un encuentro con la realidad.
Ello no es
motivo, claro está, para abrigar la más mínima duda, principalmente en el
terreno de la verdad religiosa, sobre la imprescindibilidad e importancia de
una argumentación racional (por ejemplo en orden a probar la existencia de
Dios, la autenticidad histórica de la Biblia, etc.). Pero me parece igualmente
obvio, que, al ir a defender la fe contra los argumentos del racionalismo, uno
tenga algo que decir antes de entrar ,en esos argumentos, o deba tal
vez plantear la siguiente cuestión previa: «¿Cómo podemos
conocer plenamente a una persona?»”
Comunicación de la realidad
“Según los datos de la teología,
la substancia dogmática de la fe cristiana puede compendiarse en dos palabras:
«Trinidad» y «Encarnación». Es el «Doctor Común» (se refiere a Santo Tomás de Aquino.) de la cristiandad quien dice que todo el contenido
del dogma cristiano se reduce a la doctrina del Dios Uno en tres Personas y a
la de la participación del hombre en la vida divina, participación ejemplarmente
realizada en Cristo.
Ahora bien, se da el caso de
que la realidad enunciada en ese contenido de la revelación -en el fondo
indiviso- se identifica con el acto mismo de enunciarla y con la persona del enunciante: Tal cosa
apenas es posible en el mundo; y decimos «apenas» pensando en la excepción
probablemente única de un ser humano que, dirigiéndose
a otro, le declara: «Te amo.» Tampoco el sentido principal de esta declaración
es poner en conocimiento de otra persona un hecho objetivo, separable del
declarante; trátase más bien de un autotestimonio, y lo así testimoniado se
realiza precisa y singularmente en el acto
expreso de testimoniarlo. De ahí que el interlocutor, por su parte, sea incapaz
de descubrir la inclinación amorosa de su congénere de otro modo que asumiendo
lo que oye de sus labios. Cierto que ese amor puede
también «acontecerle» sin más, como a un niño
pequeño, pero sólo «se entera» de él,
lo experimenta, por cuanto lo aprehende y lo «cree» al serle atestiguado en
forma verbal; sólo así lo recibe y se le hace presente de veras.
En un plano
superior, ocurre lo mismo con la revelación divina. Al hablar Dios a los
hombres, no les da a conocer meros hechos objetivos, sino que les abre su
propia esencia, los hace participes de su ser. Mas lo que constituye el contenido básico de esa revelación, a saber, que al
hombre se le invita a tomar parte en la vida divina y que incluso está ya
teniendo lugar tal participación, posee su propia realidad no en otra cosa que
en la palabra misma de Dios: porque Dios lo revela, es real. La Encarnación,
por ejemplo, no es primero y «de todos modos» un hecho que posteriormente
conocemos por la revelación; al contrario, el encarnarse de Dios y el
manifestarse de Cristo constituye una sola e idéntica realidad. También aquí le
toca lo suyo al creyente: en el acto mismo de aceptar como verdadero el mensaje del Dios autorrevelado, le viene y sucede realmente la anunciada
participación en la vida divina. No existe, aparte de la fe, ningún otro medio
por el que el hombre pueda conseguir esto. La palabra «comunicación» recobra
aquí su sentido etimológico. La revelación divina no es mero anuncio de una
realidad, sino «participación» en la realidad misma, lo cual sólo puede
acaecerle al creyente.”
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CONCLUSIONES.
Esta revisión de conceptos que acabamos de
hacer nos lleva a estas conclusiones: 1º el tema de Dios no es exclusivo de la
fe: también la razón tiene algo que decir sobre Dios. 2º Pero, a la vez, es
cierto que el tema de Dios, tal como la fe nos lo presenta, tiene un contenido
que, en profundidad y extensión, es infinito y de una riqueza inconmensurable.
3º Pero esta distinción entre la fe y la razón, o entre el Dios de la fe y el
Dios de la razón, no implica oposición, ni tampoco hace de estas dos vías de
acceso a Dios, carriles que nunca se encuentran. Por el contrario, la visión
correcta es la que ve en la fe y la razón dos colaboradoras mutuas:
“La fe y la razón son como las
dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de
la verdad” ( Encíclica “Fides et ratio”)
A
partir de este planteo, a saber, el de la mutua colaboración entre fe y razón,
debemos examinar un tema que no es más que la aplicación específica de dicho
planteo en el ámbito de la filosofía. Concretamente, se trata, en primer lugar, de dilucidar la posibilidad
intrínseca que tiene la filosofía de ser calificada –en ciertos casos- como “filosofía cristiana” y, si ello es
posible, examinar de qué manera y, en segundo lugar, bajo que supuestos tal filosofía cristiana se configura como una específica forma o
talante de hacer filosofía viable y legítima, determinando qué contenido
conceptual habría que adscribirle.
EL CONCEPTO DE FILOSOFIA CRISTIANA
Planteo del problema de la “filosofía cristiana”. La filosofía procede según la razón natural, pero la
fe, por ser de orden sobrenatural, está por encima de la razón. Ahora bien, si
esto es así, ¿tiene sentido hablar, como se suele hacerlo, de una filosofía cristiana? Pareciera
que carece de sentido: la filosofía está del lado de la razón natural y la fe
no. Así como carece de sentido hablar de una matemática cristiana o de una
física cristiana –la matemática es matemática sin más, la física es física a secas,
sin ningún calificativo -, parece un sin sentido referirse a una filosofía
religiosa: o es religión o es filosofía, pero ambas cosas a la vez no. Abarca
el presente tema las siguientes cuestiones:
- ¿es posible una filosofía cristiana?
- ¿qué se entiende por filosofía cristiana?
Para clarificar
estas cuestiones nos hemos servido de un texto del filósofo francés Etienne
Gilson, extraído de su libro “El espíritu
de la filosofía medieval”[7]
(capítulos I y II).
Solución del Problema:
1. La expresión
“filosofía cristiana” es bastante común. Pero
ofrece una particularidad y es la siguiente: no se sabe a ciencia cierta
a qué se refiere esa cualificación de “cristiana”
con que se suele presentar. En efecto, lo cristiano, se dice, pertenece al
ámbito de lo religioso y la filosofía al ámbito de la ciencia, en el cual sólo cuenta la razón y su actividad.
Así como la matemática no es ni cristiana ni anticristiana, sino matemática a
secas, de igual manera debería suceder con la filosofía, que no es cristiana ni
anticristiana. He aquí un problema (o dos, más bien): 1° ¿qué se quiere decir
con la expresión “filosofía cristiana”?
y, 2° ¿existe tal filosofía?
2.
Partiremos de un hecho: El primer hecho
o dato de nuestro problema es que la fe cristiana ha ejercido influencia en la
filosofía occidental. Si bien el cristianismo no es una filosofía, las Sagradas
Escrituras contienen una multitud de
nociones sobre Dios y el gobierno divino, que, sin tener carácter propiamente
filosófico, tienen en consecuencias filosóficas que están a la espera de ser
explicitadas. Podrá discutirse si esa influencia ha sido benéfica o no. Para
algunos, que se oponen a la fe cristiana, no lo ha sido; para nosotros sí, pero
esto no es lo que está en discusión. Como ya se señaló en Antropología
Filosófica, la noción filosófica de “persona” fue descubierta gracias a una
motivación teológica. Pero hay otras nociones que la filosofía ha adquirido
gracias a la fe y a la teología. Ejemplos: la noción de “creación”. Crear es
poner algo en la existencia a partir de la nada: creación “ex nihilo”. Hasta antes del cristianismo “crear” significaba dar
lugar a la aparición de algo nuevo valiéndose de una materia previa (lo
creación de un escultor, que dispone de una materia prima –la arcilla- que le
ha sido dada). Los filósofos antiguos estuvieron rondando esta noción, que,
además de pertenecer a la fe es de orden filosófico, pero no llegaron a
formularla con la claridad con que lo hicieron luego los pensadores cristianos.
Otra noción cuya formulación pone a la filosofía en deuda con la fe es aquella
que sostiene que la historia no es cíclica, sino que tiene un fin, un sentido.
En efecto, la fe nos enseña que la historia tiene un principio y un fin al que
todo se encamina.
No
sólo eso: los filósofos de la modernidad, y Descartes el primero de ellos,
desarrollaron su filosofía dentro del marco o visión proporcionada a los
hombres por la religión cristiana. No se entiende la filosofía de Descartes, de
Malebranche, de Pascal, de Kant, sino es dentro del contexto cristiano. Los
problemas que se plantean y las soluciones que ofrecen a esos problemas sólo se
entienden si se tiene en cuenta la fe cristiana. Realmente, la filosofía de
Descartes y de los otros filósofos modernos no se explica si antes no hubo una
filosofía cristiana.
Pero incluso en
aquellos filósofos que se oponen al cristianismo sus tesis se entienden en
tanto y en cuanto se oponen a la fe: si no hubiera habido fe (cristiana), esos
filósofos se habrían quedado sin argumento. Por ejemplo, la filosofía atea de
Nietzsche, que en gran parte se desarrolla teniendo como contrapunto dialéctico
al cristianismo. Por eso, Etienne Gilson observa que “Hay razones históricas para poner en duda la separación radical de la
filosofía y de la religión en los siglos posteriores a la Edad Media”: “si
no es posible concebir que los sistemas de Descartes, de Malebranche o de
Liebnitz hubieran podido constituirse tales cuales son si la influencia de la
religión cristiana no hubiese obrado en ellos, es infinitamente probable que la
noción de filosofía cristiana tiene un sentido, porque la influencia del
Cristianismo sobre la filosofía es una realidad”. En definitiva: nos
preguntábamos sobre la posibilidad de una filosofía cristiana y la respuesta
nos la da la historia (de la filosofía): la fe cristiana ha ejercido un influjo
real sobre la filosofía. Se trata de un hecho.
3.- Ahora debemos
preguntarnos por el concepto de “filosofía cristiana”. La solución a este
problema, debe arrancar distinguiendo –como lo hace Gilson- entre la filosofía
y el filósofo. La filosofía es el conjunto de principios y conclusiones
argumentalmente obtenidas, que conforman un sistema. El filósofo es la persona
que tiene fe y hace filosofía. Para este investigador la fe contiene una
información verdadera.
Ahora bien, como
este filósofo tiene fe, se pregunta si su fe no puede cumplir el papel de un auxiliar externo de su razón y se
pregunta si entre algunas de las verdades que cree ser verdaderas no hay
algunas que puedan ser demostradas por la razón. Luego, se aboca a hacerlo y
así “transforma las verdades creídas en
verdades sabidas”. Ello ha sucedido
porque ha aceptado voluntariamente esta
ayuda de la fe. El resultado de esa labor especulativa de transformar las
verdades que él tiene por ciertas por la fe (las verdades creídas) en verdades
sabidas (verdades demostradas mediante argumentos puramente racionales),
constituyen una filosofía, la cual, legítimamente recibe el nombre de filosofía cristiana.
4. El contenido de
esa filosofía cristiana es “el cuerpo de las verdades racionales que
han sido descubiertas; profundizadas o simplemente salvaguardadas; gracias a la
ayuda que la Revelación le ha prestado a la razón”.
5. Esa labor de
“transformación” no la puede hacer con la totalidad de las verdades creídas,
sino solo con aquellas que están en la Revelación sobrenatural quoad modum:
verdades que en sí mismas son accesibles a la razón humana, valiéndose ésta de
su sola capacidad natural.
6. “Esto significa
que para el cristiano la razón sola no basta a la razón”. Es decir que la
razón, para ser ella misma, necesita de la ayuda de la fe. ¿Esta “necesidad” consiste en que la razón no
puede por sí sola hacer el trabajo que le es propio? No, ciertamente. Pero la
fe ayuda a no equivocarse con respecto a aquellas verdades filosóficas
esenciales: ayuda a la razón (a la filosofía) a conocer en su integridad dichas
verdades. Por ejemplo: si bien Aristóteles logró un conocimiento de la ley
natural por la sola razón, sin embargo, no logró ver la injusticia de la
esclavitud.
7. No se puede
decir que la filosofía cristiana parte de la fe: porque entonces sería teología.
En efecto, la teología asume como premisas ciertas las verdades de la fe y, a
partir de ella profundiza en su conocimiento, deduce consecuencias, relaciona
las verdades de fe entre sí estableciendo un orden, etc. ¿De que parte la filosofía?
Parte de la realidad tal cual ella se muestra al conocimiento de la razón
natural.Por ejemplo, puede partir de la información que le proporcionan las
ciencias particulares (la física, la astronomía, por ejemplo, etc.). O puede
partir de las situaciones históricas que se convierten en ocasión y contenido
de la reflexión filosófica. O puede partir de fenómenos como la muerte, la cual constituye un lugar permanente de
reflexión filosófica. Pero, en el
desarrollo de una filosofía cristiana (es decir, en su hacerse) la fe está
presente en la mente del filósofo guiándolo y evitando que caiga en el error (la
fe es un auxiliar de la razón).
8. La diferencia
con otras filosofías como la de Descartes y otros, que no se pueden llamar
“cristianas”, está en que en las filosofías
cristianas, hay una aceptación
voluntaria de la verdad de la fe en la mente del filósofo. Es más, se la
usa a la fe como una guía para evitar el error. En cambio, “una filosofía abierta a lo sobrenatural sería una filosofía compatible
con el Cristianismo, y no sería necesariamente una filosofía cristiana”, señala Gilson: puesto que “llamo filosofía cristiana a toda filosofía
que, aun cuando haga la distinción formal de los dos órdenes (el de la fe y
el de la razón), considere la Revelación
cristiana como un auxiliar
indispensable de la razón.” (p. 41)
9. Esto no afecta a
la pureza racional de la filosofía. En una filosofía cristiana, en el entramado
de sus afirmaciones, no hay ninguna que esté allí porque la fe diga que es verdadera: su verdad debe estar fundada
racionalmente. La fe no dispensa al filósofo de tener que usar la razón. La fe
cumple la tarea del pedagogo. El
pedagogo, como la etimología deja traslucir, es aquel que “conduce al niño”, es
decir, que lo acompaña hasta el saber. Así entonces, la fe desempeña una labor
similar a la del pedagogo con respecto a la razón. Y así como el pedagogo no
puede suplir la actividad personal del aprendizaje en su alumno, la fe no
suplanta el ejercicio de la razón filosófica. Por otra parte, también un
científico puede partir no de las experiencias, sino de una actitud “creyente”
para luego confirmar en el laboratorio sus hipótesis. Esta confirmación exige
aplicar la metodología de la ciencia de que se trate con el máximo rigor y
racionalidad. De igual modo procede el filósofo cristiano para desarrollar la
filosofía cristiana. Podríamos hacer una comparación: los mineros tienen sobre
sus cascos una luz que les permite alumbrar su trabajo. Gracias a esa luz, el
minero descubre en la roca las vetas del mineral que busca extraer desde las
profundidades. La luz es sólo un auxiliar externo, pero que no lo exime o
dispensa de hacer su trabajo de minero: usar su pico para golpear la roca, etc.
De igual modo, sucede en el caso de la filosofía cristiana: la fe, que cumple
un papel de auxiliar externo, ilumina algunas áreas de la realidad en su
conjunto que el filósofo, como tal, investiga con su razón. Pero esa ayuda de
la fe, no lo releva de su tarea de demostrar con buenas razones la verdad de lo
cree.
10.Finalmente, transcribimos esta frase de Gilson, a modo de
cierre:
”Que, tomada en sí y absolutamente, una
filosofía verdadera sólo deba su verdad a su racionalidad, es indiscutible;
(...), pero que la constitución (es decir, su hacerse) de esa filosofía
verdadera no haya podido llegar a su fin y remate sino con la ayuda de la
Revelación, obrando como auxilio moral indispensable a la razón, es igualmente
cierto.”
(Comentario a
algunas cuestiones y preguntas surgidas en el transcurso de la clase)
Primera cuestión
planteada: “¿condiciona la fe a la
filosofía?”
Segunda cuestión
planteada: “Dios no puede ser conocido
por la razón humana.”
Tercera cuestión
planteada: “ante diversas postura filosóficas, ¿quién “decide” cuál de ellas es la
verdadera?”
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1ª Cuestión
planteada: “¿condiciona la fe a la filosofía?”
1º.-
Si por “condicionar” se entiende que la fe limita, coarta y le impide a la
filosofía desenvolverse en la búsqueda y el conocimiento de la verdad que le es
propia, la respuesta es un “no”
rotundo, no hay tal condicionamiento. Lo que sí sucede es que el filósofo
creyente, de antemano dispone de cierta “información privilegiada” con respecto
a determinados temas (la existencia de Dios, la existencia de la libertad
humana, etc.etc.), lo cual hará que las líneas de investigación que desarrolle
no serán nunca aquellas que están en contradicción con dicha información
provista por la fe en esos determinados temas (“en esos determinados temas”:
porque la fe no es una enciclopedia filosófica ni menos aún científica: no se
nos ha revelado todo lo que puede ser conocido sobre el hombre y el mundo, Dios
le ha revelado a la humanidad verdades de orden religioso). Es decir que
la fe, como auxiliar externo del filósofo, le ahorrará emprender callejones sin
salida, “sendas perdidas”. Pero en tales casos, hablar de un “condicionamiento”
–con la carga negativa de restricción o falta de libertad que lleva asociado este
término- que la fe supuestamente le estaría imponiendo a la filosofía, es
equívoco. En todo caso, si se prefiere seguir utilizando el término, habría que
aclarar que se trata de “condicionamiento” liberador, puesto que libra de
obstáculos inútiles el camino de búsqueda de la verdad filosófica. Incurriría
el filósofo en una actitud ficticia –y peligrosamente arrogante- si, invocando
la “libertad de investigación”, rechazase la ayuda que le dispensa la fe, con
la excusa de que no ha sido descubierta por él mismo. Sería insensato
prescindir ex profeso de la fe, con la coartada de que no ha descubierto por sí
mismo las verdades de orden natural reveladas y que la presencia de la fe
adultera la “pureza” del filosofar. Si procediese de esa manera, estaría demostrando
que hay algo por encima de su pretendido amor a la verdad: su propio ego.
La prueba de que la fe no adultera la filosofía dictándole sus
contenidos, nos la proporciona la historia de la filosofía y la postura que
asumió Santo Tomás de Aquino con respecto al tema del origen temporal del
mundo. Como señala Etienne Gilson en La
filosofía en la Edad Media, la
misma fe ha generado filosofías cristianas distintas entre sí, como la de San
Agustín, Duns Scoto, San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino. Si hubiera una
imposición de la fe a la filosofía, todas tendrían que ser casi idénticas, pero
no lo son de hecho (y, sin embargo todas estas filosofías son concordantes en
la fe con respecto a aquellas verdades de orden religioso reveladas).
En
cuanto a la segunda prueba, el mejor ejemplo lo encontramos en Santo Tomás de
Aquino cuando trató el tema del origen temporal del mundo. Según Aristóteles el
mundo es eterno. Santo Tomás, por la fe conoce que el mundo ha sido creado por
Dios, y que además ha sido creado en el tiempo (conceptos de creatio
ex nihilo e inicio temporal de la creación). Pero, filosóficamente,
sostiene que de esas dos afirmaciones de fe, sólo puede sostenerse filosóficamente
la de creación a partir de la nada. En cambio, la verdad de fe según
la cual el mundo tuvo un inicio temporal –aunque no es absurda o ilógica-, no es filosóficamente
demostrable: estamos en conocimiento de que es así, que hubo un inicio
temporal, pero ello gracias a la Revelación.
Este es un buen ejemplo de que la fe no condiciona la filosofía: ésta
conserva su autonomía. Santo
Tomás no pretende que haya una demostración del inicio temporal del mundo “forzado” por la fe. Reconoce que
todo ha sido creado en el tiempo, pero no porque haya de ello una prueba
filosófica coincidente con la fe.
2º.-
La filosofía tiene por objeto contemplar la realidad en su conjunto, pero, la
fe forma parte de la realidad a título de dato o información dada de antemano
al hombre. Por lo cual, prescindir metodológicamente de la información proporcionada
por la fe, es prescindir o dejar de lado una parte de la realidad. Ello
significa que el filósofo –si prescindiera de la fe- ya no sería fiel al mismo
espíritu filosófico que inquiere por la totalidad de lo que es.
3º
Esta relación fe-filosofía de la que venimos hablando, no es exclusiva de la
filosofía cristiana. Como ha sostenido muchas veces en sus obras Josef Pieper,
también se dio en los griegos una actitud receptiva con respecto a información
religiosa proveniente de una tradición.
Tal es el caso de Platón, quien no dudaba en acudir a una “fe”
transmitida de antiguo para tomarla como “orientación” en algunos de sus temas
filosóficos (con la siguiente salvedad: esa información no procede de una
Revelación sobrenatural de Dios mismo, como es el caso del cristianismo). Otro
ejemplo: el concepto de “alma” tiene un origen religioso, pero luego es
elaborado filosóficamente por Sócrates, Platón y Aristóteles.
4º
Finalmente, podemos constatar en filósofos como Santo Tomás (y otros del siglo
de oro de la filosofía escolástica, como San Alberto Magno) tuvieron una gran
audacia de pensamiento y un arraigado sentido de la libertad, en aquello que no
era materia de fe. En efecto, Santo Tomás no tuvo ningún problema en estudiar y
beber en fuentes que eran antagónicas a la fe cristiana –como la filosofía
árabe- o incluso, en hacer lo mismo con fuentes paganas, como era el caso del
mismo Aristóteles. Cosechó la verdad, allí donde encontró que ella estaba.
2ª Cuestión
planteada: “¿se puede demostrar que Dios existe?”
Hay quienes
sostienen que Dios sólo es asequible por la fe, pero no por la razón. Otros
afirman que Dios no existe (por lo tanto la fe es falsa y la razón no puede
demostrar nada sobre El, sencillamente porque no existe).
1º
Observación: ante todo debe recordarse por qué motivo ha surgido en el
transcurso de la clase, la cuestión de la existencia de Dios: fue a propósito
del concepto de “filosofía cristiana”, puesto que dijimos que el filósofo
cristiano convierte algunas verdades creídas en verdades sabidas y que las
verdades sujetas a este “proceso” son, fundamentalmente, las siguientes:
El tema de Dios (naturaleza y existencia)
El tema del hombre (el hombre como ser
espiritual y corpóreo, dotado de libre arbitrio)
El tema de la ética (cuál es la conducta
que debemos seguir desde el punto de vista ético)
Recordado
esto, ahora supongamos que, efectivamente, fuera cierto que Dios sólo es
asequible a la fe, pero no a la razón. Supongamos entonces que Aristóteles,
Santo Tomás de Aquino, etc. etc. se han equivocado y que llevan razón quienes,
contra ellos, sostienen que Dios no existe o que si existe sólo lo pueden
conocer aquellos que tienen la experiencia (privada o intransferible) de la fe.
Pues bien, esa hipótesis no invalida el hecho de que los otros dos grupos de
verdades conocidas por la fe (sobre el hombre y sobre la ética) puedan ser
conocidas por la razón. Por lo tanto, no queda invalidada la explicación de
lo que, según hemos dicho antes, viene a ser la filosofía cristiana. Esta
aclaración es importante, ya que el cuestionamiento se dirige al tema de la
existencia de Dios, por lo que su presunta inaccesibilidad a la razón humana no
conlleva la imposibilidad de conocer filosóficamente los otros dos grupos de
verdades filosóficas (también reveladas)
Es
decir que la afirmación de la posibilidad y existencia de una filosofía
cristiana, tal como la presentan, entre otros, Etienne Gilson, Joser Pieper o
Jacques Maritain, se mantiene incólume.
2º
Aclarado esto, centrémonos en la objeción que reza así: “Dios no puede ser
conocido por la razón”. Ante todo, reparemos en este hecho: el tema de la
existencia de Dios es esencial a la filosofía. Es el gran tema, puesto que la filosofía apunta a descubrir y exponer el
fundamento último de todo lo real en su conjunto y Dios es ese mismo fundamento.
Desde que la filosofía ingresó en los anales de la historia, hasta llegar a las
grandes cumbres que representan Sócrates, Platón y Aristóteles, el tema
continúa asediando las mentes de los grandes pensadores. Ayer, hoy y mañana, el
genuino ímpetu filosófico continuará indisolublemente unido a esta pregunta:
¿existe Dios?. (cuando digo “el genuino ímpetu filosófico”, lo hago para
distinguirlo de la mera erudición, que esteriliza el asombro filosófico
ahogándolo en cuestiones mínimas, de las que los famosos “papers” pueden a
veces ser tomados como ejemplo de esa esterilizante erudición, salvo que
apunten a esclarecer las grandes preguntas).
Lo
cierto es que algunos sostienen la inaccesibilidad de Dios a la razón humana. Los
motivos pueden ser diversa índole. Muchos de tales motivos, nacen de una
concepción del conocimiento humano errónea. Por ejemplo, aquellos que no
admiten la diversidad del conocimiento intelectual porque reducen toda forma de
saber a la que proviene de los sentidos (empirismo) se ven llevados a negar el
conocimiento de una realidad que trasciende la experiencia sensible humana,
como es el caso de Dios; otros, en cambio, encierran al hombre y sus poderes
cognoscitivos en la inmanencia de sus propias ideas (como es el caso del
idealismo). Por lo tanto, la discusión tiene que darse en otra instancia
anterior al planteo metafísico de la existencia de Dios: debe antes resolver en
la antropología filosófica y en la teoría del concomiendo (gnoseología o
epistemología).
Para
evitar un malentendido, de entrada conviene aclarar que el Dios que descubre la
filosofía no es enteramente el Dios que conocemos los cristianos por
Revelación. El Dios cristiano es el Dios de la filosofía, sí, pero es
infinitamente más: es un Dios que es Padre, es un Dios que ama, es un Dios uno
y trino (una sola naturaleza que subsisten en tres personas distintas: Padre,
Hijo y Espíritu Santo), es un Dios que perdona a los pecadores porque es
misericordioso. Pero el Dios de la filosofía no llega a atisbar toda esa
riqueza de notas que caracterizan al Dios de la fe. Entre ambos –el Dios de la fe y el Dios de la filosofía-
no hay oposición, pero uno es muchísimo más de lo que el otro es.
Hechas estas aclaraciones, vayamos al tema en cuestión: la accesibilidad de
Dios a la razón humana.
Robert
Spaemann en su libro “El rumor inmortal”
[8],
a propósito de la cuestión de la existencia de Dios, llama la atención sobre una cuestión
procedimental que en el arte de la lógica (la dialéctica) se denomina “la
determinación de quién debe asumir en una discusión la carga de la prueba”. Esta cuestión está
plasmada en el derecho procesal: por ejemplo, quien acusa a otro debe probar la
culpabilidad del acusado, por lo tanto el acusador tiene la carga de la prueba.
En el caso que nos ocupa, dice Spaemann que existe un rumor inmortal que afirma que Dios existe. Por lo tanto, si existe
este rumor inmortal sobre Dios, quien tiene la carga de la prueba no es el que
afirma “Dios existe”, sino que el que tiene que responder y hacerse cargo de la
prueba es el que niega:
“La existencia del ser al que llamamos
“Dios” constituye un antiguo rumor que se resiste a ser acallado. Ese ser no es
un fragmento del mundo. Más bien sería causa y origen del universo. Con todo,
forma parte del rumor el hecho de que en ese mundo, descubrimos rastros de ese
origen, lo cual viene a respaldar la fuerza del rumor.Tal es la única razón por
la que se oyen tantas cosas acerca de Dios.”[9]
“Ante el persistente rumor sobre Dios, y ante la arrolladora
mayoría de gente que lo escucha, parece lógico que soporte la carga de la
prueba quien diga que tal rumor es infundado. Sobre todo, si buscamos huellas,
siempre es más interesante el testimonio de quien encuentra algo que el de
quien no ha hallado nada. El hecho de que haya alguien que nunca ha visto un
cuervo blanco, no prueba nada en contra de quien ha encontrado uno. Aquél no
puede decir: “no hay cuervos blancos, por el hecho de que todavía no haya visto
ninguno. Bien puede decir quien ha visto alguno que existen.” [10]
Veamos
qué queremos afirmar con respecto a este “rumor
inmortal” al que se refiere Spaemann: concretamente se trata de reconocer
que existen diversas manifestaciones del convencimiento humano, tan extendido e
inmemorial, de que Dios existe. Señalemos dos de esa manifestación de la
existencia de un “rumor inmortal”:
a)
“Desde la antigüedad griega existe una
teología llamada natural. Esto quiere decir que la idea de Dios no llegó al
mundo desde el principio a través de los escritos bíblicos. Tales escritos, por
el contrario, enlazan con una conciencia natural de Dios. Basta recordar cómo
en los Hechos de los Apóstoles, San
Pablo expone en el areópago de Atenas un discurso sobre Cristo a los gentiles.
Comienza enlazando con lo que los griegos ya sabían: “yo os hablo de aquel de
quien vuestros poetas dijeron: en él vivimos, nos movemos y existimos”. San
Pablo presupone que la gente tenía una idea clara de aquello que les hablaba.
Después anuncia: “Y ese Dios se ha revelado…”. Entonces, por primera vez
empieza la auténtica historia de la Revelación. (…) Por tanto, si la idea de
Dios no existiera desde antes en el hombre, los escritos de la Revelación caerían en el vacío, puesto
que estarían hablando de la revelación de un ser del que nadie sabría lo que
realmente significa.” [11]
Subrayemos
estas ideas: 1º hay una conciencia natural de Dios, más allá de las
diversidades culturales; 2º eso implica que tienen una idea clara (concepto) de
Dios; 3º el supuesto de la predicación apostólica del cristianismo es que los
hombres ya están en posesión de esa idea clara de Dios y sólo desde ese
supuesto es posible anunciarle a los hombres que ese Dios –ya previamente
conocido por ellos- no es otro que Cristo, el Salvador, que se ha revelado
(Revelación).
Los
teólogos hablan de los “preambula fidei”o preámbulos de la fe: son los
conocimientos que son previos a la fe y que introducen en ella. En efecto, para
creer que Dios se ha revelado y aceptar por la fe sus enseñanzas, el requisito
lógico previo es saber que Dios existe.
b)
Segunda manifestación: la historia, especialmente la historia de la cultura, la
arqueología, la antropología cultural,
etc., reconocen una constante presente en las más variadas culturales y
civilizaciones: la arraigada convicción de que hay un Ser Superior, todo
poderoso y autor de las cosas. Los rastros de ello son, por ejemplo, la
presencia de piezas arqueológicas (monumentos funerarios, altares, celebración
de festividades religiosas, etc.), el arte, la literatura.
Ahora bien, supuesta la
existencia de este “rumor inmortal”, examinemos la siguiente cuestión: ¿qué
fundamentos tiene ese rumor inmortal que asegura que Dios existe? De lo que se
trata aquí es de considerar las llamadas pruebas de la existencia de Dios.
Pruebas
de la existencia de Dios
a) El primer tipo de
pruebas a las que vamos a referirnos, pero sin entrar en sus detalles, es de
carácter “técnico”, es decir, filosófico. Son pruebas que desarrollan una
argumentación, que cumple con todas las leyes de la lógica. Es decir que tienen
carácter demostrativo y por lo tanto la conclusión a la que llegan (“Dios
existe”) posee evidencia racional. Por supuesto, no convencen a quien no está
dispuesto a aceptar la evidencia, lo cual es explicable: no somos una máquina
de razonar, también poseemos libertad y verdades de esta naturaleza no nos
dejan indiferentes. Saber que Dios existe o que no existe, incide en nuestra
vida personal. También a ese fenómeno alude la conocidísima frase de
Dostoiewski, perteneciente a su novela “Los
hermanos Karamazov”: “Si Dios no
existe todo está permitido”. Por su parte, en ese mismo sentido, afirma
Spaemann que:
“Que
las pruebas de la existencia de Dios, todas sin excepción, sean discutibles, no
significa mucho. Si una decisión radical acerca de la orientación de nuestra
vida dependiese de comprobaciones matemáticas, igualmente tales pruebas
resultarán discutibles”.[12]
Un buen ejemplo de las
pruebas de que existe Dios lo constituyen las famosas “cinco vías” de Santo
Tomás de Aquino, expuestas en la Suma Teológica (I, q. 2, art. 3) y en la Suma
contra Gentiles.
b)
Las siguientes pruebas, no poseen el carácter demostrativo que poseen las
pruebas filosóficas aludidas precedentemente, pero tiene su propio valor: son
persuasivas, de la misma manera en que es persuasivo un testimonio de vida. El
testimonio de la vida personal no genera en otros una evidencia racional como
lo puede hacer una prueba filosófica, pero sin embargo tiene un gran valor: es
persuasivo.
b)
1. La belleza como camino de ascenso a Dios:
esto escribe el filósofo de origen rumano, agnóstico, Emil Cioran: “cuando
escuchas a Bach, ves nacer a Dios(…) Después de un oratorio, una cantata o una
Pasión, es necesario que El exista(…)
Y pensar que tantos teólogos y filósofos han perdido días y noches buscando las
pruebas de la existencia de Dios, olvidando la única”[13] .
No
deja de ser llamativo que un intelectual agnóstico, no sólo sienta que sus más
profundas convicciones se tambalean ante la experiencia de la belleza, sino que
además tenga la franqueza de expresar hasta qué punto la belleza es un camino
sencillo hacia la convicción de la existencia de Dios.
(b)
2. La experiencia de la conciencia moral: ella atestigua que hay mandatos
morales que resultan insoslayables ante la introspección (están allí, en la
conciencia, y no pueden ser olvidados ni dejados de lado), pero además, esos
mandatos no derivan de los propios deseos -a los que muchas veces se les oponen-,
ni tampoco de la presión social -con la que pueden estar en desacuerdo muchas
veces. Son mandatos que tienen un carácter absoluto e incondicionado: exigen
ser respetados siempre, incluso cuando su observancia nos perjudica. La
intuición que subyace a la experiencia de la conciencia moral es que la
incondicionalidad de los mandatos morales no proviene del sujeto individual,
sino de algo no humano superior al hombre, absoluto e incondicional como esos
mandatos morales: Dios.
b)
3. La experiencia del anhelo de felicidad. Todos deseamos ser felices, pero a
la vez tenemos la experiencia de que aquello que deseábamos con fervor y casi
desesperadamente, una vez logrado nos decepciona. Nos vemos entonces obligados
a reconocer interiormente que “no, que
no era eso lo que buscábamos, que tiene que haber algo que nos haga felices”.
La experiencia de que una vida lograda, una vida en plenitud, una vida feliz,
sólo puede encontrar su confirmación y cumplimiento en un Bien absoluto, es la
experiencia de la existencia de Dios. No se trata, al igual que en los
anteriores casos de una prueba demostrativa, pero es una señal de que Dios
existe. Es cierto que podemos decirnos a nosotros mismos “¿y qué, por qué no
todo es absurdo? Pero tanto esta postura como la postura de afirmar “debe
existir aquello que nos proporcione una felicidad no engañosa y frágil, es
decir existe Dios”, son eso: decisiones. Por eso decimos que no es en sentido
estricto una prueba, pero es una señal, un indicio que es persuasivo.
b)
4. La experiencia personal: hay innumerables testimonios personales de gente
que por algún motivo excepcional, han llegado a tener la certeza personal de
que Dios existe. La experiencia del amor, un drama familiar, el haber
encontrado una salida ante una situación excepcionalmente dramática, han sido
en estas personas y lo pueden ser para cualquiera, una ocasión del encuentro
con Dios. Notable, por ejemplo es el caso del académico francés André Frossard,
narrado en su libro “Dios existe, yo me
lo encontré”[14]. Se trata de un
intelectual ateo desde su primera infancia, afiliado al PC francés, que
súbitamente tuvo la experiencia de que Dios existe. También podemos hacer
referencia al caso del filósofo español
Manuel García Morente, quien narró su conversión desde el ateísmo hacia
la religión en un escrito titulado “El
hecho extraordinario”[15]. El
libro de Juan Ramón Ayllón, “10 ateos
cambian de autobus”, desarrolla diez experiencias notables de este tipo. Su
lectura es muy recomendable.[16]
Todas
estas pruebas –tanto las demostrativas, como lo son la cinco vías de Santo
Tomás de Aquino, como las que hemos descripto como persuasivas- no son
excluyentes entre sí. Al contrario, tomadas en conjunto, como un todo, son
convergentes y en tanto que convergentes generan la convicción “Dios existe”.
Finalmente,
a continuación copio lo que escribió Peter Kreeft en su página web
Twelve
Ways to Know God
Jesus defines eternal life as
knowing God (Jn 17:3). What are the ways? In how many different ways can we
know God, and thus know eternal life? When I take an inventory, I find twelve.
- The final, complete, definitive way, of course, is Christ, God himself in human
flesh.
- His church is his body,
so we know God also through the church.
- The Scriptures are the
church's book. This book, like Christ himself, is called "The Word of
God."
- Scripture also says we can know God in nature see Romans 1. This is an innate, spontaneous, natural
knowledge. I think no one who lives by the sea, or by a little river, can
be an atheist.
- Art also reveals God. I know three ex-atheists who say, "There is
the music of Bach, therefore there must be a God." This too
is immediate.
- Conscience is the voice of God. It speaks absolutely, with no ifs, ands, or
buts. This too is immediate. [The last three ways of knowing God (4-6) are
natural, while the first three are supernatural. The last three reveal
three attributes of God, the three things the human spirit wants most:
truth, beauty, and goodness. God has filled his creation with these three
things. Here are six more ways in which we can and do know God.]
- Reason, reflecting on nature, art, or conscience, can know God by good
philosophical arguments.
- Experience, life, your story, can also reveal God. You can see the hand of
Providence there.
- The collective experience
of the race, embodied in history and tradition, expressed in literature,
also reveals God. You can know God through others' stories, through
great literature.
- The saints reveal God.
They are advertisements, mirrors, little Christs. They are perhaps the
most effective of all means of convincing and converting people.
- Our ordinary daily experience of doing God's will will reveal God. God becomes clearer to see
when the eye of the heart is purified: "Blessed are the pure of
heart, for they shall see God."
- Prayer meets God—ordinary prayer. You learn more of God from a few minutes
of prayerful repentance than through a lifetime in a library.
Unfortunately, Christians
sometimes have family fights about these ways, and treat them as either/or
instead of both/and. They all support each other, and nothing could be more
foolish than treating them as rivals—for example, finding God in the church
versus finding God in nature, or reason versus experience, or Christ versus
art.
If you have neglected any of these
ways, it would be an excellent idea to explore them. For instance, pray using
great music. Or take an hour to review your life some time to see God's role in
your past. Read a great book to better meet and know and glorify God. Pray
about it first.
Add to this list, if you can.
There are more ways of finding and knowing God than any one essay can contain. Or any one world.
3ª Cuestión
planteada: “ante diversas postura filosóficas,
¿quién “decide” cuál de ellas es la
verdadera?”
¿Quién
decide cuál es la verdad? Esta pregunta parece presuponer que si hay visiones
contrapuestas sobre la realidad, tiene
que haber una instancia superior que dirima las discusiones, una especie de
Corte Suprema que dé fin a las discrepancias.
A
esto, hay que responde que, en sí, el término “decisión” quizá no sea el más
apropiado. Al hablar de decisiones estamos hablando de actos voluntarios, es
decir, del ejercicio de la libertad de arbitrio. Pero qué sea verdadero y qué
sea falso no es una mera cuestión del ejercicio de la libertad de arbitrio.
Pero si se insiste en seguir hablando de “decisiones”, en todo caso quien
“decide” –impropiamente hablando- es la misma realidad: el ser. ¿Cómo sabemos
que en esta sala hay 42 o 53 personas? ¿Por una simple decisión? ¿Hay en esta cuestión
materia para ser decidida? Lo sabemos mirando la realidad, lo cual en nuestro
ejemplo significa, mirando a las personas y contándolas. Es cierto, se dirá,
que el ejemplo es demasiado fácil, ya que es un ejemplo matemático.
Efectivamente, lo es. Pero este ejemplo sirve para ilustrarnos que, en primer
lugar la verdad no es cuestión de decisiones, sino de realidad, y, en segundo
lugar, que la verdad es posible. Lo que es verdadero, no lo es por nuestra
decisión sino porque la realidad se impone a nuestros juicios. Nuestra visión
debe siempre tratar de descubrir cómo es la realidad en sí, más allá de
nuestros intereses o nuestros prejuicios o nuestra ignorancia.
Es
cierto que en materia filosófica la situación es más difícil. Pero el principio
mantiene su vigencia. Lo que las cosas son, “decide” qué debemos pensar sobre
ellas.
Ahora
bien, es preciso además explicar porqué hay visiones diversas en la filosofía.
Pienso que las razones son las siguientes:
1ª
La filosofía es la más difícil de las ciencias y, dentro de ella, la
metafísica, que es la parte de la filosofía que se ocupa de los últimos
principios o causas. Eso vuelve explicable la variedad de las opiniones
filosóficas a lo largo de historia.
2º.
La búsqueda de la verdad no es meramente una cuestión de inteligencia: también
la voluntad toma parte de esta búsqueda. Dice Gilson en su libro “La unidad de la experiencia filosófica”, que
lo difícil no es encontrar la verdad, sino no huir de ella una vez que se la ha
encontrado.
“Tomás de Aquino
dijo cosas tan llanamente verdaderas que, desde su época hasta hoy, muy pocos
han sido capaces de olvidarse de sí mismo lo suficiente para aceptarlas. Hay un
problema ético en la raíz de nuestras dificultades filosóficas: los hombres
somos muy aficionados a buscar la verdad, pero muy reacios a aceptarla. No nos
gusta que la evidencia racional nos acorrale, e incluso cuando la verdad está
ahí, en su impersonal e imperiosa objetividad, sigue en pie nuestra mayor
dificultad: para mí, el someterme a ella
a pesar de no ser exclusivamente mía; para usted, el acatarla aunque no sea
exclusivamente suya. En resumen, hallar la verdad no es difícil; lo difícil es
no huir de la verdad una vez que se la ha hallado. Aunque no sea un “sí,
pero…”, con frecuencia nuestro sí es un “sí, y…” (…) Los más grandes filósofos son aquellos que no titubean en
presencia de la verdad, sino que le dan la bienvenida con estas simples
palabras: Sí, amén.”
Efectivamente,
las verdades filosóficas precisamente porque nos ilustran sobre el sentido de
la existencia personal (para qué vivimos y porqué existe el universo, o porqué
existe el mal, etc.), no nos pueden dejar indiferentes. El teorema de Tales
difícilmente nos comprometa, pero saber que Dios existe o saber porqué hay que
respetar la justicia o vivir la templanza en nuestros actos, no nos deja
indiferentes. Muchas veces, las verdades filosóficas son molestas, nos
interpelan para cambiar de vida. Ello implica, dicho sea de paso, que si hay
una virtud necesaria para filosofar, esa es la humildad. Sin humildad no hay
reconocimiento de la verdad, sino una imposición de nuestro ego. Por eso Santa
Teresa de Jesús, la de Avila, vinculaba la verdad y la humildad, al decir que
“la humildad es andar en verdad” (Las moradas).
3º. Frente a posturas antitéticas, es decir aquellas entre las
cuales se da una relación de contradicción lógica, al menos hay una certeza:
una de ellas es verdadera y otra falsa, pero las dos no pueden ser
simultáneamente verdaderas y falsas a la vez y desde el mismo punto de vista.
Dios existe o no existe: una de las posibilidades es la verdadera y la otra
falsa. Con ello ya tenemos algo de camino hecho.
4º.
La filosofía es una tarea personal: cada uno de repensar la realidad, cada uno
debe pensar por sí mismo. De ahí que sea importante para no extraviarse no
empezar a filosofar como si cada uno fuera Adán al inicio del mundo, por
decirlo así (aquí, como en todo lo filosófico, se requiere la humildad). Ello
significa aprender de los que más saben: los grandes filósofos. Y tratar de no
repetir sus mismos errores. En otras palabras es imprescindible saber historia
de la filosofía. Pero no para tener un sólido dominio de las opiniones de los
filósofos, sino para que ellos iluminen con sus reflexiones la realidad que
buscamos conocer filosóficamente. Por eso, Santo Tomás de Aquino decía que “no
se trataba de saber lo que opinaron los demás filósofos, sino de saber cómo son
las cosas” (la cita no es textual).
5º.
Una manera de comprobar qué posturas filosóficas son erradas, es descubrir en
ellas cuáles son sendas sin salida. Una clara señal del error está en las
conclusiones que se pueden desplegar a partir de tesis cuyo acierto o error no
percibimos inmediatamente. Esas conclusiones pueden llevar a posturas absurdas
o a descubrir son irreconciliables con la realidad. En tales casos hay que
reconocer que si las conclusiones son falsas –por no corresponderse con la
realidad-, falsas también han de ser las premisas o principios de los que han
sido extraídas.
6º.- También favorece esa extendida
decepción o escepticismo ante la posibilidad de la verdad filosófica, la
cultura común en la que todos estamos inmersos. Ella nos ha acostumbrado a
tratar todo saber como una mera opinión, discutible en sí misma y nunca
merecedora de una firme adhesión de nuestra inteligencia. Esta reflexión nos
introduce en una cuestión importante: ¿todo es opinable?, ¿sólo hay opiniones?
La respuesta nos obliga a distinguir entre
aquello que es opinable de suyo y aquello que no lo es en sí mismo, aun cuando,
de hecho se den muchas opiniones. De suyo son opinables muchas cosas, muchas
materias: por ejemplo, los gustos. O las opiniones políticas. O las decisiones
en materia económica, etc. etc... Por el contrario hay otras cuestiones que no
admiten de suyo que haya opiniones: una postura es verdadera y la otra falsa.
No importa que los opinólogos hagan sus variados y confusos aportes. Y no pocas
veces, esas opiniones disímiles las expresan quienes por su falta de
competencia carecen de autoridad científica para darlas. Lo cierto es que hay
temas sobre los cuales no son admisibles las opiniones. Por ejemplo, no es
opinable la maldad de la tortura. Puede haber alguno –y lo hay- que opine que
la tortura es admisible o que es un valor sociológicamente en alza. Pero
quienes asuman esta postura favorable a la tortura, decimos que están en el
error. Y por ello trataremos de convencerlos con buenos argumentos. Lejos
estamos de decir “usted tenga su opinión sobre la tortura, que yo tengo la
mía”. O, “usted si quiere torture, ya que es su opinión y ella es propia de su
cultura, tan diversa de la mía; yo tengo por costumbre respetar todas las
opiniones que no comparto, pero por mi parte, como tengo otra opinión, me
abstendré de torturar”. Sencillamente, nadie piensa así (ni lo dice).
Adviértase entonces que esa “no-opinabilidad”
la poseen ciertos temas, como por ejemplo, las cuestiones éticas, y es
totalmente compatible con que, de hecho, existan opiniones diversas, debido a
las razones que hemos dado y sin que ello signifique que todas son igualmente
válidas.
LA SECULARIZACION
IDEOLOGICA:
Es
el momento de hablar de la secularización (“ideológica”) y su génesis.
1º La crisis de la
filosofía cristiana. Hemos
visto que la filosofía cristiana, especialmente la que se desarrolló en la Edad
Media, y especialmente durante los siglos XI, XII y XIII, conocida como
filosofía escolástica, se caracterizó por buscar una armonización o
concordancia entre la fe y la razón, o, más concretamente, entre la teología y
la filosofía. El ejemplo de filosofía más lograda es la de Santo Tomás de
Aquino, cuyo pensamiento alcanza un punto de equilibrio y una profundidad
metafísica no superada. Todo este esfuerzo –el de la filosofía escolástica-
basculaba sobre la suposición de que la fe tenía un contenido noético o
veritativo y, desde este supuesto, se buscó concordar lo creído con lo sabido.
Primero, interpretando la información revelada: eso fue la teología. Segundo buscando la correspondencia del conocimiento
natural con esa interpretación de la fe hecha por la teología, y eso fue
la filosofía.
Pero
paulatinamente, desde el siglo XIV la situación va a cambiar hasta lograr que
esa armónica convivencia entre fe y razón, entre teología y filosofía, alcance
un grado tal de ruptura que las consecuencias siguen proyectándose hasta
nuestros días.
Entre
las señales de que las cosas comienzan a cambiar, podemos mencionar las
siguientes:
a)
La profesionalización de la filosofía. Hasta ahora el cultivo de la filosofía estaba
en manos de personas que dedicaban su vida a la vida conventual de oración
contemplativa, estudio y docencia, tanto escrita como la que se realiza de
forma vívida en las aulas universitarias. Ello con algunas excepciones: la de
Boecio es una de ellas. Este filósofo, a quien según muchos debe tomarse como
el representante del inicio de la filosofía medieval, era un funcionario del
imperio de Teodorico. Pero es la excepción.
Tendemos
a pensar que las vidas de estos representantes de la filosofía medieval eran
vidas apacibles, porque espontáneamente imaginamos los claustros silenciosos de
un convento. Sin embargo esta supuesta tranquilidad no es una imagen del todo
fiel, más bien es un estereotipo. Sobre todo si tenemos en mente los siglos XII y XIII, cuando la filosofía y la
teología eran cultivadas también en los efervescentes claustros de las
universidades, como las de París y Bolonia, entre otras. Quien desee asomarse a
ese mundo tan poco convencional, puede leer por ejemplo, el libro de Etienne
Gilson “Abelardo y Eloísa”, o las páginas que le dedica Josef Pieper a dichos
personajes, en su libro “Filosofía medieval y mundo moderno”.
A
partir del siglo XIV y sobre todo XV la identidad conventual de los
cultivadores de la filosofía comienza a cambiar. Lentamente comienzan los
laicos a tomar el timón de la filosofía. Podemos nombrar a Marsilio de Padua,
que vivió un tiempo en la corte, al amparo del emperador Luis IV de Baviera, y
que fue contemporáneo y amigo de un monje, de cuyo pensamiento vamos a
ocuparnos, también refugiado en la misma corte: Guillermo de Ockham. Este
fenómeno tiene su importancia, ya que significa que la filosofía comienza a ser
cultivada en forma profesional. De hecho, como observa Thomas Molnar en su
libro “La decadencia del intelectual” (Edic.Eudeba), comienza a generarse una clase
social, la de los intelectuales.
Esta
“profesionalización” de la filosofía, va a ser la ocasión de que comience a
resquebrajarse la alianza entre la fe y la razón. Al ser cultivada la filosofía
por aquellos que tienen poco o ningún interés en los temas teológicos,
resultaba inevitable que se perdiera la
motivación por buscar o mantener esa armonía que había caracterizado la
filosofía de los siglos precedentes.
Esto
no había sucedido hasta ese momento por otra razón: durante la época
escolástica, las exigencias curriculares de la universidad determinaron que el
cultivo de la filosofía en forma pura estuviera de algún modo acotado: podían
cultivarla los maestros en artes. Pero no estaban habilitados para
especializarse con esa titulación en los temas teológicos: debían estar
habilitados en teología.
b)
El averroísmo latino. Las razones
presentadas precedentemente, son más bien externas. La crisis en profundidad
provino de la filosofía misma. Ante todo de la corriente filosófica que se
asentó en la universidad de París, conocida como el averroísmo latino. Esta corriente de hecho se desentiende de la
verdad teológica ya que mantiene tesis que, según sus representantes parisinos
constituyen la interpretación fiel del pensamiento de Aristóteles, pero que, sin
embargo, contradicen la fe. Al menos implícitamente –si es que no lo hicieron
también explícitamente- mantuvieron lo que se conoce como la “teoría de la
doble verdad”, que consiste en afirmar que una tesis filosófica puede ser
mantenida como verdadera para la razón, a pesar de que para la fe sea falsa.
Pero el averroísmo latino encontró sobre todo en Santo Tomás de Aquino un
oponente formidable, quien se erigió en auténtico intérprete de Aristóteles.
Claramente, el averroísmo latino significaba una ruptura entre la fe y la
razón. Los temas en disenso eran: la eternidad del mundo (según los averroístas
el mundo aunque creado, es eterno) y la unidad del intelecto agente para todos
los hombres (según los averroístas hay un único y el mismo intelecto agente para
todos los hombres, el cual sí es espiritual e inmortal).
c)
Guillermo de Occam. En cambio, no
sucedió lo mismo en el caso del filósofo inglés, Guillermo de Occam, quien no
tuvo frente a sí, un oponente de la envergadura intelectual de Santo Tomás. Occam
(Ockham según otra grafía) fue un fraile franciscano, nacido en 1280 y muerto
en 1349. Su filosofía consumó la ruptura con la teología de la manera y por las
razones que vamos a explicar seguidamente. Occam fue célebre porque de fraile
estudioso de la teología y la filosofía, pasó a ser polemista y autor de
numerosos escritos de carácter político, redactados al amparo del emperador
Luis IV de Baviera, en los cuales atacaba al Papa (Juan XXII). En esos escritos
realizó una crítica sobre las relaciones entre el poder político-civil y el
poder religioso (el Papado), poniendo en discusión la autoridad del Papa. No
obstante, esos escritos no representan una visión orgánica del problema ya que
no son el fruto de un estudio sostenido y profundo, sino el resultado ocasional
de las polémicas en que se vio envuelto.
Nos
interesa Occam en este punto, no por sus teorías políticas, sino por las
siguientes posturas filosóficas.
a)Fideísmo. Dios solo puede
ser conocido por medio de la fe. Es decir que Occam no admite las pruebas
metafísicas de la existencia de Dios (y de paso desconoce una verdad de fe:
aquella que enseña que Dios puede ser conocido por la razón humana “por sus
obras”, como enseña San Pablo).
“(…) al tratar los
problemas teológicos da (Occam) gran importancia al primer artículo del Credo
cristiano: Creo en Dios Padrea todopoderoso. Puesto que tal tesis es artículo
de fe, no se necesita decir que no es susceptible de prueba. Sin embargo, Occam
no sólo lo usa como principio en teología –lo cual es muy legítimo-, sino que
también recurre a él al discutir diversos problemas filosóficos, como si un
dogma teológico, captado únicamente por la fe, pudiese ser fuente de
conclusiones filosóficas y puramente racionales.” (Etienne Gilson:
“La unidad e la experiencia filosófica”,
p. 79)
b) La afirmación de la libertad divina. Para entender la
postura adoptada por Occam sobre su afirmación exagerada de la libertad divina
(se la conoce con el nombre de voluntarismo)
es preciso remontarse a algunos antecedentes de la filosofía medieval,
concretamente a Juan Duns Scoto (1266-1308)
y su
reacción contra lo que se conoce con el nombre de las razones necesarias. Este filósofo inglés que pertenece al siglo
XIII, reacciona contra un talante o estilo filosófico que se puede encontrar tanto
en Boecio, Abelardo como sobre todo en San Anselmo de Canterbury. Según San
Anselmo, teólogo y filósofo originario de Italia y luego obispo de Canterbury,
“la razón humana discursiva es capaz de hacer evidentes con “razones necesarias”
los sucesos de la Salvación, de los cuales ya tenemos conocimiento por la fe”
(Josef Pieper). Eso no implicaba para San Anselmo que nuestro acto de fe fuera
el resultado de que nuestra razón reconozca tales razones necesarias, ya que
para él conocimiento de tales razones necesarias nos permite llegar a
comprender lo que antes ya creemos por la fe (de ahí su fórmula: credo ut
intelligam, es decir, creo para entender). Así, para San Anselmo, la fe siempre
debe ser previa, y sólo al partir del acto de fe, podremos comprender lo
creído. Esta postura es correcta, pero San Anselmo fue un poco más allá con
este concepto de las razones necesarias.
En efecto, llegó a sostener tesis arriesgadas, como por ejemplo:
“Es necesario que los
ángeles caídos fuesen sustituidos por la naturaleza humana porque no existe
otra naturaleza de la cual se pudiera reemplazar su número” (esta
afirmación supone que hay un número razonable y perfecto de espíritus llamados
a la felicidad eterna y que los hombres, por ser las únicas creaturas
espirituales además de los ángeles, han sido invitados luego de la defección de
los ángeles caídos a completar ese número. En otras palabras: San Anselmo
entiende con este argumento estar explicando las razones o motivos fundados de
la historia de la Salvación)
Para San Anselmo, una vez que se cree, la inteligencia puede
descubrir las razones por las que Dios hizo lo que hizo (creación, Encarnación
de Cristo, etc.etc.). El supuesto de esta tesis anselmiana estaba en que todo lo que Dios hace tiene que
ser razonable y el hombre creyente es capaz de conocer y comprobar esa
racionalidad. Pero de ahí a sospechar que entonces Dios está obligado a obrar
necesariamente según los motivos más racionales, había un paso muy fácil de
dar. Ahora, si ese paso se daba se entraba de lleno a otro distinto y peligroso
terreno, ya que implicaba afirmar que
todo ocurre necesariamente, incluso en el obrar divino. Por lo tanto
implicaba afirmar que Dios obra
forzosamente: actúa forzado a hacer lo más razonable. Y por supuesto, el
hombre puede conocer esa razonabilidad. En otras palabras, el peligro que se
cernía era fundamentalmente el retorno del fatalismo
griego. San Anselmo nunca dio ese paso: era un hombre de fe. Pero el peligro
era real.
Precisamente la filosofía de Duns Scoto sale al cruce de esa
conclusión, reaccionando contra ese fatalismo o necesitarismo del obrar divino.
Juan Duns Scoto aplica un correctivo a esa tesis: la libertad divina. “Todo lo que
hace Dios tiene el radical carácter de
lo no-necesario, de lo contingente.”
(J. Pieper). Por lo tanto, no es posible encontrar para el hombre supuestas
“razones necesarias”. La consecuencia es la siguiente: si “…la razón humana no puede alcanzar a hacer
“en sí mismo” atinado o incluso necesariamente razonable algo que ha salido de
la acción libre divina mediante deducciones y argumentos” (J.Pieper),
entonces, no hay posibilidades de
investigar filosóficamente nada de aquello que procede de la libre actuación de
Dios. Ello, pensamos, está bien si se trata de la historia de la Salvación,
e incluso del acto creador de Dios, pero ¿también alcanza al conocimiento de lo
creado por Dios? Pareciera que si todo
es contingente (las cosas son, pero podrían no haber sido), la investigación
filosófica no tiene mucho por hacer. Pero el otro peligro de la postura de Duns
Scoto es terminar por atribuirle a Dios
una total arbitrariedad: una falta
completa de motivos (voluntarismo).
Ahora bien, Occam,
partiendo de una defensa de la fe despliega una exagerada acentuación de la
libertad divina, en la línea de Duns Scoto, pero llegando a tesis exageradas:
termina por hacer del obrar divino una pura arbitrariedad. Dios tiene libertad
absoluta. Creemos que Dios ha creado todo porque lo ha querido, pero, además,
(y esta es la novedad) podría haber creado a los seres finitos de otra manera,
o podría haberse encarnado en una piedra o en un árbol o en un asno. O incluso,
si lo hubiera querido, podría haber hecho que fuese bueno el odiar a Dios. Con
esto Occam pretende rechazar a todo intento de “racionalizar” la fe (en eso
consiste la teología). Esta postura, en definitiva, induce a creer que la
teología, como intento de interpretar la fe, es un trabajo vano. Pero a la vez,
desalienta la búsqueda de relaciones necesarias en la naturaleza y propicia
sólo el estudio de lo fáctico, de los hechos particulares que se dan aquí y
ahora, sin poder averiguar las causas de las que esos hechos han derivado.
Comentemos, de paso, que el voluntarismo implica poner por encima de la
inteligencia a la voluntad y, en el caso de Occam adopta esta postura en salvaguarda de la
libertad divina. En la Modernidad, sucederá algo parecido: la voluntad y su
libertad está por encima de la verdad, a tal punto que la libertad no debe
estar sometida a la verdad, ya que ésta última es un freno que la podría
coartar. Por ello, se llegar a sostener, en la Modernidad, que la verdad es una
amenaza a la libertad e incluso a la convivencia (principio de tolerancia
moderno).
c) Nominalismo. Con respecto al fundamental problema de los
universales, Occam adopta la postura conocida con el nombre nominalismo (si bien, en sentido
estricto, la denominación correcta de su postura es la de conceptualismo, es habitual
clasificar el pensamiento de Occam como nominalista. En sentido estricto, el nominalismo es la tesis que sostiene que
únicamente nuestras palabras –las nomina o nomen- (los sonidos) son
universales: puesto que significan universalmente muchas cosas. Aquí seguiremos
el uso convencional del término nominalismo para caracterizar el pensamiento de
Occam). Aclarado esta breve cuestión terminológica, debemos explicar qué es el
nominalismo y, antes, en qué consiste el
problema de los universales, ya que el nominalismo es una de las respuestas que
se dieron a este problema.
El problema de los universales: hemos visto en
antropología filosófica que los conceptos o ideas con los que nuestra mente
piensa la realidad, son universales Por ejemplo, el concepto de “hombre”, el concepto de “animal”
o de “árbol”, etc. son universales en tanto que tienen una referencia
significativa (una relación de signo a cosa significada) con una infinita
pluralidad de individuos (éste o aquél hombre, etc. etc.). Los conceptos tienen
un carácter o propiedad de permanencia y universalidad: al contrario de los
sentidos, que nos dan a conocer realidades siempre cambiantes (Recordemos:
“idea” es el otro nombre que le damos al concepto
formal, también llamado concepto
subjetivo, los cuales son signos
formales de las esencias que están en nuestra mente en estado de
abstracción). Pero no sólo ellas, las ideas, son universales: también el
contenido de nuestras ideas, que, como hemos visto, son las esencias, son
universales. Finalmente, también las palabras tienen algún tipo de
universalidad, desde el momento que son los signos que usamos para hablar de
las cosas y de lo que ellas son.
El problema se
plantea cuando se advierte que todo lo que existe fuera de la mente existe de
un modo individual y está sujeto al
cambio (existe Juan, Pedro, este perro, etc.). Si ponemos en relación estos dos
hechos, a saber, que sólo existen individuos y que pensamos con conceptos universales, surge inevitablemente esta
cuestión: ¿realmente, les corresponde
algo en las cosas a nuestros conceptos universales? Y si les corresponde, ¿de
qué manera? ¿O hay que concluir, -dada la diversidad entre cosa individual y
concepto universal- que no los corresponde en las cosas nada que sea universal?
Pero no sólo ese cuestionamiento se nos presenta: también nos sale al paso esta
cuestión: qué existencia o realidad tienen los contenidos de nuestros
conceptos?¿sólo existen individuos concretos y particulares pero que no tienen
ningún elemento de identidad entre sí y luego por comodidad los agrupamos en
esos moldes que son esquemáticos –una construcción de nuestra mente- y a los que llamamos ideas o conceptos?
Importancia del problema: si la respuesta
es: “nada les corresponde a nuestras ideas o conceptos (formales o subjetivos)
en la realidad” estamos haciendo del
contenido de nuestras ideas (las esencias que están en la mente en
estado de universalidad) una pura creación mental. Por lo tanto, no hay posibilidad alguna de que nuestros
discursos sobre la realidad (ya sea la comunicación habitual, ya sea la
ciencia, etc.) constituyan un acceso fiable a ella, puesto que todo termina por
ser una creación subjetiva de la mente. Cuando, por ejemplo, hablamos del
hombre y de sus propiedades, tanto aquél como éstas, son una creación
subjetiva, por lo que nada podemos conocer de cierto sobre el ser humano y sus
propiedades. Esta postura no es otra que el escepticismo, el subjetivismo y el
relativismo.
Ahora bien, si les
reconocemos a nuestras conceptos una cierta fidelidad con las cosas que están
fuera de la mente, y afirmamos que las ideas y sus contenidos (las esencias)
tienen una correspondencia en las cosas,
es decir, que en las cosas individuales existen de algún modo esas esencias,
nuestra postura es realista e implica admitir la posibilidad de la verdad. La
ciencia y nuestro hablar cotidiano sobre las cosas tienen un fundamento real.
En síntesis, el
problema de los universales se plantea simultáneamente con respecto a las palabras
(universal in significando), con respecto a los conceptos o ideas
(universal in raepresentando) y con respecto al contenido de los conceptos o esencias
que están en la mente en estado de universalidad (universal in praedicando y al
vez universal in essendo).
Las palabras
son universales o tienen universalidad porque cada una de ellas, además de la
realidad física en que ellas consisten (el sonido que pronunciamos al
aire), tienen una capacidad para
significar (=ser signo de) una multiplicidad de cosas significadas.
Los conceptos
o ideas son universales (tienen universalidad) porque representan (=nos hacen presentes en la mente) una multiplicidad de
esencias significadas.
Las esencias
que están en la mente son también universales y son signo de las esencias que
están en las cosas.
Las diversas respuestas al problema de los universales.
La respuesta más
escéptica es la del terminismo (o
“nominalismo” en sentido estricto). Según esta postura, la única universalidad
que hay que admitir es la que tienen las palabras o términos (de ahí su
nombre). Pero no admiten que los conceptos o ideas sean universales ni menos
aún que tengamos en la mente las esencias de las cosas en estado de
universalidad. Los universales son meros “flatus vocis” o sonidos.
Representantes: los sofistas y los antiguos escépticos, Roscelino en la Edad
Media, Hume, Berkeley, Condillac en la Edad Moderna, Sturt Mill y Bergson en la
Edad Contemporánea. Esta postura deriva en el escepticismo, ya que vuelve
imposible el conocimiento de lo que las cosas son.
La otra respuesta
es el conceptualismo (o
“nominalismo” en sentido amplio). Es la que da Occam (y junto con él, Locke y
Kant en la Edad Moderna): admiten la universalidad de las palabras y también la
de los conceptos o ideas, pero nada más. Es decir, que los conceptos son
universales porque representan (universal in raepresentando) muchos individuos,
pero son una creación de la mente que no tiene una correspondencia en las
cosas. Son una “imagen” confusa de los individuos, pero que no se basa en una
supuesta existencia de esencias objetivas y reales en las mismas cosas
individuales. No existe el universal in
essendo. Deriva en el escepticismo y en el agnosticismo. Los conceptos
universales son en definitiva una esquema,
una convención más o menos arbitraria, una simplificación útil, pero nada más.
La tercer respuesta
es la del realismo exagerado o ultrarrealismo. Es la que dio Platón:
los universales existen fuera de la mente en
estado de universalidad: son las famosas Ideas platónicas. Deriva en la
negación del conocimiento de las realidades físicas (para Platón, las cosas
materiales son una copia imperfecta y cambiante de los modelos ideales, por lo
cual no podemos tener un conocimiento científico-filosófico de ellas).El
peligro de esta postura es, precisamente, su ultrarrealismo, el cual se muta en
idealismo: sólo tiene valor la idea. Los
seres del mundo físico, y los sentidos que nos los hacen conocer, no tienen
valor.Esta postura, tiene una inclinación muy fuerte a proyectar sistemas,
todos cerrados en los que se pretende haber apresado toda la realidad. Este
ultrarrealismo o idealismo, aplasta todo lo individual y, lo más grave, la
realidad personal (la persona es la sustancia individual de naturaleza
racional). El idealismo, decapita a la persona. Tiene la pretensión de someter
todo al sistema y lo que no encaja, la excepción, la riqueza de la realidad con
toda su variedad, es negado, o dejado de lado. El idealismo tiende a ser
totalitario. Es racionalista y planificador. Pero también fantasioso:
planifica, organiza la realidad sin tenerla en cuenta en
lo más mínimo. Es
fértil en utopías. Por ejemplo, Saint Simon, Fourier, etc. etc. También es
revolucionario: todo está por crearse. Lo dado siempre es insatisfactorio.
Así como el nominalismo deja de lado la
inteligencia para apostar todo a los sentidos, el ultrarrealismo o idealismo,
apuesta todo a la razón y deja de lado los sentidos.
La cuarta respuesta
es el realismo moderado. Es la
respuesta de Aristóteles y de Santo Tomás de Aquino, entre otros: además de la
universalidad de las palabras y de los conceptos o ideas, existen los universales (las esencias) en las
cosas mismas, solo que en ellas esas esencias universales existen
individualizadas, identificadas con cada individuo. En las cosas las esencias
universales existen no en estado actual de
universalidad, sino en un estado potencial.
Recién, a través del proceso de abstracción que realiza la mente en la
simple aprehensión, esas esencias pasan del estado de universalidad en
potencia, al estado de universalidad en acto, pero ello sucede en la mente y
sólo en ella. Las esencias sólo existen en estado universal en la mente humana.
La conclusión entonces es que las esencias de las cosas que nos hacen presentes
nuestros conceptos o ideas cuando pensamos –y que en la mente y gracias al
proceso de abstracción adquieren un status universal- tienen un fundamento real. No son una creación de la mente.
Lo que nuestra mente agrega, es ese estado de universalidad que en las cosas
estaba en potencia. Luego, la conclusión es que la ciencia y el lenguaje en
general son un instrumento fiable para conocer y hablar de las cosas.
Occam, con su postura
nominalista, abre la puerta al escepticismo. Por de pronto, si las esencias no
son reales, la metafísica pierde validez. En esto hay coherencia con respecto a
su fideísmo, el cual ya le había asestado un golpe de muerte a la metafísica al
negarle la capacidad de demostrar racionalmente la existencia de Dios. Pero
también la ética resulta afectada, como veremos a continuación.
d) No hay ley moral natural. El origen de la sociedad no
es natural sino resultado de un pacto. Si no hay esencias, la ética no puede estar
fundada en la naturaleza humana, puesto que ésta no existe. Lógicamente, y
siguiendo la misma línea ética de Occam, de ningún modo podría hablarse de la
sociabilidad como de una propiedad natural del ser humano. En efecto, si no hay
una esencia humana o naturaleza humana, tampoco tiene sentido afirmar que el
hombre es sociable por naturaleza. La sociedad surge por un pacto, una
convención. En estos temas éticos, Occam guarda coherencia también con sus
otras posturas: su voluntarismo divino (las leyes morales son de tal modo por
un designio arbitrario de Dios: “Dios podría haber hecho que fuera bueno el
odiarlo, si lo hubiese querido así”). En
concreto, como última conclusión, no hay posibilidades para una fundamentación
racional de las leyes morales.
e) Conocimiento intuitivo y abstractivo. Empirismo. Occam, para tratar
de cerrar su respuesta al problema de los universales, establece una
clasificación nueva de los tipos de conocimiento: el conocimiento es o
intuitivo o abstractivo. El conocimiento intuitivo –la intuición- es la
percepción inmediata de la existencia de algo material (por ejemplo, ver a
Sócrates) o de un hecho psicológico (sentir un dolor, un acto de conocimiento,
una decisión). Este conocimiento intuitivo es inmediato y está dotado de
certeza. El conocimiento abstractivo es
todo lo contrario: no es inmediato, carece de certeza o autoevidencia y,
además, no nos da a conocer que algo existe. De este modo, entran dentro de
esta clasificación bajo el rubro de “conocimiento abstracto” no sólo las ideas
o conceptos y los contenidos de los
conceptos, sino también la imaginación y la memoria, ya que ellas no incluyen
la existencia (en efecto, puedo imaginar algo que no existe o tener un recuerdo
falso, de algo que nunca ha sucedido). que para nosotros, pertenecen al
conocimiento sensible). Resulta interesante que Occam propone a la intuición como el camino de la
ciencia. Contra lo que decían Aristóteles –a quien Occam pretendía seguir- y
Santo Tomás, para quienes la ciencia versa sobre lo universal –no sobre lo
individual y particular en cuanto tales, Occam propone fundar la ciencia sobre
la intuición sensible de lo individual. En otras palabras, la propuesta de
Occam es lo que se conoce como empirismo:
el conocimiento válido nos lo proporciona el conocimiento sensible, la
percepción (el conocimiento intuitivo).
El nominalismo
de Occam reaparece y pervive en
muchos de los filósofos de la era moderna. Y quizá, dado que asume formas
propias en cada filósofo, sería más
adecuado, hablar del nominalismo sin
más. Si hasta ahora veníamos hablando del “nominalismo de Occam era solo por
hablar de un modo simplificado y, sobre todo, porque en Occam adquiere el rango
de una posición pura. “Pura” por dos razones: porque es una posición extrema y porque Occam no vacila en asumir todas las
consecuencias de su tesis nominalista.
En lo que sigue
trataremos de mostrar dos cosas: la primera de ellas (I)
es que, históricamente, de hecho, con la aparición del cristianismo, entre la
fe cristiana y la filosofía hay vasos comunicantes por los cuales fluye una
corriente de savia vital que enriquece a ambas y que, de ser cegados, ello
repercute negativamente en la fe y en la filosofía.
El segundo punto a mostrar (II) es
una consecuencia del primero: la secularización, ha traído consecuencias en el
modo de entender al hombre, la sociedad y la cultura, hasta el punto de que es
legítimo y fundado sostener que esa pérdida de Dios en la filosofía y en la
cultura, es decir, el secularismo, conlleva la pérdida del hombre. ¿Qué se
quiere decir con pérdida del hombre? No es fácil decirlo en pocas palabras,
pero si fuera necesario recurrir a una sola frase, habría que afirmar que “la
pérdida de Dios, es la destrucción del hombre”. Parecen palabras tremendas y
hasta cierto punto pesimistas. Pero es así: la secularización es una ruta
directa al nihilismo más crudo y desesperanzador que se pueda imaginar.
(I)
En cuanto al primer
punto (el mutuo enriquecimiento entre fe y razón, entre teología y filosofía), sostendremos que luego de
desaparecido el paganismo greco-latino, la relación entre fe y razón tuvo dos
etapas históricas: la primera fase o etapa es la que, como ya vimos, se
dio en la Edad Media cristiana. En esta etapa la relación fue de armonía. A
partir de esa etapa, aparece una segunda fase, la cual consiste en la emancipación de la filosofía con
respecto a la fe (secularización). En esta segunda etapa de emancipación, la
filosofía se presenta como una visión global que quiere reemplazar a la fe y
tuvo tres formulaciones a su vez: la primera es el agnosticismo y el ateísmo,
tal como lo encontramos en David Hume, la Ilustración francesa, los
materialistas, los naturalismos de corte cientificistas, el ateísmo pragmático
de Marx, el ateísmo de Sartre, etc. La segunda fase es la del deísmo que
pretende asumir las tesis cristianas pero despojadas de toda dimensión
sobrenatural. Es la naturalización del dogma. Lo encontramos en Kant (quien por otra parte es agnóstico desde otro
punto de vista), en Rousseau (el
cristianismo en realidad enseña, según Rousseau, las verdades que el corazón
humano –el sentimiento- nos da a conocer) y en la mayor parte de los
representantes de la Ilustración francesa. La tercera etapa es el intento
hegeliano por “domesticar” nada menos que los mismos misterios de fe,
pretendiendo ver en dichos misterios una “versión” religiosa (e ingenua) de la
verdadera filosofía (la de Hegel, por cierto).
Primera etapa: es la que corresponde a la
filosofía medieval. En ésta la relación entre la fe y la razón es de armonía
y, la vez, de mutua colaboración, pero a la vez, la fe es superior a la razón humana). El
cristianismo desde su primer inicio se relacionó con la filosofía. En efecto,
buscó tender puentes no con la religión pagana, sino con los filósofos. Y la
razón es muy sencilla: el cristianismo siempre ha sido consciente del contenido
de verdad de la Revelación bíblica. Es decir que siempre fue consciente de que
la Revelación no era una narración fantasiosa propia del mito, sino que
contenía afirmaciones inteligibles. Este auto-consciencia del cristianismo, fue
claramente expuesto desde el inicio de la predicación apostólica: los
Evangelios no se estructuran como si fueran un mito, o una narración poética.
Incluso, los géneros poéticos que aparecen en el Antiguo Testamento, no son
leídos como una manifestación estética sino como un documento de fe que
transmiten una enseñanza.
“El
cristianismo no es una cosmovisión poética, ni un mito, ni un sentimiento
vital, sino la fe en una Revelación real de Dios acerca de su propio Ser, el
origen y el fin del hombre, su caída y redención. Cuando Cristo es preguntado
por Pilatos si es rey, responde afirmativamente, al tiempo que declara la razón
del señorío que pretende ejercer: “Para esto he nacido y para eso he venido al
mundo, para dar testimonio de la verdad”(…)” (Spaemann, Robert):
“Cristianismo y filosofía en la Modernidad”, en “El rumor inmortal”, ediciones
Rialp, Madrid, 2010, p.65)[17]
Segunda etapa: la emancipación de la filosofía con
respecto a la teología:
a).- Primera fase de la segunda etapa: El agnosticismo
y el ateísmo.
“Agnosticismo”: a (partícula privativa) y
“gnosis”, conocimiento. Literalmente sería la postura que sostiene el
“no-conocimiento”. Quien al parecer fue el primero en usar este término fue
Thomas Huxley (1825-1895), biólogo inglés, también conocido como el bulldog de
Darwin, por haberse erigido en el constante defensor de la teoría
evolucionista. Sin embargo, la postura filosófica a que se hace referencia con
el término “agnóstico”, ya existía con anterioridad: como dice Cornelio Fabro
(“Drama del hombre y misterio de Dios”,
edic.Rialp, p154, 1977) “”Agnósticos, en tiempo de San Pablo, fueron los
atenienses, quienes, insatisfechos de los dioses de la religión oficial,
erigían altares en determinados circunstancias y elevaban súplicas al dios desconocido.”
El agnóstico no
niega que exista Dios, pero tampoco afirma su existencia: se limita a afirmar
que no se pueda demostrar que existe. Esta postura es distinta del ateísmo, ya
que éste directamente niega a priori la
existencia de Dios. El agnóstico suspende el juicio sobre la existencia y la
naturaleza de Dios y la razón que Alega es que no se puede demostrar. Se trata
de una actitud de cautela, de sobriedad intelectual. Pero también es distinto
del escepticismo, para el que no podemos conocer nada con certeza y alcanzar la
verdad. En cambio el agnosticismo es compatible con el reconocimiento de la
posibilidad de la verdad en otros ámbitos (por ejemplo, en las ciencias
particulares).
El antecedente
de esto es Occam: su fideísmo –Dios sólo puede ser conocido por la fe- y su
tesis de que no podemos conocer la causalidad. Pero ya en plena historia de la
filosofía moderna, Hume representa un
hito fundamental en el camino del agnosticismo. Este filósofo inglés nació en
el año 1711 y murió en 1776. Pertenece su filosofía a la tradición empirista
cuyas raíces están en la filosofía de Occam (recordemos que Occam reconoce
validez al conocimiento empírico). Nos interesa por esta tesis: según él no hay un verdadero
conocimiento de la causalidad. Lo que entendemos habitualmente por “causalidad”
es el resultado de una asociación mental que termina siendo una costumbre: al
percibir que siempre luego de A sigue B, asociamos A y B y pensamos que A es
causa de B, pero lo cierto es que la acción causal no la vemos: no vemos con
nuestros sentidos, la transmisión de fuerzas de un objeto a otro. Ciertamente,
el error de Hume radica tanto en el hecho de que no distingue el conocimiento
intelectual del conocimiento sensible (error que está presente en otro filósofo
inglés de tradición empirista: John Locke
-1632-1704), como en hacer de las ideas el objeto directo del
conocimiento (error que ya estaba en Descartes)
y, finalmente, en desconocer lo que hemos llamado el objeto sensible
per accidens: ya a nivel del conocimiento del mundo físico, los sentidos
concomitantemente con la inteligencia conocen concreta e individualmente
la acción causal: vemos una camión que choca un auto y lo desplaza y a la vez
percibimos que el camión es la causa del movimiento del auto, por
ejemplo. Las consecuencias de su empirismo y de su negación de la realidad de
las causas es la siguiente: al haber quedado comprometido el principio de
causalidad, es lógicamente imposible un discurso racional que pruebe la
existencia de Dios y, a la vez, Dios no es alcanzable para la razón (dado que
no es empíricamente asequible).
Deberíamos
también incluir a Kant dentro de los filósofos agnósticos. Pero al hacerlo no
hay que olvidar que, a pesar de su agnosticismo, admite la existencia de Dios,
dado que Dios está por encima de las categorías del entendimiento y sólo cabe
tener de Dios una especie de “fe filosófica” de tipo moral, ya que se debe
postular existencia de Dios sino se viene abajo el edificio de la moral. Kant,
según confiesa, fue despertado de su sueño dogmático (la ingenua convicción en
el poder de la inteligencia) leyendo a
Hume. Este le hizo ver que entre otras suposiciones gratuitas a las que el
espíritu humano está acostumbrado a reconocer, no podemos conocer la
causalidad. Pero Kant estaba convencido de que la física de Newton era una
ciencia incontrovertible y rigurosa, por lo que de alguna manera, había que
explicar el hecho de que la física sea una ciencia a pesar del escepticismo
humeano. Entonces Kant, le imprime a la filosofía lo que él mismo llamó el
“giro copernicano”: así como Copérnico demuestra que no es el sol el que gira
alrededor de la tierra, sino al revés, de igual modo no es el sujeto
(cognoscente) el que “gira” y debe adecuarse al objeto, sino que es al revés:
el objeto es creado por el sujeto y ordenado:
“Hasta ahora se ha asumido que todo nuestro
conocimiento debe ajustarse a los objetos… puede avanzarse mucho más si
asumimos la hipótesis contraria de que los objetos del conocimiento deben
ajustarse a nuestro pensamiento”
La explicación
de Kant es que el
orden de las cosas no está en ellas, sino que lo forma la actividad de nuestro
entendimiento. La experiencia sensible proporciona el CONTENIDO (la materia) del conocimiento y el
sujeto pensante las FORMAS: el orden, las relaciones, las conexiones entre los
datos de la experiencia. Los datos sensibles por sí mismos no son experiencia,
sino un caos; se transforman en experiencia por la actividad intelectual del
sujeto. No es la Naturaleza la que impone las leyes al espíritu humano, sino
que es éste el que prescribe las leyes a la Naturaleza.
Eso
es lo que K. llamaba su revolución copernicana: así como Copérnico al poner al
sol en el centro pudo resolver muchos problemas astronómicos referidos a los
movimientos de los astros, Kant pone al sujeto en el centro de la realidad: no
es el sujeto el que se debe adecuar al objeto, sino que el objeto es creado,
ordenado y construido por la actividad del sujeto. El problema planteado por
Descartes acerca de la correspondencia entre las ideas y las cosas ya no tiene
razón de ser: el conocimiento, nos va a decía Kant, es síntesis de contenido y forma: la forma sin contenido es
vacía, el contenido sin la forma es ciego. El contenido del conocimiento es la materia y los elementos estructurantes
que pone el sujeto para organizar la materia
que nos proporcionan los sentidos en forma caótica, los llama formas, categorías e ideas.
Las formas, categoría e ideas son a priori –o trascendentales, es decir,
que no provienen de la experiencia- y por no provenir de la experiencia (que es
siempre cambiante), está garantizada su universalidad. Según esto, la ciencia
física es posible porque el sujeto está dotado de las formas y categorías que
en unión con la materia (los datos de los sentidos), constituyen el objeto de conocimiento. Sin embargo,
aunque tengamos la “idea de Dios”, no es posible darle ningún contenido o
materia, ya que no proviene de la experiencia sensible. Por lo tanto, “Dios” es
una mera idea de la razón (por
supuesto, toda la metafísica, aunque responde una aspiración insuprimible del
hombre, como reconoce Kant, no es viable como ciencia). Estas consideraciones
de Kant están desarrolladas en la “Crítica de la razón pura”, pero en la “Crítica
de la razón práctica”, dedicada a fundamentar la moral, Kant sostiene que,
aunque indemostrable, debemos suponer la existencia de Dios, sino el edificio
de la moral se queda sin fundamento. En
otras palabras, es preciso afirmar que existe Dios, no por Él mismo, sino
porque resulta útil (para la moral) y por medio de una “fe filosófica”. Pero no
cabe una demostración racional de la existencia divina.
b).- Segunda fase de la segunda etapa: El deísmo.
El
Deísmo de algunos integrantes de la Ilustración, como Voltaire, la filosofía
racionalista y Rousseau (identifica a Dios no con la razón, sino con el
sentimiento). El deísmo tiene su suelo natal en Inglaterra. En especial Herbert
de Cherbury, en 1624 publica su obra “Acerca de la verdad”, en la que condensa
las verdades comunes a todas las religiones: creencia en la existencia de Dios,
deber de adorarle, llevar una vida piadosa y virtuosa, arrepentimiento de los
pecados, premio y castigo en la vida futura. Pero estas tesis no están fundadas
en la Revelación, sino que se apoyan en
la razón humana únicamente. Se trata de una religión natural que se opone a la
religión revelada y se funda en la sola razón. Para el deísmo, las religiones
“positivas” no tienen ninguna legitimidad: 1º porque todas son distintas y
particulares, frente a la razón que es universal; 2º porque esas diferencias no
se justifican desde la razón.
Las
motivaciones: una está en los disensos entre las religiones y las guerras de
religión, lo cual lleva a desear y proponer un acuerdo que satisfaga la
exigencia de la unidad de la razón. Eso estaba acompañado de un rechazo de la
intolerancia, cuya fuente, sostienen los deístas, no brota de los postulados de
la razón, sino de los intereses egoístas (fruto de la conspiración del clero
dominante y los poderes políticos). Se polemiza también contra las
instituciones, no solo contra las convicciones personales de las personas
religiosas: la polémica se centra en que las instituciones impiden el
“librepensamiento” (los librepensadores). 2º El desarrollo de la ciencia
–sostienen- afecta a la religión porque
la ciencia muestra que hay una razón universal en la que todos coinciden,
frente al particularismo de las religiones positivas. Además, la razón
científica es necesaria y eso vuelve
imposible o prescindible el intervencionismo divino (contra la providencia:
intervención de Dios en la historia, y contra los milagros). En esta religión
natural propia del deísmo, del cristianismo solo se acepta su código ético.
1. Dios existe y se
puede demostrar su existencia con pruebas racionales. Pero, se lo entiende a
Dios en un contexto mecanicista: es autor del mundo (la naturaleza y el
hombre), pero al modo de un relojero que pone en marcha el reloj pero luego no
interviene en ella para conservarlo en el ser.
2. Dios es conocido
solo por la razón, porque no se ha revelado (la revelación es innecesaria: si
Dios ha creado al hombre dotado de razón, la Revelación, de existir, sería
contradictoria: ¿para qué nos revela verdades que no podemos comprender, qué
utilidad tiene ello?)
3. Dios no interviene
en la naturaleza para modificar sus leyes (no hay milagros: si Dios hizo las
leyes naturales, es absurdo que él mismo las suspenda)
4. Dios no interviene
en la historia. No existe la Providencia divina. Sería una imposición a nuestra
libertad, con la que el mismo Dios nos creó.
5. Dios no nos salva:
la felicidad la alcanza el hombre por sus propios medios, sin que Dios deba
ayudarnos, ya que la logramos por nosotros mismos.
6. El Pecado Original
es un mito. El hombre es bueno por naturaleza.
7. Cristo, es admitido
como un ejemplo moral.
Observación:
también debemos incluir a Kant como deísta, ya que, junto con su agnosticismo,
somete a la religión a los moldes de la razón humana y acepta de la Revelación
solo la moral. Según su concepto de qué es la Ilustración, la definió como
“atrévete a saber” –sapere aude- es
decir, ten el valor de usar tu propio entendimiento, emanciparse, salir del
estado de minoridad en que encierra al hombre la fe cristiana.
Conclusión: el deísmo relega a la
religión revelada al arcón de los mitos. La revelación sobrenatural es admitida
en la medida en que pueda pasar la criba de la razón humana, y para ello hay
que “desmitologizarla”. Precisamente este fue, tiempo después, el
intento de un teólogo protestante alemán, Rudolf Bultmann, en el siglo XX:
desmitologizar la religión cristiana, negando de la figura de Cristo todo lo
que este teólogo consideraba “mitológico”. Este teólogo, aunque protestante
ejerció gran influencia en la teología progresista del siglo XX y del siglo
XXI.
c).- Tercera fase de la segunda etapa: filosofía
hegeliana.
“A Hegel debemos el intento más radical de
formular realmente el contenido interno de la ortodoxia cristiana en términos
filosóficos” (Spaemann, p. 80)
“Hegel dará amplia cabida en su filosofía a los grandes temas
cristianos: Trinidad, Encarnación, Redención, pero después de haberlos
secularizado y transformado en expresiones simbólicas de verdades racionales.
Pero aún así su pensamiento seguirá siendo en buena medida teología, no sólo porque
su tema central va a ser teológico:
Dios o lo infinito y su relación con lo finito, sino sobre todo porque el
modelo que usará para explicar esa relación será el cristológico: el misterio cristiano de la Encarnación de Dios.”
“Hegel se
atrevió a hacer lo que jamás se le
ocurrió a ningún filósofo: utilizar el dogma cristológico como molde u horma con la que dará forma a su
pensamiento. (… ). La auténtica clave interpretativa del pensamiento hegeliano
se encuentra en dos célebres textos cristológicos que cuentan entre los más
importantes del Nuevo Testamento: el prólogo del Evangelio de San Juan sobre la
Encarnación del Logos y el pasaje de la carta de San Pablo a los Filipenses
sobre la humillación y exaltación de Cristo. Lo que San Juan dice del Logos,
que “se hizo carne y plantó su tienda entre nosotros (Jn.1, 14) y lo que Pablo
afirma de Cristo, que “a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su
igualdad con Dios, antes se anonadó a sí mismo y tomó la condición de esclavo,
hecho hombre entre los hombres” (Flp. 2, 6-7), se entiende de la asunción de lo
finito por lo infinito. Lo absoluto sale de su intimidad, del juego eterno de
amor hacia sí mismo y, anonadándose a sí mismo, se hace carne, es decir, pasa a
lo finito y se pierde en la naturaleza para reencontrarse en la historia
humana. De este modo, el círculo se cierra y el final coincide con el
principio. El cielo ha bajado a la tierra y la tierra ha subido al cielo.”
(Colomer, Josep: “El pensamiento alemán
de Kant a Heidegger”, tomo II, edit.Herder, p.126s)
(II)
Segundo punto: las
consecuencias de la secularización
La
secularización ha traído consecuencias en el modo de entender al hombre, la
sociedad y la cultura, hasta el punto de que es legítimo y fundado sostener que
esa pérdida de Dios en la filosofía y en la cultura, (es decir, el
secularismo), conlleva la pérdida del hombre. ¿Qué se quiere decir con pérdida
del hombre? No es fácil decirlo en pocas palabras, pero si fuera necesario
recurrir a una sola frase, habría que afirmar que “la pérdida de Dios, es la
destrucción del hombre”. Parecen palabras tremendas y hasta cierto punto
pesimistas. Pero es así: la secularización es una ruta directa al nihilismo más
crudo y desesperanzador que se pueda imaginar.
“La
China del siglo XXI sigue siendo comunista: granjas humanas que extirpan los
órganos a presos vivos”
Se cree que hay más de 10.000
órganos en circulación en China, la mitad extirpados a la fuerza. Para el
Partido Comunista, el cuerpo de una persona es propiedad del gobierno, sus
órganos son un “bien común” al igual que los bebés. Es la cara negra de una
China que sigue siendo maoísta.
11/10/2017
Si en la vieja URSS había gulags,
como los que denunció Alexander Solzhenitsin, en la China de 2017 existen
granjas humanas donde se extirpan órganos a presos vivos.
El gigante asiático tiene dos caras.
Ante los inversores occidentales, es un nuevo El Dorado de los negocios, con su
look cosmopolita o el skyline de urbes como Shanghai que rivaliza con las
grandes capitales de Europa o Estados Unidos. Principio del
formulario
Pero tras la lujosa fachada de
prosperidad y apertura al mundo se esconden las viejas desigualdades propias de
un régimen sanguinario como el maoísmo.
Poco tiene que envidiar la China del
presidente Xi Jinping y los grandes magnates que cierran tratos con los países
capitalistas a la China de Mao y sus terribles matanzas. Lo ocurre es que
Occidente apenas se entera.
Por ejemplo, el caso de las granjas
humanas.
“China secuestra a personas, les
encierran en granjas y les extirpan los órganos mientras siguen
vivos”. Este es el relato de Jinato Liu de 36 años, un preso que fue
encarcelado por el gobierno chino después de convertirse al ‘Falum Gong’, una
religión derivada del budismo y del taoísmo. Durante su cautiverio, Liu fue
enviado a un campo de trabajo forzado donde sufrió todo tipo de abusos y
torturas. Dos años después de su cautiverio logró escapar y a pesar de que
padece estrés postraumático, Liu ha decidido contar el horror que vivió. “De
camino al trabajo que me obligaban a hacer siempre pasaba por una zona que
parecía un hospital, había gente en bata que conectaba a los prisioneros
a máquinas, les sacaban sangre constantemente y una vez oí como uno
decía que tenían que tener cuidado para no dañar los órganos”.
“Me resultó impactante que
cuando se dirigían a los prisioneros les llamaban por su
órgano: ‘el del corazón’ o ‘el del pulmón’ y nunca
les hablaban de ‘él’ o ‘ella'”, relata el ex prisionero. A
estos prisioneros les sacaban sangre y muestras de orina a la fuerza. Se
trataba de una ‘granja humana’ propiedad del Partido Comunista chino.
Para el régimen, el
cuerpo de una persona es propiedad del gobierno, sus órganos son un “bien
común”, al igual que el bebé que porta una embarazada.
La realidad de los campos de trabajo
chinos es aterradora. Las minorías religiosas y los disidentes políticos son
encarcelados sin razón a veces durante años. En ese tiempo son torturados y
a algunos les llevan a instalaciones quirúrgicas donde les extirpan sus órganos
mientras aún están vivos.
“En un año puede haber más de 10.000
órganos en circulación”
Según recoge LifeNews, un informe presentado por el ex político canadiense David Kilgour apunta
que los trasplantes de órganos en China se producen 10 veces más que el resto
de países. “Creemos que en un año puede haber más de 10.000 órganos en
circulación, los cuales más de la mitad han sido extraídos a la fuerza”.
El New York Post ha informado recientemente que en los dos últimos años el grupo
perteneciente a la religión ‘Falum Gong’ está siendo el principal objetivo para
alimentar al negocio de la venta de órganos.
La presidenta de la organización, la
doctora australiana Sophia Bryskine, asegura que su organización está
trabajando especialmente en China porque, a diferencia de cualquier otro lugar
del mundo, “este país asiático es el único que todavía trafica con los órganos
de sus presos”.
El régimen de Pekín tiene una ley
que permite utilizar a los presos ejecutados como donantes de órganos.
“China es un país corrupto, donde no
hay leyes que protejan a los ciudadanos, el Partido Comunista Chino te puede encarcelar sin
motivo y tienen una ley que les permite utilizar a los presos ejecutados como
donantes de órganos”, afirma Bryskine.
La presidenta de la organización
contra el tráfico de órganos ha pedido a la comunidad internacional que actúe
ante esta barbarie. “Debemos tener una posición más fuerte con respecto a
China, no se puede permitir que en pleno siglo XXI todavía existan granjas
humanas”, sentenció.
Y esta también es otra realidad de
China, las mujeres y los bebés son otro de los principales objetivos. Según la
ONG “Derechos de la mujer sin
fronteras”, dedicada a acabar con el aborto forzado, las mujeres embarazadas corren
peligro de ser obligadas a abortar.
Si una mujer se niega a abortar,
será encarcelada y obligada a abortar incluso hasta el noveno mes de embarazo “Para
el gobierno, los bebés son suyos incluso antes de que nazcan y depende del
Partido Comunista si una mujer tiene un bebé o lo aborta, sin que ellas
puedan decir nada”, asegura su presidenta Reggie Littlejohn.
Si una mujer se niega a abortar
puede ser encarcelada y obligada a abortar incluso durante el noveno mes
de embarazo. Su familia, reputación y en general su vida estará amenazada.
“En los países democráticos tenemos
los derechos inalienables dados por Dios que el gobierno no puede quitar”, dijo
Littlejohn. Sin embargo, en China, -añade- el Partido Comunista considera
que tiene la habilidad de otorgar o prohibir derechos según les plazca. Las
personas no tienen derecho a menos que el gobierno se los dé”.
Del tráfico de órganos de bebés bien
sabe el gigante abortista Planned Parenthood. A través de los vídeos de cámara oculta del Centro de
Progreso Médico, los propios médicos confesaban que traficaban con
órganos de bebés abortados.
La diferencia es que Estados Unidos
es un régimen democrático basado en el Estado de Derecho. Al menos en teoría…
Esta noticia nos
recuerda la novela del escritor inglés Kazuo Isghiguro, “Nunca me abandones”.
Escrita en el 2005, transcurre en un
internado modelo, ubicado en la campiña inglesa, cuyos habitantes, niños y
jóvenes, son clones de otras personas y han sido engendrados –artificialmente-
con el único objetivo de servir como “dadores” de órganos para trasplantes en
el futuro. A juzgar por la noticia de
más arriba, la realidad termina por superar la ficción.
Pero lo que
sucede hoy en China sucede también en Occidente: en Holanda se está promoviendo
un proyecto de ley que permita extender la eutanasia no ya a los enfermos
terminales, sino a los que están meramente cansados de la vida.
En cuanto a la
referencia a la Planned Parenthood, se trata de la IPPF (International Planned
Parenthood Federation): una institución “benéfica” que cuenta con el apoyo del
estado norteamericano y de las Naciones Unidas, cuyo objetivo es,
fundamentalmente, difundir los beneficios del aborto por todo el mundo, en
especial en los países pobres del llamado tercer mundo. Para ello recurre,
cuando es preciso, a entregar ciertas “compensaciones” a legisladores y
políticos, comunicadores sociales, grupos de presión social, etc. para comprar
su apoyo a favor del reconocimiento legal del aborto y la difusión de los
medios contraceptivos. Cuenta con numerosas clínicas de “ayuda” a la mujer en
las que practican abortos. La referencia a esta institución aquí, es mucho más
concreta (e inquietante): hace poco un grupo realizó una investigación y demostró
que la IPPF está comprometida no con la salud de la mujer y la defensa de lo
que ellos llaman los derechos reproductivos, sino con el negocio de órganos y
tejidos frescos de los fetos abortados, por los cuales el mercado paga jugosos
dividendos (éste es el vínculo: http://www.actuall.com/vida/los-precios-de-planned-parenthood-350-dolares-por-medio-higado-750-por-un-cerebro/) . Por cierto, la IPPF ha hecho sustanciales
aportes a la campaña de Hillary Clinton, en quien siempre han encontrado una
ardiente defensora.
Dejando de lado
los ejemplos, veamos la vertiente filosófica de la actual situación. Para ello
veremos los siguientes textos
filosóficos:
Textos:
“Me
temo que no podremos librarnos de Dios, pues aún creemos en la gramática”
F. Nietzsche, “El crepúsculo de los
ídolos”
“No debemos imaginar que el mundo nos muestra una faz
legible que tan sólo hemos de descifrar. El mundo no es cómplice de nuestro
conocimiento; no hay una providencia pre discursiva que lo disponga a nuestro
favor. Es preciso concebir el discurso como una violencia que hacemos las
cosas, en todo caso como una práctica donde los fenómenos del discurso hallan su
principio de regularidad”. Michel Foucault, “El orden del discurso”.
“La cuestión de
la pura verdad del cristianismo –ya sea en relación a la existencia su Dios, o
bien a la historicidad de su mito originario (…)- es una asunto simplemente
secundario mientras no se acometa el valor de la moral cristiana (…) Para el
problema de la verdad los creyentes están inmunizados, y al fin y al cabo
pueden servirse de la lógica de los incrédulos para crearse un derecho a
afirmar ciertas cosas como irrefutables, o sea, más allá de toda posibilidad de
discusión. (Este ardid se llama hoy “criticismo kantiano”)”. F. Nietzsche.
“Como ilustrados y librepensadores del siglo XIX, nos
alumbramos con la llama de la fe cristina, que también era la fe de Platón,
según la cual Dios es la verdad, y la verdad es divina.” F. Nietzsche
“Una
búsqueda de la verdad sólo podría darse si hubiese algo así como una
justificación última, es decir, no una justificación frente a un auditorio
finito de oyentes humanos, sino una justificación ante Dios”. Richard
Rorty.
“Realmente,
nunca damos una paso más allá de nosotros mismos”. David Hume.
“El intento de unir lo público y lo privado subyace
tanto al intento platónico de responder a la pregunta “¿porqué va en interés de
uno ser justo?”, como a la tesis cristina según la cual se logra la perfecta
realización de sí mismo a través del servicio de los demás. Estos intentos
metafísicos o teológicos de ligar con un sentido de comunidad un esfuerzo
dirigido a la perfección exigen el reconocimiento a la perfección exigen el
reconocimiento de una naturaleza humana común. Nos piden que creamos que lo más
importante para cada uno de nosotros es lo que tenemos en común con los demás;
que las fuentes de la realización privada y las de la solidaridad humana son
las mismas…No obstante, desde Hegel los pensadores historicistas han intentado
ir más allá de esa conocida restricción .Han negado que exista una cosa tal
como “la naturaleza humana”, o “el nivel más profundo del yo”…Este giro
historicista nos ha ayudado a librarnos, gradual pero firmemente, de la
teología y de la metafísica…Nos ha ayudado a reemplazar la Verdad por la
Libertad como meta del pensamiento y del progreso social”. Richard Rorty, “Contingencia,
ironía y solidaridad.”
¿Qué relación
puede existir entre la gramática y la existencia de Dios? La existencia de la
gramática es el testimonio de que nuestro pensamiento y su expresión siguen un
orden lógico. Es el testimonio de que las cosas tienen sentido y un “logos” o
razón asequible a la inteligencia del hombre. Para terminar de entender esta
cuestión hay que recordar que, por el contrario, el nominalismo y el voluntarismo asociado a
aquél, tienen las siguientes implicancias: por el lado del voluntarismo
(divino) la realidad deja de tener un logos intrínseco que la vuelva
cognoscible (e incluso previsible). La realidad carece de una lógica
intrínseca, por ser fruto de un Dios para el que hasta el mismo absurdo es
posible. Luego de Occam, en la
Modernidad esta conclusión también la propone Descartes: “(Dios) fue tan libre
para hacer que no fuese verdadero que todas las líneas que parten del centro de
la circunferencia fuesen iguales, como para crear el mundo”. Fue tan libre como
para “hacer que dos por cuatro no fuesen ocho”, “para hacer una montaña sin
valle”, para que “proposiciones contradictorias puedan darse a la vez”. Todo lo
que es, en tanto que ha sido creado por Dios, es el fruto de una voluntad
inescrutable. Pero si esto es así, el mundo pierde su rostro legible. Ahora
bien, por el lado del nominalismo, se llega a la misma conclusión: si las cosas
no tienen una esencia, un modo de ser común a muchos individuos (puesto que en
la hipótesis nominalista, recordemos, las esencias universales son una creación
de la mente), entonces no cabe descubrir en ellas un logos o sentido. Vemos, de
esta manera, como nominalismo y voluntarismo se retroalimentan el uno al otro
para llegar al mismo resultado. Las cosas no tienen un rostro legible y
podríamos estar viviendo en el absurdo. Pero si esto es así, si las cosas no
tienen un “rostro legible”, dejan de ser la vía de acceso al conocimiento de
Dios a través de la razón. El siguiente paso de ese recorrido es negar la
existencia de Dios (ateísmo). Por el contrario, afirmar o creer en la
grámatica, implica que Dios existe.
Ahora bien,
desde una perspectiva atea como la de Nietzsche, Foucault y Rorty, en el caso del hombre ya no se trata de un
voluntarismo divino, sino de otro tipo de voluntarismo: un voluntarismo humano.
Es la misma voluntad del hombre la que no está sujeta a la verdad, es decir, al
reconocimiento de lo que las cosas son y que, por ser de un determinado
modo, (o sea, por tener una naturaleza o
esencia) piden ser tratadas de un modo determinado. Desde esta
perspectiva, la voluntad del hombre ya
no tiene que plegarse a la verdad (al conocimiento de lo que las cosas son en
sí y no para mí). Como dice Rorty, ahora podemos reemplazar la Verdad por la
Libertad.
Más aún, ¿por
qué deberíamos plegarnos a la verdad, sino ya no hay verdad? ¿Qué sentido tiene
hablar de la verdad si resulta que no
podemos dar un paso más allá de nosotros mismos, como afirma Hume?.
¿Por qué decía esto Hume? Porque, al filosofar en la senda abierta por
Descartes, para quien lo que conocemos no son las cosas, sino nuestras ideas,
la conclusión lógica es negar toda posibilidad de tener acceso cognoscitivo a
la realidad. Estamos encerrados en el círculo de nuestras propias ideas
(recordemos que para Descartes las ideas son signos instrumentales
y no signos formales). Estamos frente a un rasgo común a toda la
filosofía de la Modernidad: el inmanentismo. Recordemos que
este vocablo procede de las palabras latinas in manere, que significan “permanecer
dentro de”. Ya lo hemos encontrado a propósito del análisis filosófico del
viviente (la inmanencia de la vida). Pero el inmanentismo es un “ismo”
más, un error. Con este término designamos aquella postura que considera que el
hombre no es capaz de trascender este mundo para alcanzar a Dios. El
inmanentismo clausura al hombre y a la sociedad en este mundo, en la historia. Según él, el hombre se salva a sí
mismo, construyendo por las solas fuerzas de su razón, sin ayuda de Dios, una
sociedad perfecta integrada por hombres buenos. Esta postura dio origen a las
grandes utopías del siglo XX como el comunismo marxista y el capitalismo
liberal, para quienes la felicidad se alcanza aplicando a la sociedad sus recetas, en algunos casos mediante el
empleo del terror, y en otros mediante la coerción de los poderes económicos.
Esto tiene plena vigencia. El origen de este inmanentismo está en el error de
Descartes cuando afirma que “conocemos nuestras ideas” (en lugar de afirmar que en las ideas y a través de ellas
conocemos las esencias). También Locke incurre en el mismo error y Hume lo
formula con la máxima radicalidad: no podemos dar un paso más allá de nosotros
mismos.
La
consecuencia de esta “emancipación” de la libertad con respecto a la verdad
(voluntarismo) es la siguiente: la libertad se fija sus propias metas y
objetivos, no requiere del conocimiento de la verdad; más aún: la verdad
significa una limitación a la libertad humana. Hablar de verdades (racionales o
de fe) es asumir una postura intolerante. La libertad no reconoce límites.
¿Qué relación hay entre
Dios y la verdad?
La cuestión de la pura verdad del cristianismo –ya sea
en relación a la existencia su Dios, o bien a la historicidad de su mito
originario (…)- es una asunto simplemente secundario mientras no se acometa el
valor de la moral cristiana (…)
Esta frase de
Nietzsche plantea que la cuestión de la verdad del cristianismo (o sea: ¿existe
Dios? ¿Dios se hizo hombre en Jesucristo?) Es una cuestión secundaria, sin
importancia. ¿Qué es lo importante, según Nietzsche? Abordar la cuestión de
fondo, que es ésta: ¿cuál es el valor de la moral cristiana? Nietzsche
sostenía que la moral del cristianismo es una moral del resentimiento, es la
moral de los esclavos que enervan la fuerza de los poderosos convenciéndolos de
que la humildad y la caridad constituyen valores fundamentales (de ahí que
Nietzsche, junto con Marx y Freud, sea
calificado por Paul Ricoeur como uno de los “maestros de la sospecha”). Como no
tienen fuerza para vencer a los poderosos, los desarman. Pero el planteo de
fondo de Nietzsche lleva a sostener que la cuestión de la verdad ya no
interesa, sino que lo importante es si una afirmación resulta útil o no. En
otras palabras: no interesa la verdad, sino el éxito o fracaso. El conocimiento
es una ilusión, el discurso en sí no tiene validez (esto es, no es verdadero ni
falso): “en un pensar que no está
comprometido con la verdad, sino con el éxito ya no cabe decir con nitidez en
qué habría de consistir el éxito. La claridad ya no puede ser lo importante.
Los pensamientos confusos pueden ser más útiles que los claros.” (Spaemann)
Esta postura la volvemos a encontrar en el naturalismo de la epistemología
evolucionista: en efecto, para el evolucionismo todo –por lo tanto el
pensamiento mismo, la filosofía, la religión, etc.etc.- es efecto de
estrategias adaptativas. Ya no se puede decir que una afirmación sea verdadera
o falsa: eso no tiene importancia ya que lo que se afirma, se lo afirma como
resultado de una estrategia adaptativa de la naturaleza que evoluciona en y a
través del hombre (por supuesto, cabe volver la tesis contra quien la sostiene:
el evolucionismo no es verdadero, sino otra estrategia más que la vida ha
desarrollado para sobrevivir).
“Como ilustrados y librepensadores del siglo XIX, nos
alumbramos con la llama de la fe cristina, que también era la fe de Platón,
según la cual Dios es la verdad, y la verdad es divina.” F. Nietzsche
“Una
búsqueda de la verdad sólo podría darse si hubiese algo así como una
justificación última, es decir, no una justificación frente a un auditorio
finito de oyentes humanos, sino una justificación ante Dios.
¿Por qué dice esto Nietzsche? Porque Kant,
recordemos, sostenía que solo conocemos los fenómenos, pero no “la cosa en sí”
o noumeno (la sustancia). En todo caso, la sustancia o cosa en sí solo es
accesible, según Kant, al inellectus
archetypus (un intelecto
arquetípico), es
decir, a la Mente de Dios que ha creado todo según las Ideas Divinas que son
los arquetipos o modelos de las cosas. Por eso Nietzsche, y con él, el
neopragmatismo de Rorty, afirman que “sólo
bajo el supuesto de un intelecto arquetípico tiene sentido hablar de la cosa en
sí o de un mundo verdadero” (Spaemann). Señalemos que esta tesis de Kant de
un “intelecto arquetípico” no es una ocurrencia del filósofo alemán, sino que
es una tesis que se remonta a Platón cuando afirmaba que existen los modelos
eternos de las cosas de este mundo. Para la tradición del pensamiento
cristiano, en la inteligencia de Dios están los modelos o arquetipos de todas
las cosas: son las esencias de todas las creaturas. Esas esencias son los
infinitos modos en que Dios puede ser participado. El intelecto arquetípico es
en definitiva el intelecto de Dios. Dios sí puede conocer lo que las cosas son
en sí, sus esencias, pero el hombre no puede (no puede según Kant, según
Nietzsche). Ahora bien, ese supuesto –de que existe un “intelecto arquetípico”-
es falso según Nietzsche y Rorty: en efecto, según ellos Dios no existe. Ahora
bien, sigue diciendo Nietzsche, los herederos de la Ilustración (entre los
cuales se encuentra Kant) ingenuamente continúan hablando de la verdad, pero en
ese discurso hay una incoherencia, ya que Dios no existe. Veremos en seguida
como Sartre participa de esta visión (sólo que como es ateo, se ve obligado a
negar que el hombre tenga una esencia o naturaleza). Ayuda a entender la frase
de Nietzsche que estamos comentando, si recordemos la enseñanza de Platón que
está expresada en su famosa alegoría de la caverna: los hombres encadenados que
contemplan las figuras que se proyectan sobre el fondo de la caverna, al
liberarse descubren la verdadera fuente de la luz: la idea de Bien. La idea de
Bien está simbolizada por el sol, el cual hace visibles las cosas, nos permite
conocerlas. Consiguientemente, para Platón, la razón de que podamos conocer
verdaderamente las cosas, es decir, la razón por la que podemos alcanzar la
verdad sobre las cosas, está en la idea de Bien que las ilumina. Más aún: si
bien cuando hablamos de la verdad en lo primero en que pensamos es en la verdad
como una propiedad del conocimiento (nuestros juicios son verdaderos o falsos
según se adecuen o no a la realidad: la verdad en el ámbito del conocimiento se
la define como la ”adecuación del intelecto a la cosa”), lo cierto es que para
la tradición del pensamiento clásico y medieval, la verdad también –o más bien,
antes- es una propiedad que poseen las cosas: la verdad de las cosas (veritas rerum). Así, para Santo Tomás las cosas son verdaderas. ¿En qué
sentido? En el mismo sentido que le atribuimos a la frase “esto es verdadero
oro”. Con esa frase u otras parecidas,
queremos decir que esa pieza que vemos, es un genuino fragmento de oro,
y no una apariencia de oro. Por el contrario, si se demostrase que no es oro
sino metal dorado, decimos que “no es verdadero
oro”. Pero igualmente será otro metal, cualquiera que fuere, y como tal,
también verdadero (verdadero oropel, por ejemplo).Pero estas reflexiones, nos
llevan inevitablemente a tener que reconocer dos cosas: 1º que la verdad de las
cosas, el que sean verdaderas, es lo que fundamenta que nuestros juicios sean
verdaderos (cuando lo son). Nuestros juicios en cuanto a su verdad o falsedad
se deben ajustar a la verdad de las cosas; 2º que todas las cosas son
verdaderas, son consistentes, no son engañosas. Y el fundamento último de esta
“verdad de las cosas” es precisamente que han sido pensadas antes de su
creación por la mente divina y luego creadas. Pero las cosas creadas son fieles
al diseño que hizo de ellas Dios (el “intelecto arquetípico”) para crearlas.
El relativismo como
consecuencia del secularismo.Es evidente que
toda esta secuencia desemboca en una postura relativista: cualquier afirmación
que se haga no es más que una mera opinión puesto que no existe la verdad.
Cualquier postura filosófica o visión religiosa responden a un interés no
explícito por afirmar la propia voluntad, o bien la voluntad de una clase
social. Todo responde a un interés por afirmar la propia voluntad y sus fines.
El
relativismo es una postura ética muy común. En ética está bastante clara esta
situación. El nominalismo y su asociación con el voluntarismo divino (la teoría
del mandato divino y su fundamento) propuestos por Occam, y que también fue
asumido por Lutero, Calvino y Descartes, entre otros) lleva directamente al
relativismo: 1º si no hay nada universal, tampoco hay “universales morales” del
tipo: “el adulterio siempre es malo siempre”, o “robar siempre es malo”. No se
pueden definir absolutos morales a
partir de naturaleza del hombre (que, por esencia inmutable). Para Occam, los
preceptos morales dependen de una
voluntad divina exclusivamente. El
mandato de Dios es lo único que hace que un acto sea moralmente bueno. Nosotros
decimos que es la ley natural, que está fundada en la naturaleza del hombre
mismo, y que ha sido creada por Dios. Un acto es bueno o malo según su relación
con la ley natural: la ley natural es la causa inmediata, el fundamento
inmediato. Pero Dios –la ley divina - es la causa última, el último fundamento, ya
que es Dios el creador de esa naturaleza humana. En la modernidad, los
nominalistas religiosos como Lutero, para salvaguardar la religión de toda
contaminación racionalista, eliminan la ley natural y los nominalistas no
religiosos o puramente filosóficos minimizan la religión, eliminando la ley
divina.
Este
planteo entre la relación de la bondad de los actos morales, o mandatos
morales, estaba ya planteado por Sócrates o Platón en el Eutifrón. Solo que en
ese diálogo Platón se preguntaba a través de Sócrates por el fundamento de los
actos piadosos: ¿algo es piadoso porque
lo quieren los dioses o los dioses lo quieren porque es piadoso? Si algo es
piadoso porque lo quieren los dioses, los mandatos se vuelven contradictorios
porque los dioses griegos se contradicen. Pero esta misma cuestión queda
planteada para nosotros en forma distinta, ya que hay un solo Dios: ¿qué
relación hay entre que Dios quiera un acto y la bondad intrínseca de ese acto?
Si la ley de Dios, es decir, la voluntad legisladora de Dios, es la causa de
que un acto sea bueno o malo, Dios termina apareciendo como un ser irracional y
arbitrario y además, la moral humana (la ley natural) termina siendo el
resultado de un mandato divino cuyo sentido se nos escapa: no hay una
racionalidad accesible al hombre. Pero, a la vez, por otro lado si pensamos que la naturaleza del acto es lo
que determina su bondad o maldad, el
resultado es que entonces Dios se vería limitado, porque estaríamos poniendo
algo por encima de Dios, ya que la naturaleza del acto hace que Dios lo quiera.
La respuesta a este dilema, la respuesta correcta, es la siguiente: la voluntad
de Dios es racional, no arbitraria, porque El es bueno y El quiere siempre lo
bueno para nosotros. Es decir que la bondad o maldad depende a) de la
naturaleza de Dios (que siempre es
bueno) y de la voluntad de Dios (que siendo bueno, quiere lo bueno para
nosotros) y b) de la naturaleza del acto. El fundamento inmediato de la bondad
o maldad de los actos morales está en la naturaleza humana (ley natural) y el
fundamento último y radical, está en Dios.
El
relativismo surge a partir del empirismo (el cual, a su vez, constituyó una
reacción al error opuesto que era el racionalismo). Este empirismo lleva a la teoría emotivista de los
valores, según la cual decir que “matar es malo” no es hacer una afirmación
sobre la realidad, sino sobre nuestros sentimientos (“me repugna matar”), los
cuales son subjetivos. Es por ello que no hay nada bueno o malo. En esta
postura hay que reconocer también a Hume como su antecedente. Pero lo siguieron
el positivismo lógico (Ayer, Quine) y sobre todo la filosofía analítica que
distingue entre hechos y valores (de ahí esas frasecitas tan
comunes: “no me impongas tus valores” o “no hay que hacer juicios de valor”).
Los valores son subjetivos y personales, nadie puede juzgar calidad moral de
los actos por sus valores, los valores
son privados. Y si a los valores se les llega a reconocer alguna dimensión
pública, ello se debe al consenso, o sea por la fuerza de la mayoría que se
impone a los demás y transforma “sus valores” en leyes e instituciones. Ya no
se habla de bienes y de virtudes: se habla de valores. Para quienes se oponen
al relativismo moral –como el realismo., la realidad incluye también los bienes
morales, los valores son objetivos.
Por
ello, si la moral es objetiva en lugar de subjetiva, si la moral (los absolutos
morales y sus mandatos) proviene de la naturaleza humana universal (“universal”
porque es la misma para todo hombre), en lugar de provenir de las voluntades de
algunos individuos, entonces, no se juzga a los demás y no se les impone nada
que sea extrínseco a ellos y por lo tanto represor. No solo no es represor un
mandato que proviene de la naturaleza humana, sino que, por el contrario, el
que es represor y dictatorial es, precisamente, el relativismo, por carecer de un fundamento real, arraigado
en la naturaleza humana. “No me impongas tus valores porque son relativos” dice
el relativista, pero crea una sociedad para la cual todo proviene del hombre
sin ningún fundamento en la ley natural y en Dios; inevitablemente, con el
relativismo todo mandato moral termina siendo impuesto por la sociedad. Pero
los relativistas se llaman a sí mismos “liberales”, tan liberales que autorizan
a matar a los no nacidos, en nombre de la libertad, porque se trata de una
libertad que no quiere sujetarse a nada que no provenga de sus propios deseos,
a nada objetivo. Se trata la libertad que proclama el relativismo de una
libertad que no reconoce la verdad, sino que busca satisfacer sus deseos, ya
que su voluntad emancipada es la ley.
Es
sintomático que en la modernidad el concepto de “tolerancia” haya sufrido un
giro semántico característico. Para los grandes maestros del pensamiento
occidental, la tolerancia suponía la convicción de que hay conductas que en sí
mismas son malas, pero que, por razones de prudencia (me refiero a la prudencia
política) deben ser toleradas, pero esa
“tolerancia” no implicaba rebajarlas en su maldad, sino todo lo contrario.
La razón por las que se las podía o debía tolerar, era sencillamente una razón
de oportunidad: para que, en virtud de determinadas circunstancias, su represión no produjera males mayores. Caso
contrario, de reprimirse una conducta, esa represión se transformaba en un
camino seguro para que otros males mayores se produjeran (como dice el dicho,
“peor es el remedio que la enfermedad”). La tolerancia en sentido moderno,
supone que no hay verdad y que todo valor moral es relativo. Por ello, quien se
presenta en sociedad armado de determinadas convicciones religiosas o morales,
es un intolerante y se encuentra
bajo sospecha de los bien-pensantes. Es, en definitiva, un fanático.
“Me
temo que no podremos librarnos de Dios, pues aún creemos en la gramática”
F. Nietzsche, “El crepúsculo de los
ídolos”
Esta
frase se vuelve mucho más clara cuando es retomada contemporáneamente por una
corriente filosófica conocida como el “deconstruccionismo”
(J. Derrida). Los deconstruccionistas niegan la esencia del lenguaje, que
es, precisamente, su intencionalidad, su capacidad de remitirnos a la realidad.
Pero para los deconstruccionistas, las palabras no remiten a la realidad, ya
que no hay cosas en sí mismas fuera del lenguaje: nada hay más allá de los
textos. Se trata de un error: puesto que el lenguaje debe remitirse siempre a
la realidad (sino no sería un instrumento eficaz para comunicarnos); el lenguaje
se debe plegarse a la realidad. La
gramática se articula según la realidad, según las cosas. Ahora bien, las cosas
han sido creadas por Dios, y por ello podemos decir que son como las huellas de
Dios (los efectos de Dios). Pero lo que nos dice Nietzsche es que mientras
persista la “creencia” en la gramática, seguiremos reconociendo que el lenguaje
se articula según la realidad y, finalmente, que la realidad tiene un sentido
que le viene de su autor, Dios.
CONSECUENCIAS DEL
SECULARISMO CON RESPECTO AL CONCEPTO DE “NATURALEZA HUMANA”
Veremos
también hasta qué punto este secularismo destruye la misma noción de una
“naturaleza humana”, ya sea porque la niega (Sartre por ejemplo), ya sea porque
la malinterpreta (el espiritualismo
exagerado, el naturalismo, Rousseau, el historicismo y el culturalismo)
En primer
término veremos a partir del siguiente texto de Sartre, la postura que niega
que el hombre tenga una naturaleza o esencia.
"Consideremos un objeto fabricado,
por ejemplo un libro o un cortapapel. Este objeto ha sido fabricado por un
artesano que se ha inspirado en un concepto; se ha referido al concepto de
cortapapel, e igualmente a una técnica de producción previa que forma parte del
concepto, y que en el fondo es una receta. Así, el cortapapel es a la vez un
objeto que se produce de cierta manera y que, por otra parte, tiene una
utilidad definida, y que no se puede suponer un hombre que produjera un
cortapapel sin saber para qué va a servir ese objeto. Diríamos entonces que en
el caso del cortapapel, la esencia -es decir, el conjunto de recetas y de
cualidades que permite producirlo y definirlo- precede a la existencia; y así
está determinada la presencia frente a mí, de tal o cual cortapapel, de tal o
cual libro. Tenemos aquí, pues, una visión técnica del mundo, en la cual se
puede decir que la producción precede a la existencia.
Al concebir un Dios
creador, este Dios se asimila la mayoría de las veces a un artesano superior; y cualquiera que sea la
doctrina que consideremos, trátase de una doctrina como la de Descartes o como
la de Leibnitz, admitimos siempre que la voluntad sigue más o menos al
entendimiento, por lo menos lo acompaña, y que Dios, cuando crea, sabe con
precisión lo que crea. Así el concepto de hombre en el espíritu de Dios, es
asimilable al concepto de cortapapel en el espíritu del industrial; y Dios
produce al hombre siguiendo técnicas y una concepción, exactamente como el
artesano fabrica un cortapapel siguiendo una definición y una técnica. Así el
hombre individual realiza cierto concepto que está en el entendimiento divino.
En el siglo XVIII, en el ateísmo de los filósofos, la noción de Dios es
suprimida, pero no pasa lo mismo con la idea de que la esencia precede a la
existencia. Esta idea la encontramos un poco en todas partes: la encontramos en
Diderot, en Voltaire y aun en Kant. El hombre es poseedor de una naturaleza
humana, que es el concepto humano, se encuentra en todos los hombres, lo que
significa que cada hombre es un ejemplo particular de un concepto universal, el
hombre; en Kant resulta de esta universalidad que tanto el hombre de los
bosques, el hombre de la naturaleza, como el burgués, están sujetos a la misma
definición y poseen las mismas cualidades básicas. Así, pues, aquí también la
esencia del hombre precede a esa existencia histórica que encontramos en la
naturaleza.
El existencialismo ateo que yo
represento es más coherente. Declara que si Dios no existe, hay por lo menos un
ser en el que la existencia precede a la esencia, un ser que existe antes de
poder ser definido por ningún concepto, y que este ser es el hombre o, como
dice Heidegger, la realidad humana. ¿Qué significa aquí que la existencia
precede a la esencia? Significa que el hombre empieza por existir, se
encuentra, surge en el mundo, y que después se define. El hombre, tal como lo
concibe el existencialista, si no es definible, es porque empieza por no ser
nada. Sólo será después, y será tal como se haya hecho. Así, pues, no hay
naturaleza humana, porque no hay Dios para concebirla. El hombre es el único
que no sólo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere, y como se
concibe después de la existencia, como se quiere después de este impulso hacia
la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él se hace. Este es el
primer principio del existencialismo." Jean
Paul Sartre: "El
existencialismo es un humanismo[18] .
Esta
postura de Sartre toca temas que, en sentido estricto, exceden nuestro marco:
conciernen a la metafísica, por lo tanto a ella deberíamos remitirnos. Como
ello no es posible, nos limitaremos a formular una breve crítica a ella.
-Por de
pronto, hay que decir que el supuesto de Sartre es acertado: si hay esencias,
ello supone una inteligencia creadora (Dios). Pero, seguidamente, se debe
agregar que el primer error en que incurre este filósofo radica en dar por
sentado que Dios no existe, y de ello
deduce que el hombre carece de esencia o naturaleza. Pero ese supuesto,
no es más que un supuesto, o mejor dicho, un prejuicio, puesto que en ningún
momento Sartre discute las pruebas de la existencia de Dios, ni menos aún,
propone alguna prueba a favor de su (supuesta) inexistencia. Su filosofía
arranca de un ateísmo postulatorio, dogmáticamente afirmado.
-Por
otra parte, la existencia no puede preceder a la esencia, porque la existencia
es existencia de algo, de una
realidad que es o tiene una forma de ser, de una realidad que es algo
determinado en el nivel de la esencia.
Es absurdo pensar que se pueda dar una existencia sin un algo que la
posee.
-Por
otra parte, confunde “el ser
sustancialmente determinado” con “el ser individualmente determinado”.
Todo hombre, por ser hombre, está determinado en el orden sustancial o
esencial: es un hombre (no un roble o un perro). Eso significa ser o estar
“sustancialmente determinado”. Pero que alguien posea la esencia o naturaleza
de hombre, no implica afirmar que el individuo que la posee (Juan, Pedro, Ana), esté acabado, realizado
definitivamente, sin posibilidades de cambiar y perfeccionarse operativamente,
es decir, no implica estar “individualmente determinado”. Cada uno de nosotros,
que por ser hombres, estamos “sustancialmente determinados”, pero en la medida
en que nacemos y crecemos en un medio
determinado y, sobre todo, en la medida en que hacemos nuestras elecciones
vitales –elegimos una profesión, nos casamos, etc. etc.- nos vamos “determinando individualmente” [19]. Sartre, hace de ambas realidades una sola
cosa, y cree que estar o ser sustancialmente
determinado (tener la naturaleza o esencia de hombre) significa estar
individualmente determinado. Lo cual le parece muy grave porque sería negar la
libertad del hombre.
- Por
otra parte, incurre en contradicción: sostiene que el hombre no puede ser
definido, sin embargo concluye diciendo que el hombre es existencia que precede a su esencia. Por lo tanto, quiéralo o
no, está dando una definición de lo que, a sus ojos, es el hombre.
-
Finalmente, Sartre propone una visión del hombre en la que no reconoce límites.
La libertad humana a sus ojos es un absoluto, a la que nada precede. Llevado al
plano ético, esto significa que el hombre puede hacerse a sí mismo lo que él desee: no hay valores éticos a los cuales
debería ajustarse su proceder. El hombre es creador absoluto de los valores
morales.
El naturalismo y el
espiritualismo exagerado. Otros conceptualizan la noción de naturaleza de modo tal que la
consideran inaplicable al hombre. Aquí se presentan, en primer término, dos posibles posturas: el naturalismo (a veces también llamado
bioligicismo, o fisicismo) y el
espiritualismo exagerado. Estas dos posturas una base común: le dan un
significado restringido y empobrecido al concepto de naturaleza, de modo tal que lo tornan inaplicable al hombre. En
efecto, la naturaleza, para ambas
perspectivas, está limitada a lo meramente biológico o físico. La
naturaleza es lo biológico o lo físico (indistintamente). Ahora bien, por un
lado, resulta que el nivel físico-biológico está regido por leyes necesarias,
es el reino de las leyes y procesos que se cumplen inexorablemente (estas leyes
son objeto de estudio de las ciencias experimentales), pero, por otro lado, el
hombre es un ser libre, por lo tanto, si admitimos que tiene una naturaleza (aquí debemos sobrentender
que se trata de una naturaleza puramente
físico-biológica), nos vemos obligados a negar la libertad del hombre y, a
la inversa, si admitimos que es libre, debemos negar que tenga una naturaleza.
La fórmula sería: “si es libre, no tiene naturaleza, si tiene naturaleza no es
libre”. De esta manera unos razonan que el hombre no tiene una naturaleza
–entendida como lo meramente físico-orgánico- porque en caso contrario se
estaría negando su libertad. Para ellos (me refiero al espiritualismo exagerado) "decir que el hombre tiene
naturaleza equivaldría a decir que no es libre”[20].
Pero también están aquellos que eligen la otra opción: al darle primacía al
modo de saber científico –a las ciencias experimentales- terminan negando el
espíritu o, en todo caso, si se avienen a hablar de espíritu, es para hacer de
éste un epifenómeno, un fenómeno residual y subordinado a la materia (me refiero al naturalismo).
Estas dos posturas, el espiritualismo exagerado y el naturalismo,
son muy interesantes desde el punto de vista de la antropología filosófica, porque nos enfrentan con un grave error de
base que nos desvía de un adecuado conocimiento del hombre y, a la vez, nos
muestra la estrecha conexión entre la ética y la antropología filosófica: un
error conceptual acerca de qué es el hombre, repercute en el modo de entender y
desarrollar la ética. En efecto, las posturas recién reseñadas contienen una concepción dualista del hombre, en el
caso del espiritualismo exagerado,
o una concepción monista, en el caso
del naturalismo: por un lado
está el cuerpo, que como entidad física y biológica es una realidad distinta
del “espíritu” y está al alcance exclusivo de las ciencias experimentales, y,
por otro lado, lo específico del hombre, que es estudiado por la filosofía
exclusivamente, a saber, su razón y su libertad (el “espíritu”). Y así resulta
que la información de las ciencias experimentales y de la filosofía que
convergen sobre el hombre, es mutuamente incompatible: nada de lo que diga ésta
(la filosofía) puede encontrar confirmación ni coincidencia con lo que digan
aquellas (las ciencias particulares). No sólo eso, cada una pretende excluir a
la otra. Se trata, como observa Spaemann [21]
, de una nueva versión de la teoría de la doble verdad; no hay un puente entre
lo que las ciencias dicen del hombre y lo que la filosofía dice del hombre.
Este error está tanto en el dualismo antropológico (el hombre es su razón, el
cuerpo le es ajeno) de Descartes (res cogitans-res extensa), de Kant y de otros
filósofos, como en las filosofías materialistas. Pero lo más interesante es el
resultado final en el que terminan por desembocar estas dos visiones
irreconciliables, ya que cada una pretende avasallar y anular a la otra,
reduciéndola a su propia visión. Esto es lo que sucede con el naturalismo y con el espiritualismo exagerado: ellos
surgen ante la dificultad de mantener simultáneamente los dos extremos del dualismo antropológico:
o se reduce el espíritu a naturaleza (se “naturaliza” el espíritu) o la
naturaleza es absorbida por el espíritu (se espiritualiza la naturaleza).
El naturalismo
consiste en un materialismo reduccionista del hombre que niega su
especificidad al espíritu humano y hace del espíritu humano un subproducto o
derivado de la materia, entendiendo así al hombre “como un producto de la naturaleza programado
para la supervivencia (...) e integran (sus defensores) funcionalmente todo “el
reino del espíritu” en esa interpretación”[22]. Este es el caso de
aquellos cientificistas, para quienes la verdad es monopolio exclusivo de las
ciencias particulares. Se puede observar que es una postura muy extremista, ya
que ni siquiera deja lugar a la posibilidad del mundo espiritual del hombre,
del mundo de la libertad, que pudiera coexistir con el mundo de la
naturaleza, por lo tanto, también
excluye el dualismo antropológico. Concretamente, esta postura sostiene que todo es naturaleza, y por eso se la
conoce con el nombre de naturalismo.
Pero si todo es naturaleza, no hay
lugar a nada anti-natural. Como
conclusión final, no tiene sentido –según los que se mantienen en esta
postura- hablar de conductas
antinaturales, de perversión, de acciones inmorales. “La tormenta que raja el
árbol es tan natural como el crecimiento del árbol. Los desvíos de la
normalidad estadística son tan naturales como ella misma.”[23]. Así describe
Spaemann esta postura. Esta postura viene a decir: todo lo que el hombre haga
es un proceso meramente natural, como la fotosíntesis, la actividad molecular,
el curso de los astros. Un desvío de lo que sucede en la mayor parte de los
casos (“el desvío de la normalidad estadística”), como puede ser
un comportamiento perverso, no es antinatural: es, siempre, natural, como lo es el rayo que raja el árbol,
ya que todo es naturaleza. ¿Qué significa esta frase de Spaemann recién citada: “integrar funcionalmente todo “el reino del espíritu” en esa
interpretación”? Es considerar que las actividades
espirituales (la ciencia, la religión, la filosofía, el arte, la moral) no son
más que el resultado de la evolución de la naturaleza y que su existencia por
lo tanto sólo tiene como finalidad servir funcionalmente
al desarrollo (biológico) de la especie humana, a su adaptación, etc. Desde
este punto de vista, la verdad del conocimiento, la libertad y el mundo moral
son una derivación, un epifenómeno, de la naturaleza.
El espiritualismo
exagerado se encierra en una concepción espiritualista extrema del
hombre, para la cual el cuerpo no forma parte de la naturaleza humana. Para
estos últimos, el hombre no tiene naturaleza o esencia, pero no la tiene, como
hemos visto, porque la naturaleza es lo meramente orgánico, y de ningún modo
están dispuestos a sacrificar la libertad del hombre, su espíritu. Este
espiritualismo soslaya el cuerpo y conduce a que en el plano moral, se lo vea
como un enemigo.
ROUSSEAU. La tercera postura
que malinterpreta el concepto de naturaleza es el caso de Rousseau. Para este
autor lo natural es el estado
del hombre antes de vivir en
sociedad y recibir el consiguiente influjo de la civilización. Ese hombre
primitivo es el “buen salvaje”, un
hombre bueno al que la sociedad va luego a corromper. De esta manera, el “estado
de naturaleza”, lo natural, el hombre
natural, entendido como lo pre-social y pre-cultural, tiene en el pensamiento
de Rousseau un valor normativo (nos
provee de un criterio para valorar algo): se trata de un ideal. Como crítica
diremos que este autor crea una oposición (falsa) entre cultura y naturaleza.
Por supuesto que es un error: no ha existido históricamente ese individuo
alejado de la sociedad, ese buen salvaje. Al contrario, el hombre nace siempre
en una sociedad –el hombre, como individuo aislado, es absolutamente inviable-
y la cultura, lejos de ser un desarrollo artificial, está exigida por la misma
naturaleza del hombre (aquí “naturaleza”,
está entendida del modo correcto y no en el sentido ruossoniano del término).
El alcance de la postura roussoniana queda mejor expuesto si nos planteamos la
siguiente pregunta: ¿es el lenguaje (humano) algo natural? Si contestamos que no lo es y basamos nuestra
respuesta en el hecho de que no nacemos hablando, o en que no hay una lengua
única para toda la humanidad (y por lo tanto, el lenguaje sería una creación
artificial), o en que originariamente, en ese hipotético estado pre-social del
hombre no existía la necesidad de comunicarnos con los demás, en nuestra
respuesta estamos asumiendo las premisas de Rousseau: damos por sentado que lo natural es lo que está dado desde el
principio, lo originario. Pero lo cierto, es que el lenguaje –aunque no nacemos
hablando y tenemos que aprender a hacerlo- verdaderamente es natural: sin lenguaje, no hay sociedad,
y sin sociedad la vida del hombre se vuelve inviable. Más aún, si en el período
de la niñez no se aprende un lenguaje, la inteligencia no se desarrollará nunca
más. Por lo tanto, aunque el lenguaje no esté dado en el hombre como una
dotación genética, originaria, lo cierto es que sin lenguaje la naturaleza
humana es inviable.
El historicismo y el culturalismo. Otras formas de
malinterpretar el concepto de naturaleza son el historicismo y el
culturalismo, propio éste último de gran parte de la antropología cultural. Se la concibe –a la naturaleza- como “un núcleo abstracto,
impersonal y perfectamente definido que existiría dentro del hombre y que no se
alteraría para nada ni con el tiempo, ni con las culturas ni con las personas” [24].Esta concepción
termina por hacer de la naturaleza algo tan rígido que vuelve a los poseedores de la naturaleza
humana –es decir, a los hombres concretos- incapaces de cambiar, inmunes a toda
influencia, seres a quienes la historia
y sus vicisitudes no los afectaría en nada. Pero los representantes del
historicismo y del culturalismo, observan con una lente de aumento los cambios
históricos (el historicismo) y las
diferencias culturales (el culturalismo).
Y por ello, como resultado final, les
sucede algo similar a Rousseau: se
termina por considerar como términos antitéticos la naturaleza y la cultura, aunque
por razones diversas. En el caso de Rousseau, la cultura es algo sobreañadido
al hombre, es accidental y, sobre todo, es artificial, por lo que todo lo que
provenga de la cultura tiene el valor –negativo- de lo artificioso. Por eso, esta postura va acompañada de una prédica a
favor de la “vuelta a la naturaleza”, a los modos simples y primitivos de “lo
natural”. Se trata de un error, por más que es bueno “estar en contacto con la
Naturaleza” (lo ponemos con mayúscula para significar que con el término “naturaleza” nos estamos refiriendo aquí
al conjunto de las cosas materiales no creadas por el hombre: río, montaña,
planta, animal), dar un buen paseo por la montaña, salir a navegar, etc., eso
no significa que la cultura sea una superestructura artificiosa inventada por
los hombres que los apartaría de su propia existencia. Al contrario, por
paradójico que suene, no hay nada más natural para el hombre que la cultura. Pero en otros casos, (el historicismo
y el culturalismo) la balanza se
inclina en contra de la naturaleza y a favor de la cultura, más concretamente,
en el caso del historicismo, a favor
de la historia [25]. Por ello se conoce a
esta corriente con el nombre de historicismo.
El historicismo vuelca todo su interés
en la libertad. Veamos cómo y porqué.
Entiende –mal- a la naturaleza (humana) como “un núcleo fijo e inmutable, no
permeable a los cambios temporales y culturales”. Asumiendo esta premisa como
verdadera, concluyen que hablar de una naturaleza humana sería incompatible con
la libertad del hombre, puesto que “libertad significa indeterminación, soltura,
agilidad, mientras que la naturaleza es monótona, fija, rígida. Por tanto, la
afirmación de que el hombre posee una naturaleza es la negación del libre albedrío
humano. Todo lo que más cabe, según esto, es sostener que el hombre, en cuanto
animal, tiene efectivamente una cierta naturaleza, siempre y cuando se añada,
de inmediato que no tiene ninguna en cuanto hombre. El comportamiento natural
es un modo de conducirse que repite continuamente su propia monotonía, tal como
ocurre en los animales infrahumanos, y en todos los entes naturales. Actuar de
un modo natural significaría, pues, en el hombre, una continua reedición de su
conducta.”[26]. Ahora
bien, así nos lo señala el historicismo, los hombres y las sociedades, cada día se inventan a sí mismos, cada
cultura, cada civilización, cada grupo humano, cada individuo, y todo ello gracias a su libertad. Por obra de la
libertad, el hombre se modifica continuamente y modifica su entorno
socio-cultural, hasta el punto que
no podemos decir qué es el
hombre, cuál es su naturaleza, sino que, con palabras de un filósofo
historicista, Dilthey, “lo
que el hombre es, sólo la historia se lo dice”. Como conclusión: el
hombre no tiene naturaleza, sino que es
historia, es lo que cada momento histórico hace de él, o mejor decir –para no
dar lugar a que se interprete que la libertad no juega nada en esta
autodeterminación del ser del hombre -, el hombre se va haciendo a sí mismo, de
diversas maneras y según el sucederse de la historia. Obviamente, dicho sea de
paso, la clave para entender al hombre estaría, según esta visión, no en la
filosofía, que mira a lo eterno, ni en la religión, que procede de la
Revelación de un Dios eterno, puesto que ambas son productos históricos, sino en las ciencias históricas (las “ciencias del espíritu”, las llaman).
Crítica al historicismo.
Seguiremos a MILLAN PUELLES en una crítica que nos parece muy acertada. Este
autor critica al historicismo por no distinguir entre ser “un principio fijo de
comportamiento” y ser “un principio de comportamiento fijo”. La naturaleza, tal
como la definiremos de manera correcta, es un
principio fijo de comportamiento. En efecto, toda naturaleza –la del
hombre también por lo tanto- es un principio fijo de comportamiento: es
la fuente permanente de la que dimanan acciones, conductas, comportamientos,
todas las cuales, aunque sean diversas para
cada naturaleza, se despliegan de conformidad con la esencia o naturaleza
de cada ente. Un árbol “hace” muchas cosas, por decirlo así, florece, asimila
minerales, realiza la actividad de fotosíntesis, etc., pero todas esas
actividades entran dentro de lo esperable de una planta, porque son actividades
congruentes con su naturaleza de árbol. Un roble nunca nos va a sorprender
recitando un poema, a no ser que pertenezcan al mundo de la literatura, como
los árboles que aparecen en el “Señor de
los Anillos”, de Tolkien. Lo mismo cabe decir de un animal, aun cuando sus
actividades son más variadas y, hasta cierto punto, imprevisibles. Decimos
hasta cierto punto: porque el instinto en los animales pauta necesariamente las
actividades que desarrolla. En el hombre sucede algo análogo, si bien carece de
instintos: por mucho que haga e innove alguien sigue siendo lo que es: hombre
y, como tal, poseedor de la misma esencia o naturaleza. Si ella variara, ya no
sería hombre. Pero en el caso del hombre, hay una diferencia: la naturaleza es un principio fijo de comportamiento libre: todos los cambios, la
variabilidad, la novedad que presenta la vida de los hombres están
posibilitados por su libertad. Sus respuestas personales a lo que su naturaleza
lo prepara y lo inclina, deben estar moduladas por su libertad. Las respuestas
del hombre frente a los instintos, sólo se dan en la medida en que su libertad
las vuelve reales. Aclarado esto, si comparamos al hombre con el resto de los
seres naturales, vemos con claridad que en los entes distintos del hombre la
naturaleza es un principio (fijo) de comportamiento
fijo. Pero una vez que hemos dado el debido relieve a la presencia
de la libertad en la vida del hombre, no olvidemos de destacar que “Por muy diversos que entre sí puedan ser los actos de libertad propios
del hombre, y por mucho que éste vaya cambiando al ejercerlos, esos actos de
libertad son siempre, todos, actos de un ente cuya naturaleza sigue siendo la
peculiar de un hombre, de tal suerte, por tanto, que esa libertad es sólo
humana, no la absoluta y pura libertad, que pertenece, en exclusiva, a Dios”[27].
En cambio, ser “un principio (fijo) de
comportamiento fijo” significaría que siempre y constantemente se hace
idénticamente lo mismo, como una planta o un animal.
En
cuanto al culturalismo, hay que
señalar que reviste gran actualidad. Su “presencia” la podemos advertir, por
ejemplo, en lo que se conoce hoy como “ideología
de género”, que argumenta en favor de la imposición de dicha
ideología en la sociedad, desde una postura culturalista. Para dicha ideología,
el sexo de las personas es, esencialmente, una cuestión meramente social: es la
sociedad la que discierne y asigna determinados roles a cada sexo. El sexo es
una “construcción social”. Incluso, para referirse al sexo en tanto que
resultado de la imposición que lleva a cabo la sociedad en cada individuo, reemplazan la palabra “sexo” por
“género”, palabra que ha pasado a estar
de moda y muchos la usan porque creen que queda mejor (es más elegante, está de
moda), ignorando que ese escamoteo de términos no es para nada inocente. En efecto, la ideología de género, no le reconoce a la sexualidad humana ninguna
relevancia para la persona: el sexo, exceptuada su conformación morfológica, no
desempeña de suyo ningún papel determinante. Es neutro, no contiene ninguna
orientación definida en orden a buscar en “el otro” de sexo opuesto la
complementariedad biológica, psíquica y espiritual que desde que el ser humano
habita en la tierra, todas las culturas sin excepción le han reconocido. El
“sexo” no es más que el conjunto de esas diferencias genitales que se ofrecen a
la mirada. Lo determinante, lo fundamental, es el papel que la sociedad le otorgará a medida que se
desarrolle el individuo. Y si no es la sociedad, lo determinante es la mirada
que el individuo tiene de sí mismo, al auto-experimentarse como ejerciendo un
“género” u otro. De ahí esas frases “me siento una mujer encerrada en un cuerpo
de hombre” o a la inversa. Ciertamente, la realidad no juega ningún papel: sólo
es un obstáculo para la subjetividad y la libertad del individuo (recordemos:
la libertad está por encima de la verdad)
¿Qué entendemos por naturaleza y por naturaleza humana?
¿Qué entendemos, verdaderamente, por
naturaleza cuando hablamos de la naturaleza humana? Este término tiene varios
significados. Hagamos un breve examen de los dos principales:
1. El primer significado que vamos a ver es
el de la Naturaleza con mayúscula: es el conjunto de las cosas materiales no
creadas por el hombre, anteriores a su intervención: río, montaña, planta,
animal. Constituye “el ámbito primordial de nuestra vida”, dice MILLAN PUELLES[28].
Incluso el hombre mismo pertenece a la Naturaleza. Y por ese motivo, hemos visto anteriormente que la Antropología
Filosófica forma parte de la Filosofía de la Naturaleza. Mediante el desarrollo
de la técnica el hombre va humanizando la Naturaleza. Desde el punto de vista
de la religión cristiana, al proceder de este modo, el hombre da cumplimiento
al mandato divino conferido a Adán y Eva de “cuidar” o cultivar la tierra.
Mediante el mundo de la cultura (y la técnica es un aspecto de la cultura),
completamos la Creación y así damos mayor gloria a Dios. Por lo cual, a la vez,
hay que reconocer que la Naturaleza está intrínsecamente ordenada por
disposición divina a servir al hombre y, desde esa misma perspectiva, a ser
modificada por la técnica. Así, la técnica, normalmente, no debería violentar la Naturaleza, aunque de hecho
así ha sucedido en estos últimos siglos[29].
2.
Desarrollaremos ahora el significado que nos concierne, el que consideramos
verdadero. Es una verdad común a todos los filósofos de inspiración
aristotélica y aristotélica-tomista, también llamado “realismo tomista” o
simplemente “realismo”. Daremos tres definiciones, que en realidad sólo varían
en la expresión (en las palabras usadas), pero que coinciden en el concepto.
2.1.: Aristóteles, en
Metafísica, libro V, cap.4, da dos definiciones de naturaleza o fisis (en
griego), las cuales son complementarias. Así, dice: “naturaleza es el principio inmanente del movimiento de los entes
naturales” y, apenas más adelante, vuelve a decir que “naturaleza es la sustancia o esencia de los entes naturales”. La
segunda definición nos está señalando que la naturaleza da la identidad
específica de algo, por ella algo –un ente natural- queda determinado a ser de
un modo preciso, hace que sea lo que es. La primera hace referencia a la
dinamicidad de la esencia: en ella está implicado a) que la naturaleza no es
una realidad estática, sino que de ella
brotan actividades, dinamismos y b), que los dinamismos surgen desde la
naturaleza misma, no de una fuente externa. Esto explica que el concepto de
naturaleza y su correspondiente adjetivo –natural- se contrapongan y definen
habitualmente con respecto a estos dos pares de conceptos: lo violento y lo artificial.
Violento es todo aquello que fuerza y coarta el desarrollo y la actividad de
una naturaleza (“violento es para el árbol que el leñador lo tale”). Desde este
punto de vista, todo lo natural es a la vez espontáneo (por eso, podemos decir
de una persona que “sus gestos no son naturales, porque les falta
espontaneidad”). Artificial es todo aquello que procede del artificio humano,
es decir, que su principio no está en la naturaleza o fisis, sino en el ingenio
del hombre (por eso podemos decir que “un brazo ortopédico no es natural”:
brazos así no crecen en la naturaleza, sino que los fabrica el hombre). De ahí
también que, con toda facilidad, se haya producido el deslizamiento desde lo
artificial a lo artificioso. Artificiosos son aquellos hombres cuya
personalidad da la impresión de ser el resultado de una cuidada y reflexiva
elaboración, que se dirige a producir una determinada impresión en los demás
(“Fulanito nunca es él mismo”). Y por lo tanto, ¡terminamos diciendo de
ellos que “no son espontáneos”!. En estos ejemplos queda de relieve la
observación de Spaemann: la naturaleza es un concepto que tiene una doble
valencia. Según una de ellas, la naturaleza tiene un valor de origen
(hace referencia al origen de algo); según la otra, la naturaleza tiene un valor
normativo (permite juzgar algo como adecuado o inadecuado). Cuando decimos
que “estar desnudo es natural al hombre porque nacemos desnudos”, el valor del
concepto de naturaleza que está supuesto es el primero: el valor de origen.
Cuando calificamos a una conducta de perversa, el valor del concepto de
naturaleza en este caso es el valor normativo.
2.2. Millán Puelles
(Léxico filosófico) define así a naturaleza: “es el principio intrínseco, radical del modo de ser activo y del modo
de ser pasivo de cada ente”. Cuando se la analiza se advierte que la
diferencia con la de Aristóteles radica en los matices. También para Millán
Puelles, la naturaleza es principio o causa de actividad; es un principio
inmanente o intrínseco –no proviene de afuera-, pero pone de relieve que es radical, es decir, profundo (del latín
“radix”, raíz) y no adquirido accidentalmente. Lo que nos parece que gana en
claridad es la aproximación que hace entre esencia (modo de ser) y la
actividad, ya que salva cualquier distancia que tendemos a poner entre la
esencia y la actividad. Millán Puelles está enfatizando que la actividad es ya la misma esencia, porque por un
lado, la actividad de que se trata es específica (propia para cada tipo de
ente) y por lo otro, la actividad es la misma esencia en su manifestación ante
los demás entes. Con ello lo que evita es que establezcamos sin darnos cuenta
un hiato entre la esencia y los dinamismos, como si pudiera existir una esencia
“que no haga nada”, por decirlo así. La esencia, por sí misma (“eo ipso”) es activa
(ver 2.3.). Finalmente, Millán
Puelles destaca que el comportamiento pasivo
de todos los entes naturales es un efecto de su naturaleza (así es: la
madera, en tanto sometida al fuego, se comporta sufriendo su acción de muy otra
manera a como lo hacen el hierro o la carne). Esas reacciones no son casuales:
son la respuesta pasiva de sus respectivas naturalezas.
Cada ente es activo de acuerdo con la manera en que su
naturaleza se lo permite y, a la vez, se comporta pasiva o receptivamente con
respecto a los cambios que pueda sufrir, de la manera en que su naturaleza se
lo permite (por ejemplo, un metal no recibe y conserva el calor como lo puede
hacer una planta). En el caso del hombre sucede lo mismo. Su naturaleza es un
principio intrínseco, radical y esencial que lo capacita para actuar como actúa
(y a sufrir la acción de los demás entes como lo hace).
2.3. Esta última
definición, que coincide totalmente con las anteriores, dice que la naturaleza
de un ser es su misma esencia, solo que enfocada como la fuente de la que
dimana su actividad: “la naturaleza de
un ente es su esencia en tanto que fuente de operaciones”. Todos los entes
o seres naturales (creados por Dios) tienen un modo de ser y un modo de actuar
que les es propio, característico de cada uno. Modo de obrar y modo de ser
están intrínsecamente conectados: a un modo de ser le corresponde un modo de
obrar. Y eso es lo que significa el filosofema “el modo de obrar sigue al modo
de ser”. A ese modo de ser, precisamente, lo llamamos esencia, pero, en cuanto que ella es la fuente originaria del modo
de actuar, preferimos llamarlo “naturaleza”.
Consecuencias del
secularismo
a) con respecto a
la naturaleza misma (la Creación) Cualquier
creyente de cultura media cree y sabe que Dios ha entregado el mundo al cuidado del hombre (Génesis, cap.
2, 15); pero no se lo ha dado para que lo deprede. Cuidarlo es cultivarlo (esa
es la obra de la cultura). La cultura como tarea tiene como fin más inmediato
perfeccionar la naturaleza, es decir, completarla. Así como el jardinero con su
trabajo sobre el terreno baldío lo recrea en jardín florido y le hace dar
de sí los mejores frutos, igualmente debe hacer el hombre con la
creación. Cuando procede de esa manera, lo quiera o no, "hace" que el
mundo glorifique a Dios (gloria material): con su trabajo hace que resplandezca
con mayor vigor y nitidez la bondad de Dios, la belleza de Dios, la sabiduría
de Dios, etc. La cultura como tarea devuelve al mundo su valor y sentido
prístinos, tal como fue pensado en el plan originario de Dios (antes del
pecado original).Por eso también para un cristiano, todavía más que para los
paganos, la contemplación (poética, estética, filosófica) siempre tiene la
primacía: la naturaleza debe ser (re) convertida en espacio de adoración
(no de adoración a ella, sino a Dios: esa es la gloria formal). Se puede decir
que el Génesis es el primer manifiesto ecológico Pero la Modernidad dejó de ver
al mundo como Creación: como obra de Dios. El itinerario lógico (aunque
no necesariamente histórico) es reconstruible de esta manera: primero se niega
que Dios intervenga en la historia (deísmo), luego que se lo pueda conocer
(agnosticismo) y al fin se termina por negarlo (ateísmo). Entonces, la creación
deja ya de ser signo y símbolo del Creador (a la idea de
"símbolo" le está asociada a través de su etimología, la idea de
"arrojar" -por el verbo griego ballein-: la dimensión
simbólica de la creación nos remite ("arroja") a Dios).Por eso el
arte moderno se empecina en retratar lo feo, lo ordinario, lo asqueroso, lo
inmundo, lo que degrada: quiere evitar a toda costa que el hombre contemporáneo
tenga atisbos de la divinidad que fulgura en toda belleza finita.
Y este es el segundo acto del drama. Despojada
la Creación de toda capacidad de vincularnos a Dios (religión: religio,
re-ligare: “volver a ligar”) ¿qué termina siendo? Habiendo perdido a Dios, el
hombre moderno pierde conciencia del límite, incurre en el pecado de desmesura
(hybris): él es el verdadero creador, forjador de sí mismo, al que nada le precede
(el hombre prometeico) y al que ningún término final (destino) lo puede
coartar. Esa es la fórmula del progresismo (el ideal del progreso, acuñado por
la Ilustración): libertad ilimitada al servicio de un futuro que no tolera
límites materiales. Ahí finca la razón por la que la naturaleza es vista
en la Modernidad como puro material pasivo: sólo es materia prima que no tiene
una esencia (si la tuviera, ello supone que Alguien -que no existe- la pensó
"antes" de crearla) ni tiene un dinamismo propio (no hay causas
finales en la naturaleza, porque no hay Inteligencia ordenadora). Se puede
hacer de ella lo que se quiera (recordar la frase de Hobbes: "conocer
algo es saber qué puedo hacer con eso"; o también recordar la
ideología de género, la manipulación genética, los ataques a la familia y
tantas y tantas cosas más)
Es simple: “sin Dios todo está permitido”: el problema
ecológico está en el abandono de Dios. Ese es marco general
teológico-filosófico del verdadero problema: en la cultura moderna la relación
del hombre con la naturaleza está viciada, por el eclipse de Dios en la
cultura.
Pero, si hay un grave problema ecológico hay que
delimitar más cuál ese problema. Ante todo los progresistas lo ponen en otro
lado muy distinto a donde lo podría poner un católico. Más aún: ellos lo
profundizan y lo exacerban. Porque para ellos uno de los problemas es el
crecimiento de la población. El problema ecológico pasa por tres ejes:
el crecimiento desmesurado de las
economías (que perdieron la escala humana y el sentido de su fin natural),
el desarrollo de una tecnología invasiva
(que se ha vuelto un fin en sí mismo y es instrumento de manipulación de la
persona) y
la desvirtuación de los vínculos naturales del hombre (su adecuada
relación con la naturaleza física y, sobre todo, las amenazas al hábit natural
del hombre: la familia).
Tanto
para quienes como Sartre piensan que no hay una naturaleza humana, como para
aquellos que sostienen que la naturaleza es lo biológico, no encuentran en ella
un criterio para determinar lo bueno y lo malo. Pero también sucede lo mismo
desde el espiritualismo exagerado, por cuanto éste ve a la libertad humana como
auto-fundada, es decir, como una
libertad que se da a sí misma sus fines y es creadora de los valores (en esto
coincide con Sartre). La libertad, según esta postura, no admite más
limitaciones que las que a sí misma se pueda dar. Por ello, la libertad pasa a
estar por encima de la verdad, la cual es vista como una limitación. Se trata
de una postura voluntarista: la
voluntad humana está por encima de la razón humana. Este voluntarismo rechaza
que Dios, o la misma naturaleza humana, le puedan fijar límites. Es una
libertad auto-fundada, porque nada
le debe a Dios, ni a una norma externa al individuo ni a la sociedad: es una conquista que la
libertad logra por sí misma. Es una libertad que no tiene límites.
Ahora
bien, estas posturas que privan al hombre de un norte y de un sentido último de
la existencia, constituyen un grave error antropológico y ético.
En
efecto, como señala Robert Spaemann [30], el naturalismo viene a sostener que todo
lo que el hombre hace es natural, por lo que ninguna conducta es en sí buena o
mala. A lo sumo, se tratará de una mera desviación estadística. En este caso,
entonces, la naturaleza (humana) no es fundamento de ninguna norma moral. Por
su parte, el historicismo, el relativismo cultural y el espiritualismo exagerado, tampoco
encuentran razones para entender la naturaleza humana como fuente de
orientación moral.
¿Qué decir sobre
este problema?¿Sobre qué criterio o criterios debe estar fundada la ética?
1º Esta misma cuestión fue planteada hace 2.500 años por los
griegos. Ellos se asombraron de las costumbres de otros pueblos, por ejemplo de
los escitas. Asombro es decir poco: sencillamente les resultaban chocantes
algunas de esas costumbres. Por eso se plantearon si no habría un criterio que
permitiera discernir las malas costumbres de las buenas y así enseñar a seguir
las buenas. Ese fue el origen de la ética, entendida como una reflexión sobre
los criterios a los que se deben ajustar las buenas costumbres. Esta
experiencia histórica significa que el relativismo ético-cultural, lejos de ser
la sepultura de toda ética universal, fue la explicación del desarrollo de una
ética con pretensiones de universalidad, una ética que no se asusta del desafío
de las relatividades histórico-culturales.
La respuesta a la pregunta de si existe un criterio universal
para evaluar las buenas y malas acciones, la hallaron los grandes filósofos
griegos (Sócrates, Platón, Aristóteles, los estoicos) en una palabra cuyo
sentido se nos ha vuelto casi extraño: la naturaleza, o sea la fisis.
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2º Pero,
ya lo hemos visto, “naturaleza” o fisis no entendida como lo biológico
(puesto que el hombre no es mera biología, aunque pertenece al mundo de las
realidades materiales y, dentro de la Naturaleza, al reino de los seres vivos),
ni tampoco como todo aquello que se opone a la cultura (puesto que la naturaleza
que es el hombre sólo es viable en y por la cultura).
3º
Naturaleza entendida, simultáneamente, como aquello que nos da una identidad
específica –el pertenecer a la especie humana- y a la vez nos orienta o inclina
hacia la búsqueda de aquellos bienes o realidades sin los cuales esa misma
naturaleza se malograría. Es decir que en cada naturaleza hay una teleología y
en el hombre, por tanto, también la hay: es ese conjunto de inclinaciones
connaturales. Es lo que se llama la ley natural. Así, por ejemplo,
la dimensión social de los hombres se nos manifiesta como una inclinación o
propensión a desarrollar conductas gregarias, a vivir en sociedad, puesto que
el hombre no sobrevive sino es en sociedad.
4º Esa
naturaleza está orientada teleológicamente: tiene unos fines naturales a cuyo
logro está dirigida. Esas orientaciones son básicas y su desconocimiento es
causa de que el hombre se malogre.
5º Pero
lo importante en el caso del hombre es que esas tendencias u orientaciones
deben ser interpretadas por él mismo: alcanzan su sentido y
función en la medida en que el hombre las guía, las refuerza, las orienta. O
bien, no se alcanza ese sentido y esa función, y así se malogra lo humano en el
hombre.
“Alguien bebe libremente de una vaso. La
limonada estaba envenenada. Se puede preguntar: ¿hizo lo que quería?
Manifiestamente no, pues no quería envenenarse. Podemos pensar todavía en otro
caso: alguien sabe que una bebida está envenenada. Sin embargo, tiene una sed
terrible y bebe finalmente el líquido sin consideración al veneno. ¿Hizo lo que
quería? Sin duda satisfizo inmediatamente su tendencia, sació su sed. Pero la
función objetiva de la sed es la conservación de la vida. Donde la bebida sirve
a la destrucción de la vida, no podemos decir sin más que el hombre hizo lo que
quería. Y tampoco podemos decir que su acción era natural. En último término descansaba
en cierto modo en un engañó. La tendencia no se interpreta a sí misma. Sólo el
hombre, sólo el ser racional interpreta la tendencia, comprende su sentido, por
ejemplo la auto-conservación. Pero en el caso del que bebe sin dominarse la
interpretación no se abre paso. El hombre cierra los ojos ante la
interpretación. Propiamente hablando no actúa, sino que se abandona a la
tendencia ciega. No hace lo que quiere, sino que renuncia a querer.”[31]
Añadamos
a lo dicho que eso que llamamos interpretación y guía u orientación, es,
precisamente, la cultura: las enseñanzas que se transmiten (tradición), los ejemplos, las
virtudes, las convicciones, la religión, usos y costumbres, etc. Podría
decirse, así, que el hombre es una síntesis de naturaleza y cultura.
6º El
concepto de naturaleza nos ofrece un criterio axiológico: las conductas buenas o malas, lo son
según se adecuen o no la naturaleza y sus inclinaciones connaturales. No
es un criterio relativo, porque la naturaleza humana es la misma siempre. No
es un criterio privado, localista o ligado a situaciones históricas y
culturales diversas y concretas: es un criterio universal. En su libro
“La abolición del hombre”, C.E. Lewis muestra la sorprendente coincidencia que
en distintas culturas –el antiguo Egipto, China, Babilonia, China, la India, y
los Diez Mandamientos o Tablas de la Ley revelados por Dios a Moisés- tienen
los preceptos de la ley natural (el
Tao o Camino, lo llama Lewis).[32] Esa
coincidencia revela el carácter universal de la ley natural.
7º Que
esas tendencias deban ser interpretadas implica dos cosas: la primera, que el
hombre es un ser racional y libre, por lo tanto, su conducta no se desarrolla
según el esquema “estímulo-respuesta”, como sí lo hace el animal. En este
último, entre el estímulo y la respuesta
hay un hiato, como señalaba Max Scheler en su libro “El puesto del
hombre en el cosmos”. Ese hiato se da porque el hombre está dotado de reflexión
y debe decidir cómo desplegar su conducta. Segundo, que el hombre puede –por su
libertad- desvirtuar el sentido verdadero (el fin natural) de sus inclinaciones
connaturales (las que emanan de su naturaleza). Y ello hasta tal punto que
prescinde de ese fin y ejecuta sus tendencias apartándolas de la finalidad
objetiva e intrínseca que tienen o, incluso, anulándolas. El ejemplo más nítido
de estas conductas, a las que debemos llamar desviadas, lo encontramos en lo
que según narra la historia hacían los romanos decadentes: vomitaban la comida
para volver a comer, buscando únicamente el placer que acompaña la satisfacción
del hambre. El comer responde a una necesidad orgánica, de supervivencia. La
misma naturaleza refuerza y asegura que esa inclinación se cumpla siempre,
acompañando su ejercicio de una importante dosis de placer. Pero allí cuando el
fin connatural al comer se pierde, en aras del placer mismo, la tendencia se desvía
de su fin natural. En ese caso, decimos
que estamos frente a una conducta que ha sido pervertida. No se está
diciendo acá que no se debe sentir
placer, al contrario, el placer es inherente al ejercicio de esa tendencia. Lo
desviado está en separar lo que está unido: el sentido o fin del comer, del
placer que lo acompaña. Lo mismo debe decirse del ejercicio de la sexualidad
cuando se cumple prescindiendo de sus fines naturales: expresión de la
auto-donación amorosa y de su apertura a la fecundidad. De ahí que el ejercicio
del sexo lúdico –adulterio, fornicación-
y las conductas contraceptivas en materia sexual (cerradas de toda posible
fecundación), constituyan una desviación o desvirtuación de la inclinación sexual
del ser humano.
8º El
valor normativo o axiológico que tiene la naturaleza no es estadístico. Como
observa Spaemann: aunque una gran mayoría tenga dolor de cabeza, eso no es
natural, puesto que va contra la tendencia natural a la autoconservación y al
bienestar. No se determina lo que es acorde con la naturaleza en función de
conductas repetitivas. Por más que la mayoría de las personas mientan
–suponiendo que así suceda-, eso no convierte en normal o natural la mentira.
Lo cierto es que la mentira contradice la inclinación del hombre por la verdad
(a la vez, daña la vida en sociedad, a la cual el hombre tiende naturalmente).
9º La
naturaleza humana, así lo hemos afirmado, se concreta y realiza en y por la
cultura, y esa realización está mediada por la interpretación que
el hombre debe hacer acerca del significado y el orden en que las tendencias
connaturales deben ser cumplidas. Pero el hombre no es un ser aislado, vive en
una determinada sociedad y en un determinado tiempo histórico. Todo ello
implica que la configuración en y por la
cultura de la naturaleza humana se dará en un contexto histórico y social, el
cual dependerá de infinidad de factores y condiciones: el hábitat, el clima,
las posibilidades que ofrece el entorno (vías de comunicación fluviales,
presencia o ausencia de pasos naturales, disponibilidad de fuentes de agua
potable, presencia de vegetación y animales comestibles), la influencia de
otros pueblos (intercambios, actividades comerciales), las enfermedades o
pestes, las vicisitudes económicas, sociales (migraciones, invasiones,
exterminios), etc. etc. De todo ello, resulta un entramado de relaciones, un
entrecruzamiento de líneas de influencias, avances, retrocesos,
intensificaciones de características culturales (a las que a su vez, bien puede
sucederles que se desdibujen), cambios de cursos sorpresivos, etc. etc. Incluso
también sucede que un individuo, o grupos de individuos generen una mentalidad
de cambio cultural dentro y desde una misma cultura. A veces buscando una mayor
fidelidad a la propia cultura, a veces para el abandono de la propia tradición
cultural. Eso explica que puedan darse apartamientos de la ley natural que
proceden de la misma cultura. Por supuesto, también a nivel individual puede
suceder eso.
10º La ley natural no puede ser abolida por
los ordenamientos legales (la ley
positiva: constituciones políticas, leyes, reglamentaciones) porque la naturaleza humana y sus fines son
anteriores a la sociedad y a las leyes que regulan el funcionamiento de ésta
última. Más aún, la sociedad es una exigencia de la naturaleza humana y está
para servir a la persona. Esta concepción está plasmada desde hace siglos en
las bases del pensamiento occidental: el contenido del drama de Sófocles, Antígona,
trata de esto mismo: no puede estar por encima de la ley natural, la ley que
procede del gobernante, en este caso, Tiresias. Eso significa que “lo legal” no
es sinónimo de “lo justo”: lo que manda la ley es legal, pero no siempre es
justo. No es justo si se opone a la ley natural.
c) Con respecto al
derecho y a la política
El
secularismo ha derivado en las siguientes consecuencias: por un lado el
nominalismo y el voluntarismo, asociados entre sí determinan que los
mandamientos sean vistos como la manifestación arbitraria y caprichosa de Dios
y no como exigencias de la naturaleza humana en orden a su perfección. Las
exigencias morales que se derivan de las convicciones religiosas, de la fe
cristiana, son puramente subjetivas y personales, según el secularismo. Los
mandamientos pasan a ser la manifestación de las opciones personales y
subjetivas de los creyentes. Por lo tanto, en el Estado de Derecho ningún
creyente tiene derecho a imponer su “visión” religiosa en la sociedad. Si los
creyentes, por ejemplo, pretenden que el Estado desapruebe el aborto y lo
incluya entre los delitos, están pretendiendo someter el derecho a la religión. Si los cristianos protestan contra las
legislaciones que institucionalizan el divorcio, o están en desacuerdo con el
matrimonio homosexual, en el fondo están pretendiendo inclinar la balanza de la
neutralidad del Estado en su favor. Están pretendiendo, se dice, aprovecharse
del brazo armado del Estado para imponer sus creencias al resto de la sociedad.
De ese modo, se los llamará integristas, fundamentalistas o, incluso,
fascistas.
Los
supuestos de esta postura son también –además del voluntarismo y del
nominalismo- la falsa idea de que la fe es irracional y, consiguientemente, el
desconocimiento de que lo que se conoce
con el nombre de “Revelación sobrenatural quoad modum” y de la cual ya hemos hablado.
Ahora bien, esto es
un grave error: el creyente cristiano debe hacer valer en la sociedad civil y
política su visión de los diez mandamientos ya que se trata de la ley natural. Y ella no es patrimonio
exclusivo del hombre de fe. Más aún, el Estado de derecho tiene que presuponer
que hay un mínimo ético, que no puede ser alterado por los vaivenes de la
política y de la historia. Un mínimo ético que salvaguarda la integridad y el
respecto debidos a la persona humana. Los creyentes no solo no deben renunciar
a reconocer la validez de la ley natural, sino que además deben defenderla,
darla a conocer y hacer valer su voz. Como dice Andrés Ollero (en “El
matrimonio natural”):
“La fe
religiosa, por su parte, no es ni más ni menos que una privilegiada claraboya
que Dios nos abre, para que podamos percibir con particular claridad tanto las
exigencias jurídicas como las morales. Esto, lejos de habilitarles para dar
paso a imposiciones confesionales, atribuye civiles responsabilidades
argumentativas a los así privilegiados. Profesar una fe que hace suyas
exigencias éticas naturales conlleva una doble consecuencia: disfrutar de la posibilidad de
conocer con más facilidad las cosas como son y sentirse responsable de ello
respecto a los demás.”
Aunque los vínculos
entre la secularización ideológica y la familia exigen un análisis muy
pormenorizado, en términos generales la pérdida del sentido religioso ha
impactado gravemente en el concepto de familia y en el concepto del amor
conyugal. Entre los hitos que marcan este desarrollo y pérdida del verdadero
sentido del amor humano, hay que hacer referencia, entre otras causas, a la
difusión de teorías naturalistas sobre la persona humana, como puede ser el
psicoanálisis cuyos presupuestos antropológicos constituyen un severo
reduccionismo del amor humano. Así también, resulta insoslayable hacer
referencia a Herbert Marcuse, quien unifica las teorías de Freud sobre la
represión sexual y las ideas de Marx y especialmente Engels sobre la familia
(“El origen de la familia, la propiedad privada el Estado”). Estas teorías
lograron integrarse activamente en la Revolución de Mayo del 68, en París, una
de cuyas banderas fue la protesta contra toda autoridad, entre las que
explícitamente estaba la del padre (“el enemigo de mi padre es mi amigo”,
rezaba uno de los slogans enarbolados por los revolucionarios, que eran
exclusivamente estudiantes universitarios burgueses.
Sin embargo, antes
que la reseña prolija de la evolución de la cultura en torno a estos temas,
preferimos centrarnos en algunos temas concretos que atañen al ejercicio de la
sexualidad y su relación con el amor y la familia: las relaciones
pre-matrimoniales y la anticoncepción.
Sobre las relaciones prematrimoniales: en un artículo
publicado por Tomás Melendo “Diez falsas razones para casarse”[33],
cuya lectura se recomienda, se traza un breve repertorio de motivos equivocados
que pueden llevar a las personas a casarse. Motivos equivocados que son el
camino seguro para un fracaso matrimonial, como por ejemplo, casarse por
compasión, idealizar al otro, etc. etc. Si las tenemos en cuenta y dimensionamos su
alcance, debería quedarnos muy en claro hasta qué punto es fundamental que el
noviazgo sea en lo más esencial un verdadero camino de preparación, no un
tiempo de diversión y mutuo
acompañamiento. Es un tiempo de prueba:
un tiempo de ponerse a prueba y poner a prueba la profundidad y seriedad del
amor. El objetivo es alcanzar ese grado de madurez en el amor que solo se
alcanza cuando es asumido como el fruto de una libre decisión: no como el
resultado de un capricho, un entusiasmo pasajero, una encandilamiento o
deslumbramiento que se queda en la superficie. En su más profundo sentido, la
madurez se alcanza cuando esa decisión está precedida de la luz de la
inteligencia que lúcidamente sabe ver más allá de las apariencias y de los
autoengaños, de los compromisos con la afectividad y con la sensualidad. No se
trata de que la afectividad y la atracción sexual deban ser negadas o reprimidas,
como si se tratara de un algo oscuro o pecaminoso. Se trata de que la dimensión
sexual de la persona, la afectividad y la voluntad, bajo la guía de la
inteligencia, queden integradas en una unidad (aquí conviene aclarar, para
evitar equívocos, que hay una diferencia entre la sexualidad de la persona y el
ejercicio de la sexualidad:
la sexualidad de la persona es una dimensión que abarca desde lo genético,
lo morfológico, la capacidad procreativa y la afectividad que se despierta ante
los valores de la dimensión sexual presentes en la persona del sexo contrario). El noviazgo es un período en el que se debe aprovechar
el tiempo compartido no como pasatiempo, sino como etapa de maduración de los
afectos. Todas estas dimensiones deben estar presentes y si no lo están todas
ellas, juntas e integradas, no se trata de una amor sexuado. Sin la sexualidad,
o sin la afectividad o sin la libre decisión, no habrá verdadero amor (insisto:
“sin la sexualidad” no quiere decir con el ejercicio de sexualidad, la acción de
unirse sexualmente, sino que quiere decirse que la dimensión sexual debe estar
presente, aunque no debe ejercerse en el noviazgo).
Hay una razón muy profunda en esta propuesta que no
es la que la cultura del sexo lúdico propone. Al contrario, esa falsa cultura
de la sexualización se le opone
crudamente. El verdadero amor entre el hombre y la mujer es un amor de
donación: busca el bien en el otro donándose en la mutua entrega y haciendo
consistir la felicidad en la posibilidad de entregarse íntegro al otro. Pero, y
aquí está la clave secreta, nadie puede darse íntegramente si no tiene pleno
dominio de sí. Nadie puede actualizar la virtualidad donativa del amor, si no
es capaz de integrar bajo su voluntad las distintas dimensiones de la persona
que están implicadas en el amor sexuado entre el hombre y la mujer.
A partir de aquí se entiende por qué están
objetivamente mal las relaciones pre-matrimoniales entre los novios. La
dimensión sexual y su capacidad de atracción es tan fuerte en el hombre y la
mujer que si no es dominada mediante la virtud de la castidad (que es parte de
la virtud de la templanza), termina por anegar el foco de la conciencia
convirtiéndose en el motivo y motor psíquico de la esa relación. En otras
palabras: por un lado la sexualidad ejercida en plenitud, como si los
novios estuvieran casados, impide
alcanzar esa cima del amor que es la donación de sí mismo en pleno ejercicio de
la libertad: impide la espiritualización del amor. Pero que quede claro que lo
que hemos llamado “espiritualización” nada tiene que ver con un cierto
“platonismo” del amor, ya que el verdadero amor, por ser sexuado, debe incluir
la sexualidad. Sólo que por consistir en la donación de sí mismo, debe alcanzar
esa cumbre que es la del espíritu que se ejerce en un acto plenamente libre de compromiso para siempre y
exclusivo. Pero por otro lado, el ejercicio de la sexualidad en el noviazgo, es
el fondo una utilización o instrumentación del otro, acordada entre los dos, en
la que cada uno es para el otro un instrumento de placer.
La rectitud del amor –la renuncia a saber esperar
para poder donarse íntegramente al otro en el matrimonio- queda confirmada,
certificada, cuando es el principio de castidad el que preside las relaciones
entre los novios. Ese gobierno de la castidad en las relaciones de los novios,
empieza ante todo en las mismas muestras de afecto, que deben ser mesuradas
(por eso no tiene sentido preguntares “¿qué puedo y no puedo hacer como
novio/a?”).
A todo lo dicho se le pueden añadir más razones,
todas las cuales solo tienen sentido si la que hemos dado anteriormente está
presente como fundamento:
1º. De la realización del acto sexual fuera del
matrimonio se puede seguir la procreación. Pero cuando ello sucede, se comete
con el hijo una tremenda injusticia ya que se lo priva de una familia, con su
familia natural, con la cual tiene lazos de sangre. El hijo necesita para
crecer el único ambiente “ecológico”: la familia, su familia. Es cierto
que se lo puede dar en adopción, pero no es lo ideal: es un sustituto de algo
que debería haberse dado si las relaciones fueran ordenadas. Es el remedio a
una situación desde todo punto de vista en sí misma inconveniente (por
supuesto, no hace falta aclararlo: en términos absolutos siempre es
infinitamente mejor darlo en adopción que matarlo abortándolo).
2º. Psicológicamente la mujer y el hombre necesitan un
ámbito de estabilidad y seguridad que la provisionalidad, ocasionalidad y
precariedad del ejercicio de las relaciones sexuales en el noviazgo de ningún
modo proporcionan. Esta carencia de estabilidad y seguridad afecta en especial
a la mujer, la cual por naturaleza precisa una ámbito de acogimiento y
protección que le da el marido para poder criar y educar los hijos.
3º. La entrega de la mujer al hombre –que muchas veces
exige lo que se plantea como una “prueba del amor”- es mucho mayor en el caso
de ella que en el caso de él. En otras palabras: la mujer, por la naturaleza de
la mujer misma, pone más en juego, arriesga
más, y la razón de ello es muy sencilla: si la mujer queda embarazada –y
puede quedar por más recursos anticonceptivos que se pongan en práctica- sabe que el hijo tiene un lazo de dependencia
absorbente que no lo tiene el hijo con el padre (en los primeros tiempos en
especial). Ahora bien, ¿los novios pueden asegurar que se van a casar indefectiblemente?
¿Acaso el noviazgo es un compromiso de por vida como es el matrimonio? (por
supuesto, no tiene sentido contra argumentar que también el matrimonio se puede
romper, y no lo tiene porque el matrimonio presupone un compromiso de no romper
el vínculo, mientras que el noviazgo es muchísimas veces una golondrina de
verano, algo momentáneo, una situación pasajera que puede o no cristalizar en
matrimonio)
4º. La entrega en la realización del acto sexual
antes del matrimonio-, y en especial cuando se vuelve habitual, genera un falso sentido de posesión. El novio
se siente dueño de la novia (y
viceversa) y no lo es. Toma cada uno al otro como posesión. Pero eso
sentimiento es falso: porque no ha habido una entrega profunda que es la que se
da en el matrimonio cuando es asumido según su verdadera naturaleza (exclusivo,
fiel, permanente, abierto a la fecundidad, etc.) Por eso es tan común que
surjan los celos y que estos lleven muchas veces a la violencia por parte del
hombre. Esa violencia se explica porque el varón no tolera la ruptura del
vínculo del noviazgo. En el fondo de la conciencia late la incertidumbre de la
precariedad del vínculo y eso lleva como contrapartida a desarrollar una
conducta posesiva.
5º Otra razón que explica también la violencia. El
ejercicio de la sexualidad en el noviazgo está marcado por la precariedad y la
inestabilidad, pero también por la reducción del otro a un objeto de placer. Ahora
bien, el hombre termina por despreciar siempre a la mujer fácil, a la que se
entrega “así nomás”. A sus ojos se ha degradado. Amar y despreciar se
contraponen el uno al otro. Ese desprecio está latente y cuando se hace
presente se vuelve violencia. Gran parte de lo violencia que hoy se llama
“violencia de género” tiene su origen en que la relación entre el hombre y la
mujer se ha desnaturalizado.
6º Finalmente, hay que salir al paso de un falso
argumento que se aduce para justificar las relaciones pre matrimoniales: se
dice que es importante que se “conozcan” sexualmente antes de casarse para
saber si congenian o no. Esta razón es la más irrelevante de todas. Si hay algo
que no requiere aprendizaje ni acomodamiento es el ejercicio de la sexualidad.
Más hoy día, en el que el “misterio” del sexo está expuesto con lujo de
detalles en todo momento y en todo lugar.
[1] Filósofo danés, nacido
en Copenhague en el año 1813, muerto en el año 1855. Transcurridas varias
décadas de su muerte, su obra comenzó a ejercer una enorme influencia. En
especial, su pensamiento dio origen en el siglo XX a las corrientes filosóficas
agrupadas bajo el nombre común de “existencialistas” (M.Heidegger, J.P. Sartre,
Gabriel Marcel, K.Jaspers, etc.). Lectura recomendable: “De Kierkegaard a Santo
Tomás de Aquino”, de Leonardo Castellani.
[2] Colomer, Eusebi: El
pensamiento alemán de Kant a Heidegger. Editorial Herder, Barcelona, 1990,
p.42/43.
[3] Podemos citar como representante de esta
postura al filósofo, especialista en bioética internacionalmente conocido,
Peter Singer.
[4] Illanes Mestre, J.L.:
"Secularización", en GER,
p. 92, Edic. Rialp, 1981
[5] Fernández García, D.:
"Revelación", en Gran
Enciclopedia Rialp (GER), t. 20, p.190 ss, Madrid, 1981.
[6] Pieper, Josef: “Antología”. Herder, Madrid.
[7] Gilson, Etienne: El
espíritu de la filosofía medieval, Edic.Rialp, Madrid.
[8] Spaemann Robert:
El rumor inmortal.La cuestión sobre Dios
y la ilusión de la Modernidad. Edic.Rialp, Madrid,2010.
[10] Spaemann, R.: Etica, política y cristianismo.
Ediciones Palabra, Madrid, 2007, p.127.
[11] Spaemann, R.:
op.cit., p.114)
[12] Spaemann, R.: op. cit., p.128.
[13] La cita está
tomada del libro de Massimo Borghese, Secularización y Nihilismo, Ediciones
Encuentro, Madrid, p. 140. Cioran es nihilista: para él, la Creación es obra de
un demiurgo malvado, pero “la música es el límite del nihilismo de Cioran” (M.
Borghese)
[14] Frossard, André:
Dios existe, yo me lo encontré. Ediciones
Rialp, Madrid.1979,
[15] García Morente,
Manuel:“El hecho extraordinario”,
Ediciones Rialp, Madrid, 6ª edición, 2015.
[16] Ayllón, Juan
Ramón: 10 ateos cambian de autobus. Ediciones
Palabra, Madrid, 6ª edición, 2010.
[17] Spaemann, Robert: “Cristianismo y
filosofía en la Modernidad”, en “El
rumor inmortal”, ediciones Rialp, Madrid, 2010, p.65.
Entendemos aquí
por historia no la ciencia que estudia el pasado, sino los hechos mismos
pertenecientes al pasado, que son objeto de tal ciencia.
[31] Spaemann,
Robert: “La visión universalista de la
ley natural”,
[32] Lewis, C.S.: La abolición del hombre. Ediciones
Encuentro.Madrid.1994.