El amor a la sabiduría

"Ama a la sabiduría quien la busca por sí misma y no por otro motivo, pues quien busca algo por otro motivo, ama a ese motivo más que a lo que busca." (Santo Tomás de Aquino: "Comentario a la Metafísica de Aristóteles", I,3,56)

jueves, 29 de noviembre de 2012

Homosexualidad y discriminación: la voz de un homosexual

Puede que para algunos lectores no haya quedado en claro que el rechazo al pseudo matrimonio homosexual no implica discriminar a las personas homosexuales y que, por otra parte, es necesario distinguir entre la inclinación homosexual y la conducta o actividad homosexual
Por ello, viene a cuento leer el artículo que salió ayer, 28 de noviembre, en:  http://www.religionenlibertad.com/articulo.asp?idarticulo=26189
El artículo en cuestión se refiere a un escritor homosexual, quien,  a propósito del proyecto promovido por el presidente de Francia, se ha manifiestado en contra del "matrimonio" homosexual, y que considera que oponerse a ese proyecto de ley no constituye un acto de discriminación contra los homosexuales.



Ha escrito varios libros proponiendo la vida de continencia y castidad e intensifica su campaña tras el proyecto de François Hollande

En Francia, relevantes miembros de la comunidad homosexual se están rebelando contra la dictadura que ejerce en los medios el lobby LGTB, imponiendo un pensamiento único que no representa a todos en lo que concierne al "matrimonio" gay. En la reciente manifestación celebrada en París contra el proyecto del presidente François Hollande estuvo el líder gay Xavier Bongibault, y recientemente se ha publicado una nueva obra de Philippe Ariño: La homosexualité en verité [La homosexualidad de verdad], donde, afirma, "rompe por fin el tabú".

Experto en códigos homosexuales
De 32 años y profesor de español, Philippe Ariño es un escritor homosexual bien conocido en Francia por un libro en particular, un Diccionario de códigos homosexuales en dos volúmenes, y también por otros dos libros en torno a "la pareja homosexual, más allá del bien y del mal", tanto en perspectiva íntima como social.
El objetivo de estos cuatro trabajos, que datan de 2008, es siempre definir la naturaleza y las causas del deseo homosexual, y sus consecuencias personales y sociales. Ha escrito una obra de teatro, colabora con sus artículos en diversos medios y dirige además un programa de radio destinado a la comunidad gay. Se ha tomado el curso 2002-03 como año sabático para promocionar sus obras y difundir su pensamiento.

El error de confundir las cosas
Ariño se ha posicionado con claridad contra la consideración de las parejas de gays o lesbianas como matrimonio. En su última entrevista, concedida al semanario Famille Chrétienne [Familia Cristiana], le dice con rotundidad al socialista François Hollande: "¡Por favor, ahórrenos esta ley!".
¿Cuáles son sus razones? Según explica en L´homosexualité en verité, su principio antropológico es que la única división fundadora entre los seres humanos es la diferencia de sexos. Por tanto, no existen en sentido estricto ni la homosexualidad ni la heterosexualidad, que son sólo construcciones semánticas que se transforman en construcciones ideológicas con consecuencias sociales de las cuales la última es la pretensión de equiparación con la familia natural. 
Ariño recuerda que la palabra homosexualidad sólo existe desde 1869 para designar una bisexualidad de corte libertino, y la palabra heterosexualidad nace en 1890 para designar un "hermafroditismo psíquico" liberador de una sexualidad normativa en aras del amor libre. Rechaza que la homosexualidad sea una "enfermedad": en su opinión, lo que llamamos con esa palabra es una sensibilidad especial y un "deseo herido".

A favor de la posición de la Iglesia
Ariño es católico y explica que él canaliza ese deseo y lo sublima ofreciéndolo a Dios viviendo en castidad. La sexualidad no es la genitalidad, y en ese sentido aplaude que la Iglesia haya distinguido siempre entre las tendencias y los actos.
En un artículo publicado en su página web, Ariño considera "absurda" la "oposición" y la "confusión" que algunos intentan promover para presentar a la Iglesia como contraria a los homosexuales, y lamenta que esa incomprensión lleve a muchos artistas gays a producir obras que caen directamente en la blasfemia, y a buena parte de esa comunidad a incurrir continuamente en la provocación agresiva.
"La Iglesia católica nunca ha dicho que las personas homosexuales sean pecadoras por ser homosexuales. Al contrario, está deseosa de acoger a las personas que se dicen homosexuales, y distingue tanto entre los actos y las personas, como entre los individuos y sus deseos superficiales", dice.
Diferenciar entre el ser y el hacer es reconocer la existencia de nuestra libertad, nos salva de negarnos y diabolizarnos a nosotros mismos", continúa: "Sin duda somos siempre reflejo de nuestros actos y responsables de ellos. Pero a los ojos del amor y de la fe, un hombre siempre es más grande que los pecados que comete, por graves y vergonzosos que sean. Para la Iglesia católica, lo que cuentan sobre todo son las personas. Creo que tiene toda la razón del mundo al diferenciar entre la práctica sexual y la identidad sexual: es su empeño en señalar esa frontera el que define el vínculo entre fe y homosexualidad, el que le dice a las personas homosexuales que tienen un lugar en la Iglesia en cuanto hombres donde late un deseo homosexual real y reconocido como tal. La Iglesia no pretende cambiarlas, sólo les pide que pongan su identidad más profunda como hijos de Dios por delante de su identidad secundaria como personas homosexuales".
Las ideas de Philippe Ariño están suscitando un amplio debate tanto en ámbitos cristianos como, en la medida en que no son silenciadas por el lobby LGTB, en la comunidad homosexual, convirtiéndole en un autor de referencia en un momento álgido de polémica en Francia."


martes, 20 de noviembre de 2012

Sobre el pseudo matrimonio homosexual



Sobre el pseudo matrimonio homosexual:


La ley Nº 26.618 que reformó el Código Civil para propiciar la inclusión de las relaciones homosexuales bajo la figura del matrimonio civil dio y dará lugar a graves cambios en la sociedad, los cuales difícilmente podrán ser revertidos. La oposición a esta ley no nace de una postura discriminatoria, sino de la preocupación por defender una institución fundamental de la sociedad que no puede ser desdibujada ni usurpados sus derechos. La ley en cuestión debilita la institución familiar y consiguientemente a la sociedad, por lo que asumir la defensa del matrimonio (el único, el heterosexual) nace de la responsabilidad de todo ciudadano ante el bien común.

Ante todo, conviene dejar aclarado que (me) preocupa la situación de las personas homosexuales. Se trata de personas que, por lo general en la adolescencia, advierten en su intimidad, en algún momento de su desarrollo, la presencia inquietante de una inclinación sexual hacia personas de su mismo sexo. Hay en esa situación un drama. El homosexual es una persona doliente: sufre porque reconoce que sus intereses no son los intereses y gustos de quienes hasta ese momento eran sus amigos, compañeros de juegos y estudios, sufre porque comienza a tomar conciencia de que su vida comienza a adoptar un diverso rumbo, que resulta incomportable con el que le imprimieron sus padres a sus propias vidas, sufre porque tampoco en sus hermanos puede encontrar motivos para identificarse. A partir de allí, siente que el mundo de las confidencias,  del compartir bromas, juegos, momentos, con amigos, padres y hermanos, ha experimentado  una fractura, y comienza a percibir un abismo que se agranda. Quizá reivindique con rebeldía esa tendencia, y trate de encontrar en el mundo sus iguales. Por eso, el homosexual tiende a formar algo así como guetos, a encerrarse en un microcosmos. Quizá busque ayuda en un psicoterapeuta. El homosexual es una persona que sufre. Que necesita acompañamiento, que está hambrienta de comprensión. Esta es la parte de verdad de los reclamos homosexuales. Detrás de todos estos reclamos de derechos, detrás de estas acusaciones de discriminación, hay muchas veces una búsqueda de acogimiento, de comprensión. Esa comprensión no se la podemos negar.
Pero en este planteo hay algo trágico, que nace de un profundo error: darles comprensión no puede ni debe significar que la sociedad deba comenzar a afirmar que los que poseen o sufren la tendencia homosexual tengan un derecho -que la ley les debe reconocer- a equiparar su unión con el matrimonio. La búsqueda de respetabilidad así entendida, es decir, como aceptación social de la conducta homosexual, tiene un altísimo costo social. Eso es lo que trataré de mostrar.


I INTRODUCCION
Pero antes, me interesa aclarar dos cuestiones:
1º.- Quienes nos oponemos a esta ley, no buscamos de ninguna manera agredir ni discriminar a la persona de condición homosexual. Nuestra postura no es contra ellos, sino en defensa de bienes que son esenciales a la sociedad como un todo: el matrimonio y la familia. Incluso, como esta defensa es una defensa del bien común, estamos también defendiendo a la persona  homosexual, ya que el bien común es de naturaleza tal que beneficia a todos (si fuera excluyente o exclusivo, no podría tratarse de un bien común social)
2º.- No creemos que sea una lucha entre los malos y los buenos ni es una cruzada contra el mal: los heterosexuales son los buenos de la película y los homosexuales los malos. Buenas personas y malas personas se definen con arreglo a otras características. Esta afirmación que acabo de hacer presupone ciertas distinciones que son importantes para poder generar un clima de comprensión: la primer observación es que con respecto a la ley no hay una identificación entre su apoyo y el homosexual: no todos los homosexuales están de acuerdo y entre los que están de acuerdo muchos lo apoyan porque creen que obtendrán un reconocimiento moral de la sociedad. Otros, los menos, son los activistas del “lobby gay”. Paralelamente, hay personas heterosexuales que lo apoyan, convencidos de estar reconociendo un derecho supuestamente avasallado. La segunda observación es que hay que hacer una distinción entre “tendencia homosexual” y “conducta homosexual”: de la primera quien la sufre no es responsable, es una inclinación que, de antemano ya dejamos anticipado, es objetivamente desordenada, pero que con respecto a ella, el sujeto puede tomar distancia, sublimarla, moderarla y reencauzarla, ya que todas las tendencias que tiene el ser humano sólo se pueden actualizar, concretar, dar curso, si son asumidas por la libre elección. A diferencia del animal, en el que la tendencia busca ser satisfecha instantáneamente. La conducta homosexual, en cambio es la habitualidad de quien teniendo dicha tendencia, libremente despliega una conducta sostenida en el tiempo que implica el ejercicio de la sexualidad con personas de su mismo sexo.

II LA NATURALEZA DEL MATRIMONIO

Aclaradas estas dos cuestiones (no se busca discriminar ni agredir sino una mejor defensa del bien común social y no es una cruzada contra los homosexuales), pasaré a desarrollar los siguientes puntos:

1º El manejo ideológico del término “discriminación”.Los defensores de la ley arguyen que quienes se oponen al mismo están discriminando a los homosexuales. Creo haber dejado aclarado que no es así (que no se los está haciendo objeto de una persecución).No obstante ello,  la acusación debe ser considerada con más detenimiento. El argumento de la discriminación supone que negarles la posibilidad del matrimonio a los homosexuales es un acto injusto. Pues bien, la ley no les niega esa posibilidad, tiene restricciones o limitaciones, pero son otras (por ejemplo, no tener uno de los contrayentes la edad núbil exigida por la ley, no ser consanguíneos, etc.), pero en la ley nada se dice sobre si son de inclinación homosexual o si son de condición homosexual como criterio para discernir su aptitud matrimonial. Pueden hacer uso de esta institución, por supuesto, no lo harán, pero nada en la ley lo impide. Lo que la ley les exige es que ante todo sean hombre y mujer, ya que el matrimonio es para el hombre y la mujer. Este argumento puede irritar, pero es propedéutico porque sirve para introducir el siguiente argumento: la justicia no se vulnera cuando los que son distintos ante la ley son tratados en forma distinta, en cambio, se vulnera si los que son iguales ante la ley son tratados como si fueran distintos. Por ejemplo, con respecto a la licencia para amamantar, que es pedida por dos madres pero a una se le niega, en ese caso hay un tratamiento injusto, se está discriminando, ya que ante la ley son iguales. Pero si yo, que soy hombre, pido la licencia para amamantar, y se me niega, lógicamente, no puedo quejarme de discriminación ya que soy con respecto a la ley, en ese punto, distinto. Ciertamente, también sería injusto que se me concediera ese derecho, a mí que soy distinto, ya que también es injusto tratar a los diversos como si fueran iguales. A esto, los defensores de la ley en cuestión, contra- argumentan diciendo que esa es la injusticia: ellos son iguales a cualquier heterosexual. La respuesta a esto es obvia: sí, efectivamente,  son iguales, puesto que, como cualquier persona, pagan impuestos, deben ser remunerados como cualquier otro heterosexual, deben tener el mismo acceso a la salud, a la educación, etc. etc. Y todo ello por ser ciudadanos con plenitud de derechos, puesto que el ser homosexuales no les quita ni les agrega derechos. Pero  el punto preciso en el que se centra la discusión está en que son distintos (y ellos mismos lo dicen) sólo en tanto y en cuanto pretenden que esa condición homosexual  los hace también plenamente acreedores a usufructuar los beneficios de la institución del matrimonio. El homosexual que afirma que se lo discrimina al no dejarlo casar con otro de su mismo sexo, está en la misma situación que la del varón que quiere usar la licencia para amamantar. - Por esa razón, los que se oponen a la ley no consideran de ninguna manera que están haciendo objeto de discriminación a los homosexuales al oponerse al mismo.

2º Ahora bien, puede preguntarse, ¿Por qué ese exclusivismo del matrimonio para los heterosexuales? ¿Por qué no ampliar sus beneficios a los homosexuales? ¿Por qué no cambiar esta institución, haciéndola más amplia, más flexible? Esta es la cuestión central, además del tema de la adopción, que está asociado por naturaleza con la aprobación del matrimonio para los homosexuales.
a) La primer razón está en que el matrimonio hombre-mujer responde a una realidad biológica y antropológica insoslayable, como lo es  la diversidad de los sexos. Esta diversidad no es un dato cultural, sino un hecho macizo. Las personas humanas asumimos una identidad sexuada. Incluso hasta sería pertinente hablar, no de personas humanas a secas, sino de persona varón y persona mujer, como lo hacen algunos filósofos. Y ello porque como decía Julián Marías, los adjetivos “sexual” y “sexuado” dicen aspectos distintos (aunque relacionados): “la actividad sexual es una limitada provincia de nuestra vida, muy importante pero limitada, que no comienza con nuestro nacimiento y suele terminar antes de nuestra muerte, fundada en la condición sexuada de la vida humana en general, que afecta a la integridad de ella, en todo tiempo y en todas sus dimensiones.” Esto significa que la condición sexuada incluye pero abarca más que la sexualidad misma, hasta un punto que cualifica o modaliza a la persona en su tono de voz, en su manera de andar, en sus aficiones, por más que ello suceda dentro de un contexto cultural determinado que puede acentuar unos rasgos u otros. Todo ello lo sabemos porque provenimos -hasta ahora- de hogares constituidos por padre y madre: mamá no es papá (así, para ciertas cosas, es mejor entendérselas con mamá, para otras con papá, por ejemplo). La sexualidad configura una identidad, la cual está constituida por distintos factores, o estratos: los cromosomas (sexo cromosómico) que están en la base, luego la conformación morfológica de los órganos sexuales (gónadas masculinas y femeninas: testículos y ovarios),  el sexo genital (órganos genitales externos), factores neurohormonales (sistema hormonal y sistema nervioso, que a través del hipotálamo van orientando el organismo y sus funciones específicas de conformidad con la constitución sexual del individuo), factores psicológicos (sexo psicológico) y factores socio-culturales. Los factores psicológicos o sexo psicológico, irrumpen en el desarrollo desde las primeras etapas de crecimiento del niño (“el sexo psicológico supone la convicción íntima, robusta y firme, de pertenencia a un sexo determinado. Esta convicción implica al yo, a quien en cierto modo configura como un yo sexuado en este sexo; pero, a la vez, es reconfigurada, fundamentada y planificada desde el propio yo[1].El sexo psicológico es un aspecto o dimensión de la persona, y “no algo sobreañadido a ella” (op.cit.), es la misma persona que se ha desplegado en el tiempo configurándose como hombre o mujer a nivel de su personalidad psicológica (carácter, intereses, comportamientos o conductas, gestos, preferencias y gustos, pulsiones o deseos, etc.). En cuanto a los factores socio-culturales tienen que ver con el modo en que lo identifican al individuo los integrantes de su entorno (los padres principalmente), en primer término haciendo de referencia o modelo para la configuración del sexo psicológico, pero también en el trato que se le dispensa acorde con su sexo. El drama –porque es un verdadero drama, no solo personal, sino también familiar-  surge cuando se produce una discontinuidad, una fractura entre las pulsiones y deseos y ese hecho, insobornable y tozudo que constituye el sexo del individuo,  que se fue conformando desde las primeras etapas de su desarrollo fetal.
b) En segundo término, el sexo implica una dimensión generativa. Conlleva una inclinación a usar de la sexualidad, de cuyo uso se sigue, normalmente,  el hijo. Esta dimensión generativa del hombre y de la mujer no es el resultado de una convención, un gusto, una costumbre, una fantasía sexual o una construcción social: es un dato objetivo e inconmovible de la naturaleza: nacemos personas sexuadas como hombres o como mujeres, eso es lo que nos diversifica y nos diferencia unos respecto a otras, y esa sexualidad comporta la posibilidad de que de la unión del material genético del padre con el de la madre se engendre una persona. La finalidad del sexo, no es el placer, no porque no conlleve placer su ejercicio, sino porque esa gratificación asegura también la procreación. Este es el modo en que los seres humanos nos perpetuamos.
c) En tercer lugar, el sexo no tiene esa sola dimensión: también posee una dimensión comunicativa y completiva. El hombre encuentra en la mujer y ésta en el varón su igual y su distinto: es decir el que complementa por ser distinto, aunque  en igualdad de naturaleza, ya que son pares. Esta complementación es sexual, psicológica, afectiva y espiritual. El hombre es una ayuda para la mujer y la mujer para el hombre.
d) La característica de que el amor sexuado entre el hombre y la mujer dé lugar a los hijos, a una familia, es, desde el punto de vista del ordenamiento jurídico de este fenómeno que es el amor humano, lo que resulta ser definitorio para extender la figura del matrimonio a los homosexuales o no extenderla. Porque si de la unión sexual se sigue por definición el hijo, eso no sucede nunca en la unión homosexual, que por definición, vocación y “naturaleza” es estéril. Insisto en que la direccionalidad del amor humano hacia los hijos, hacia la familia, es un dato de la realidad, no es algo meramente convencional, cultural, histórico (aunque a lo largo de la historia se haya revestido de formas culturales diversas).
e) Hay una precedencia ontológica entre el matrimonio y el Estado. El Estado regula el matrimonio porque tiene relevancia social. En efecto, sin matrimonio no hay sociedad que pueda perdurar en el tiempo. Sin padres que eduquen, que transmitan los valores, el respeto por las instituciones, el deber de luchar por el bien común, sin padres que incorporen a los hijos en una tradición cultural, la sociedad desaparecería. Desde este punto de vista es el Estado el principal interesado en que los hijos nazcan en el seno de una familia y que ella los vaya preparando para su incorporación a la sociedad. Incluso, son los padres y madres de familia el verdadero motor de la sociedad y de la economía: sin la motivación que despiertan los hijos y el sentido de responsabilidad ante ellos, los hombres y mujeres haríamos muy pocas cosas de las que hacemos. Los hijos nos vuelven creativos, luchadores sin descanso, nos desvelan en todo momento y a la vez son una fuente de alegría permanente. Pero además, eso también obliga al Estado a no desnaturalizar aquello que siendo una sociedad natural, le precede ontológicamente. Pero ¿qué sucede en el caso de los homosexuales? Esos beneficios y aportes a la sociedad que caracterizan al matrimonio y a la familia no se dan, por razones que son obvias.

Ahora bien, también se argumenta que ese escollo insalvable para la naturaleza, no lo es para el hombre que hoy dispone de los recursos de la tecnología científica. Sin embargo, decir que con los recursos de la tecnología se puede suplantar esa falencia para que los homosexuales tengan hijos es una afirmación que no se puede aceptar porque es reconocer que para satisfacer el deseo del hijo se está dispuesto a la manipulación de las personas: un hijo no es un objeto, no es una cosa, es una persona. Sostener que mediante el instrumental de laboratorio los homosexuales pueden tener hijos es narcisismo: el homosexual por definición no ejerce la función generativa, por los motivos que fueren, y así desarrolla una actividad sexual esterilizadora. Pero a la vez, tiene la pretensión de recurrir a los procedimientos de la tecnología para fabricar una persona. Procedimientos éstos que determinan que la persona pase a ser un producto manufacturado, degradado de su realidad de persona, a ser una  cosa.

III CONSECUENCIAS

3º Aprobada la ley en el Congreso, ¿cuál será el precio para la sociedad? Va a ser muy alto: dará lugar a una transformación muy profunda, pero, lamentablemente, sus efectos, aunque presentes desde el primer momento,  se irán advirtiendo en el tiempo, como sucede con todos los cambios culturales. Y eso es una contrariedad porque las posibilidades de dar marcha atrás y retrotraer las cosas a esta situación anterior, serán cada vez más difíciles. Trataré de anticipar los escenarios futuros que son la consecuencia de esta ley.


Efecto social y político: un primer efecto será la degradación del concepto y  de la realidad del matrimonio. En efecto, van a aparecer otras “formas de amor” que tratarán de legitimarse, y el argumento será precisamente el que se haya legitimado el mal llamado “matrimonio homosexual”. La razón es que si el argumento para su legalización ha sido “todos tienen derecho a la felicidad”, o “todos tienen derecho al amor y a ser protegidos”, cualquier puede esgrimirlo: desde incestuosos (dos hermanos, por ejemplo), hasta los paidófilos,  y hasta polígamos. Estas dos últimas posibilidades ya se han dado. Por ejemplo,  María del Carmen Garcimartín, profesora titular de Derecho Eclesiástico del Estado en la Universidad de La Coruña, señala que “en Estados Unidos la presión para reconocer la poligamia como una forma de familia alternativa crece ininterrumpidamente, si bien, con el fin de evitar el estigma social que conlleva el término poligamia, se prefiere hablar de poliamory o de multi-partner unions (matrimonios de grupo). Pero también en Europa la poligamia está en el debate público, en este caso con una postura en principio más clara por parte de los poderes públicos que la que han mantenido en relación con los matrimonios de personas del mismo sexo.” [2] En cuanto a la pederastia, tanto en Holanda como en Alemania (el partido verde, en este último caso) promovieron acciones políticas para que se reconozca lo que ellos llaman el derecho a “manifestar otra forma de amor con los niños”.

Pero eso significará que el matrimonio dejará de ser un factor social preponderante en la  configuración de la sociedad y ésta quedará desarticulada. La familia quedará indefensa. Los ingleses dicen que cada uno es un rey en su hogar. Y es cierto: cada uno goza de entera libertad en su familia, las relaciones son espontáneas y libres de toda atadura social, pero además significa que la familia es un bastión contra otros poderes. En esta sociedad tecnificada, en la que cada vez más se pierde la posibilidad de una vida íntima –estamos fiscalizados y acotados en nuestros espacios de libertad- la desvalorización del matrimonio y consiguientemente de la familia, nos dejará poco a poco inermes frente a una sociedad cada vez más poderosa. O familia o violencia será la opción de hierro.

Efectos educativos y religiosos: esta ley va acompañada de una modificación del código penal cuyo estudio está realizando la Comisión Legislativa de la Cámara de Diputados[3]. Se busca ampliar la figura de discriminación por razón del género, sexo u orientación sexual. Los efectos prácticos serán que en las escuelas se deberá enseñar que la sexualidad es una mera cuestión de elección, sin un fundamento orgánico, endocrinológico, etc. Pero el que se aparte del libreto será penalizado, incluso con prisión. Ningún maestro podrá enseñar otra cosa. Pero tampoco los padres: ni en la intimidad del hogar, porque de hacerlo abiertamente, y si su hijo lo comenta, correrán el riesgo de ser  denunciados por un tercero. Claramente se estaría vulnerando el derecho de los padres a brindar la educación a sus hijos que les parezca mejor. Tampoco lo podrá hacer  un sacerdote desde el púlpito (por ejemplo, no podrá mencionar ni glosar la epístola a los Romanos del San Pablo en la que condena la homosexualidad). En este caso, el derecho que resulta violentado es el derecho a profesar libremente, como la conciencia lo dicta, una religión. Esto ya ha pasado, por ejemplo un obispo argentino fue denunciado en junio de 2010 ante el INADI por discriminación. ¿Qué había hecho? Enviarles a los señores senadores una carta exponiendo las razones por las que la Iglesia objeta lo que en ese entonces era el proyecto de lo que luego fue la ley Nº 26.618.


Efectos antropológicos: la ley conlleva la legitimación de la adopción de chicos huérfanos o abandonados por parte de parejas homosexuales. La pareja homosexual está lejos de poder cumplir este requisito, a tal punto que, abrir legalmente esta posibilidad que hasta hoy les es negada, significa hacer caso omiso del bien del niño.

En efecto, los homosexuales podrán dar alimento, vestido y educación o instrucción y afecto, pero no lo más importante: esa especial formación que, para el bien del niño, debe ser integral, para la cual se requiere del padre y de la madre: es decir, de la familia. El niño precisa experimentar, tanto en la vida diaria, es decir,  tanto en las acciones cotidianas de sus padres, que son el modelo de su conducta, como en la transmisión verbalizada de los valores (el diálogo), la correcta integración y orientación de la vida sexual hacia el amor entre el hombre y la mujer. Los padres son el espejo de él mismo, en ellos ve dibujado el bosquejo de su personalidad. Y no sólo eso, ya que no se reduce todo a reconocer la propia identidad en el progenitor de su mismo sexo. También en el progenitor del otro sexo el hijo o la hija encuentra una guía para el trato con las personas de distinto sexo; más aún, en la dinámica de la relación entre el padre y la madre descubre el modelo de la relación entre los esposos. Es importante subrayar que no necesariamente esta transmisión de los auténticos valores de la sexualidad de la persona se realiza en forma explícita, consciente y objetiva, tal como se transmiten los contenidos de una ciencia, sino, por el contrario, la forma más habitual –que no excluye la anterior-  se va desplegando a lo largo de las diversas etapas de desarrollo del niño en forma difusa: en los gestos, en las reacciones, en los gustos y preferencias, en la manifestación de los sentimientos, etc. etc. Se trata de un canal de transmisión formativo rico, multiforme pero único y privilegiado. Ahora bien, una persona homosexual adoptante no puede brindar esto a un niño, porque nadie puede dar lo que no tiene. No puede transmitir la experiencia del “ser varón-frente- a la mujer” o del  “ser mujer-frente-al varón”. En cualquiera de los dos casos posibles de homosexualidad  (varón-varón o mujer-mujer), falta uno de los dos términos de la relación. Y esas carencias se volverán operativas en el mañana, cuando haya crecido y deba adoptar sus propias decisiones y orientar su vida de manera definitiva. Al no haber recibido  en forma nítida la impronta de lo masculino o de lo femenino en los momentos de su desarrollo en que su psiquismo lo necesitaba (primera infancia, niñez, adolescencia), su psiquismo no tendrá los resortes necesarios para orientarse en el mundo de los afectos y de la sexualidad.

En conclusión: si se pretende que con la autorización a que los homosexuales adopten, se va a lograr darles cariño a muchos chicos abandonados, la respuesta es ésta: siempre se debe buscar a una familia sana. Una familia que le dé el cariño que le falta al niño abandonado, como así también lo que realmente necesita para su desarrollo integral y equilibrado, como ya se explicó antes. Familias que quieren adoptar las hay en cantidad, sin hijos o con hijos. Hay serias dudas de que falten. La queja que más se repite entre los matrimonios que desean adoptar es que los trámites burocráticos y judiciales son muy lentos e ineficaces por su misma lentitud. Y si faltan, es responsabilidad del Estado y de los grupos intermedios, fomentar una mentalidad más favorable a la adopción entre las familias. En esta cuestión debe primar la racionalidad o sensatez y evitar que las decisiones se tomen sobre la base de sentimientos de arrebatada piedad. En definitiva: es el bien del niño lo que está en primer lugar. Por eso, el argumento que se suele repetir para defender la adopción legal de un chico abandonado por parte de una pareja  homosexual, según el cual “es preferible que lo adopte una persona gay a que quede en la calle”, es un argumento con trampa: es absolutamente  irreal que sólo pueda existir únicamente tal opción. Esta situación la he denominado “efectos antropológicos” por este motivo: los chicos criados en estas condiciones, crecerán sin haber conocido la experiencia del ser padre y del ser madre y por lo tanto, es muy probable que tengan dificultades de adaptación y de generar conductas acordes con la realidad y la riqueza antropológica del matrimonio. Con toda razón se está diciendo que estamos frente a un experimento social, el cual, dado el interés privilegiado que tiene el niño por ser la parte  más débil, lo expondrá a un futuro incierto.

Llama la atención de que hoy en día, que tanto se invoca la ecología y los valores naturales, cuando se trata del ser humano, del amor humano y del niño, se considere que la naturaleza es informe, plástica, que lo admite todo, o que no cuenta para nada. Si los argumentos ecológicos tienen valor, se debe respetar en el caso de los chicos en adopción su hábitat natural, su nicho ecológico, que es el haber nacido del amor de un hombre y una mujer.

Efectos médicos y en la salud pública: Por otra parte,  las primeras víctimas de esta futura situación serán los mismos homosexuales. Hay un rechazo a reconocer como enfermedad la homosexualidad. Es evidente que con esta ley, la conciencia social de que se trata de una enfermedad desaparece. Por lo tanto, unido al hecho de que toda afirmación que contradiga el dogma de este paradigma sobre la sexualidad humana será penalizada, el resultado será que:

a) ningún psicoterapeuta o psiquiatra podrá curar la homosexualidad. Se ha difundido la idea de que el homosexual nace y no se hace. El problema es que así el homosexual no encontrará acceso fácil a grupos de apoyo, terapeutas y directores espirituales que apoyen de manera inequívoca su deseo de curarse. 
b) No sólo eso, hoy los homosexuales no pueden donar sangre por el peligro de transmitir sobre todo el SIDA, así lo establece la OMS, ya que entre ellos el porcentaje de este enfermedad es mucho más elevado. Ahora bien, la aprobación de la ley significa  significará que el Estado está promoviendo conductas de riesgo, lo que a la larga se traducirá en mayores enfermedades y mayores costos sociales. Costos que tendrá que afrontar la sociedad.

Efectos éticos: se volverá difícil para la sociedad discernir con claridad, en lo que hace a este tema, entre “malas y buenas costumbres”. Por supuesto, hay aquí dos concepciones filosóficas sobre la determinación del bien moral que están en pugna acerca de cuál es el criterio para distinguir las acciones buenas de las malas. Esas dos concepciones divergen, consecuentemente, acerca de qué aspectos y dimensiones de la vida humana y social puede o no legislarse. Una sostiene que la naturaleza, es decir el modo de ser esencial que tiene cada realidad (en este caso del ser humano en su integralidad),  es la fuente de dinamismos y orientaciones que están en función del desarrollo del poseedor de esa naturaleza y que esa naturaleza no sólo tiene esa orientación finalística, que lo inclina y ordena hacia aquello que lo perfecciona y completa, sino que además nos provee de un criterio normativo fundamental. Tiene valor normativo, en el sentido de que nos proporciona un criterio para valorar como buenos o malos aquellos bienes o realidades, conductas y elecciones que guardan una conformidad con la naturaleza del hombre y su perfeccionamiento y determinar así el contenido de las normas morales. Frente a lo que erróneamente afirma la acusación -originada en Hume- de que incurren en una falacia (la “falacia naturalista”) quienes toman a la naturaleza humana como criterio normativo, esta concepción sostiene que es legítimo y lógicamente válido derivar del ser (la naturaleza) el deber ser (las normas éticas). No de otro modo procede por ejemplo la medicina: el médico estudia por ejemplo el estómago para saber cómo es y qué función cumple. Eso significa que estudia el ser o la naturaleza del estómago. Y a partir de ese conocimiento sobre la naturaleza del estómago y de su régimen de comportamiento normal, prescribe cómo se lo debe cuidar, qué se debe evitar, etc.: se trata del “deber ser”, podríamos decir, del estómago. Análogamente, sucede con el ser humano. Su naturaleza dicta “qué se puede” y “qué no se puede” en el hombre. Para esta concepción el fundamento ético de toda norma moral, individual y social, se encuentra en la naturaleza misma del hombre. Esto no anula la libertad del hombre: toda tendencia deber ser interpretada por la persona y asumida libremente. Por ejemplo, con la sed o el hambre, debe haber un discernimiento por parte de la persona, que integre la satisfacción placentera de esa necesidad con el sentido que tiene para la subsistencia de sí mismo en tanto que organismo físico. De no ser así, se daría el efecto contrario:  el dipsómano o el glotón desmedido, en vez de lograr lo que su naturaleza requiere para el bienestar físico, terminan enfermando y autodestruyéndose.
La otra concepción, que malinterpreta el concepto de naturaleza que ya describimos, por cuanto lo reduce a una realidad inerte, carente de dinamismos propios y de una orientación finalística perfectiva, ve en ella, en la naturaleza, una amenaza a la libertad (o a la diversidad cultural, o las variaciones históricas de las sociedades). Ello así, porque supone que hablar de “naturaleza” implica hablar siempre de la naturaleza física (el mundo de los seres corpóreos)  y que en el reino de lo natural las leyes son inexorables, de modo que no dejarían espacio para el ejercicio de la libertad. Para esta postura, si el hombre tiene naturaleza no es libre, y si es libre, no tiene naturaleza. Desde esa perspectiva, al negar que la naturaleza pueda ser un fundamento normativo, hace descansar la razón última de toda ley y de toda  justicia en la pura decisión humana (el consenso social, la voluntad omnímoda del legislador, la decisión de la mayoría, el empuje de las conductas que han pasado a ser socialmente aceptadas, el Estado, etc.). La naturaleza humana es sólo un dato ciego, carente de significado. Un hecho bruto que no nos puede dar indicaciones sobre lo bueno y lo malo para el hombre. Si esto es así y se impone, como se está imponiendo culturalmente, nadie quedará a salvo de la injusticia y de la violencia impuesta por una dictadura cultural o política. Ya no habrá diques que oponer al avasallamiento del Estado: los derechos humanos, cuyo fundamento sólo puede estar en la naturaleza humana[4], quedan a merced del que posea más fuerza para imponer su voluntad (grupo, poder económico, político, etc.)
La primer postura se la conoce como “realismo”, “realismo axiológico”, “iusnaturalismo”, “teoría de la ley natural”, etc. La segunda, como “positivismo”, “positivismo jurídico” o, según se decante en  favor de las diferencias culturales (cada cultura tiene sus normas morales) o en favor de la historicidad del ser humano (el hombre es lo que cada etapa histórica hace de él, pero no tiene una naturaleza y no hay normas válidas para toda época) se la conocerá entonces como “culturalismo”, “historicismo” o “sociologismo”. En cualquier caso el hombre, individual o genéricamente considerado, es la fuente total y exclusiva de las normas morales y de lo justo. En esta discusión quienes están a favor del llamado matrimonio homosexual, explícitamente o implícitamente asumen esta segunda postura: la sexualidad humana no nos da indicaciones sobre su deber ser. Podemos hacer del sexo uso y abuso, todo es legítimo, cada uno pude orientar su sexualidad en cualquier dirección. Consiguientemente, la fuente exclusiva del derecho es la legislación positiva y no hay más derechos que la sociedad reconozca como tales en sus ordenamientos legales. A partir de esto se ha impuesto en el lenguaje políticamente correcto la noción de género: éste es lo que uno hace de su sexualidad, imprimiéndole una libre orientación, para la cual  no hay datos hormonales, gonádicos, morfológicos, afectivos psicológicos previos que haya que tener en cuenta. O bien, el género es lo que la sociedad le asigna a cada uno en función de roles estereotipados (padre y madre, son sólo estereotipos para este modo de ver, una mera función que puede ser asumida por cualquier sin importar el sexo),  de los que hay que emanciparse. Por ello, para esta postura que fundamenta la ley   en discusión, el matrimonio bien puede no ser heterosexual y es indiferente que sus integrantes tengan el mismo sexo, al niño no lo afecta ser adoptado por dos hombres o dos mujeres, etc. etc. Esta postura, curiosamente, desvaloriza el cuerpo humano, no lo tiene en cuenta como elemento integrante el ser humano: prescinde del cuerpo humano, no es un dato relevante para la identidad sexual y el ejercicio del amor. [5]
Quienes nos oponemos a esta ley, sostenemos lo contrario (explícita o implícitamente): hay una naturaleza humana, el matrimonio y la familia tienen una especificidad propia, no reemplazable por ninguna “construcción socio-cultural”, y un sentido y finalidades que deben ser respetadas por el Estado, las cuales hemos delineado en la parte II de esta exposición. Por eso dijimos más arriba (en la parte I) que “la tendencia homosexual es objetivamente desordenada”: no responde a la naturaleza humana  en su dimensión sexual y amorosa,  la contraría, la desvirtúa y, finalmente, termina por malograr al hombre. Consiguientemente, la fuente del derecho es la ley natural, (la naturaleza humana como indicadora de lo bueno y lo malo) y las leyes positivas no pueden desconocerla, bajo pena de ser injustas. Cabe destacar que este concepto realista de naturaleza no es un concepto estadístico: su validez no surge de la frecuencia de un comportamiento. Hoy día se confunde normalidad  y  frecuencia. Una situación o un comportamiento puede reiterarse en una sociedad determinada, puede ser elevado su índice estadístico, tener una cierta frecuencia, y sin embargo, eso no vuelve normal a ese comportamiento (“normal” en su verdadero sentido, que es el sentido ético-moral). Así por ejemplo, si el 90 % de la población sufre de dolor de cabeza (frecuencia), eso no significa que el restante 10 % deba ser tratado para que también lo tenga, ya que lo normal para el ser humano  es no tener cefaleas [6].   

La dificultad en el discernimiento de lo que está mal y bien con respecto al matrimonio, la familia y la sexualidad humana será una de las consecuencias de la vigencia de esta ley. Esta afirmación se comprende fácilmente, si se comprende que toda ley incluye entre sus virtualidades el volver positivamente valioso para la sociedad aquello que se legitima legalmente [7]. Si la homosexualidad no es normal, como lo hemos visto, esta ley asumiría la función de consagrar jurídicamente lo que no es normal. Ahora bien, la homosexualidad no es normal, porque no se corresponde con el sentido de la sexualidad humana (eso quiere decirse cuando se dice que no es natural). Luego, la ley consagrará como normal lo que no lo es. De este modo, la sociedad lentamente terminará por considerar como “buena costumbre” lo que de ninguna manera lo es, perdiéndose el norte en este punto tan fundamental de la moral y las costumbres.



Como conclusión, la aprobación de esta ley es un acto gravemente discriminatorio, que lesiona el tejido social, dificulta  un desarrollo pleno y armónico de los individuos y de las familias y terminar por afectar a las generaciones futuras.




[1] cfr. Aquilino Polaino Lorente: “Sexo y cultura. Análisis del comportamiento sexual”.Edic. Rialp, 1992.
[3] La Comisión de Legislación Penal de la cámara baja amplió el temario que incluye filicidio y agregó la modificación de la antidiscriminatoria que pretende incorporar la no discriminación por género, identidad de género o su expresión y orientación sexual" en la Ley 23592. La ley que cuenta con el despacho favorable de la Comisión de Derechos Humanos quedaría -con el visto bueno de Penal- listo para llegar al recinto  (www.notivida.org)

[4] Por supuesto que en última instancia el fundamento es el Creador de esa naturaleza, Dios, reconocido por nuestra Constitución Nacional como fuente y razón de toda justicia.
[5] En antropología filosófica se lo conoce como “dualismo antropológico”: el hombre no es su cuerpo, éste no forma parte de su esencia.
[6] El ejemplo es de Spaemann, Robert: “Límites. Acerca de la dimensión ética del actuar”. Eunsa, Madrid, 2003.
[7] Esta verdad sobre la ley en sí, era conocida y afirmada ya por Platón, así en Las Leyes: la ley moldea a cada sociedad.

domingo, 21 de octubre de 2012

NATURALEZA Y CULTURA



NATURALEZA Y CULTURAS:

Retomando la pluma, después de tanto tiempo, me gustaría tratar el tema de la relación entre la naturaleza (humana) y la cultura. Desde las teorías multiculturalistas, suele objetarse que no hay una naturaleza humana común a todos los hombres, ya que el hombre es enteramente, el resultado de la cultura. Puro producto cultural, en el que la naturaleza sólo representa lo biológico. La misma diversidad de culturas hace pensar que nada común subyace a todas ellas. ¿Es así?


NATURALEZA Y CULTURAS:


1. ¿Qué entendemos por cultura (aquí)? Nada nueva podemos decir aquí sobre el concepto de cultura, los mismos antropólogos culturales no se suelen poner de acuerdo.
Según algunos “cultura es todo lo que el hombre hace”. Esto, si pretende ser una definición, no nos puede servir de ayuda: no nos dice qué hace el hombre. Esta caracterización más bien parece que se alinea en la corriente de opinión que separa y opone cultura y naturaleza. Naturaleza es todo lo que el hombre no hace, y no lo hace porque ya le está  dado de antemano. Quitado “todo lo que el hombre no hace” (la Naturaleza), queda a modo de remanente la cultura (todo lo que procede de la mano del hombre). Si quisiéramos ponernos sutiles, podríamos decir que el desastre ecológico –es decir, la naturaleza alterada por la mano del hombre- es también cultura. Pero la alteración de los procesos naturales, la extinción de determinadas especies, etc., aunque tengan su causa en la actividad del hombre, no son obra cultural (no parece que a los antropólogos culturales, que son los científicos que de preferencia se ocupan de esto que estamos tratando de definir, les interese fundamentalmente el estudio de los desastres naturales efectos de la actividad humana)
Aunque el tema es muy vasto, resultará útil recurrir a la etimología preliminarmente.
Cultura, al igual que agricultura, viene del verbo latino, colere (colo), que significa cultivo. Pero no cultivo del campo, sino del espíritu humano. La cultura es la actividad que voluntariamente se ordena a perfeccionar, desarrollar, desplegar, las potencialidades del alma humana. Ahora, ¿los antropólogos se ocupan de esto? No, evidentemente. Lo que despierta su interés es la cultura en su dimensión social, la cultura de un pueblo, de una etnia, de una nación, por ejemplo. Esta observación nos permite desbrozar el terreno: cultura puede ser tanto el cultivo individual de la persona, como todo aquello que, no siendo naturaleza, proviene de la mano del hombre y lo afecta o involucra como ser social. En realidad, se trata de una distinción: sería un grave error pensar que no hay relación entre ambas y que hacer esta distinción implica afirmar que hay entre medio un foso insalvable. Lo cierto es que la cultura en su dimensión social sólo existe en la medida en que es apropiada como cultura personal y, a su vez, la cultura en su dimensión social no puede no ser simultáneamente la portadora de las “culturas personales” de quienes viven inmersos en ella.
Dicho esto, aclaremos que no se ha tenido la pretensión de exponer una definición formal, científica, sino sólo señalar de qué área de la realidad vamos a ocuparnos en estas líneas. Lo que a continuación sigue tiene que ver, no con la cultura personal, sino con la cultura  en su dimensión social.

2. Tampoco definiremos este campo de estudio que acabamos de acotar –la cultura social-, sino que nos limitaremos a aludir vagamente cuáles son las realidades humanas que  incluye. Así incluimos en ella: lo que los integrantes de una comunidad comen (su dieta), cómo comen (la etiqueta), el idioma, las técnicas de agricultura, la música, sus escritos, su mitos, su tradición oral, sus convicciones religiosas, sus convicciones morales, el culto a los muertos y los ritos de enterramiento, los tabúes, sus ritos religiosos, sus costumbres y técnicas para asegurarse el sustento, las tecnología, sus diversiones, sus tradiciones orales, sus escritos (si los tienen), la imagen que tienen de sí mismos en tanto que pertenecientes a una tradición que los vincula (los relatos sobre su pasado: la historia), etc. etc.  Este listado, por cierto, no es exhaustivo ni responde a ningún criterio taxonómico, se lo presenta a título ejemplificativo.
Ahora, dentro de este repertorio de realidades culturales,  se puede advertir la presencia de algo así como dos planos o aspectos: cultura profunda y cultura superficial los denominaremos. La cultura profunda comprende las convicciones morales y religiosas, como así también las convicciones pre-filosóficas que provienen del sentido común (ver la Fides et Ratio, introducción: el concepto de patrimonio universal de la humanidad). La calificamos de “profunda” por dos razones: su contenido  determina a los demás aspectos de la vida personal y social, y, segunda razón, no están tan sometidas a los cambios culturales, a los vaivenes de la moda, de las influencias exógenas, etc., aunque, ciertamente, pueden cambiar y de hecho el posicionamiento de una sociedad dada frente a este contenido varía. La cultura superficial, en cambio, no tiene un carácter fundante, aunque sí es cierto que determina más inmediatamente la identidad de un pueblo o etnia e incluso impregna fuertemente la personalidad de sus integrantes, en el sentido de que los provee de una fuerte impronta identificatoria. Esta última observación bastaría de por sí para aventar el grueso error de identificar “superficial” con “irrelevante” o “prescindible”, tal es la importancia que tiene la denominada cultura superficial en la existencia de los individuos. Como muestra de ello, basta pensar en la experiencia del extrañamiento que sufren aquellos que abandonan su lugar natal y se encuentran viviendo en otro país –es decir, en otra cultura, precisamente- En tales situaciones, sufren de desarraigo.
Por otra parte, esta división entre cultura profunda y cultura superficial no debe ser tomada de modo tal que lleve a pensar que se está frente a dos estratos superpuestos uno al otro, como capas geológicas. Al contrario, nada más lejos de ello: entre ambos aspectos (más que niveles o estratos) existe una red de vasos comunicantes que los retroalimenta entre sí.

3. Toda cultura es valiosa, pero ¿todas las culturas son igualmente valiosas?
Toda cultura es valiosa, en la medida en que consiste en la cristalización social de los modos de pensar, creer, actuar, conducirse, fabricar artefactos, alimentarse, simbolizar sus vivencias, de las personas y de los grupos sociales que se identifican con esa determinada cultura y dentro y gracias a ella viven. En tanto la cultura constituye la manifestación o floración de la condición o status de persona que posee todo ser humano, en sí misma es respetable. En este punto, hay en términos generales un acuerdo generalizado (aunque no unánime: una parte del mundo islámico –por cierto, no todo- se conduce como si no toda cultura fuera valiosa y respetable).
Pero la pregunta apunta a otra cuestión: ¿son todas igualmente valiosas?
Esta cuestión (“¿son todas igualmente valiosas las culturas?”) difícilmente se la plantee un antropólogo cultural. La antropología cultural asume que todas las culturas son igualmente valiosas, que es inadmisible un más y un menos en este punto. Planteársela es hacer profesión de etnocentrismo. En realidad, sucede que siempre se es etnocéntrico con respecto a algo. Lo importante es darse cuenta  de ello. Y saber superarlo.
Sin embargo, mantener esta postura –la que sostiene que todas las culturas son igualmente valiosas-  lleva a situaciones paradójicas (por no decir que se trata de una tesis contradictoria). Veamos cuáles son.
Muchas veces, el criterio de valoración para establecer una cierta jerarquía entre culturas, es el progreso técnico. Incluso a los estudiosos que hacen de este relativismo cultural una profesión de fe, al momento de estudiar otras culturas les resulta inevitable hablar de “atrasos”, “adelantos”, “progresos”, etc., (por ejemplo, con respecto a las técnicas agrícolas, o al desarrollo de la metalurgia, al aprovechamiento del agua de riego, al desarrollo de la escritura, etc.). No sólo eso, frente a muchas culturas ya desaparecidas, pero cuyos testimonios han sobrevivido a la acción deletérea del tiempo, es difícil no exclamar admirativamente valiéndonos de adjetivos que de algún modo cuantifican, comparan y establecen jerarquías. Nos asombra –y nos seguirá asombrando- el esplendor de la cultura de los mayas, de los aztecas o de los incas. La monumentalidad de su arquitectura, la belleza de sus concepciones artísticas, sus conocimientos astronómicos, etc., etc. todo ello es digno de admiración (obsérvese que esta misma capacidad de asombro está revelando ya la presencia de un suelo común: lo humano).
Otras veces, el criterio es moral. Esa es la situación de la conquista de América, con respecto a la cual se suelen usar criterios de carácter ético para evaluarla. En el caso de la conquista de nuestro hábitat continental, los juicios con que se condena la conducta de los españoles en América revelan en ese punto el abandono de cualquier tipo de relativismo cultural,  que en el caso es suplantado por la adopción de criterios universales de evaluación (supra temporales y supra culturales). Pero hay una particularidad: a esos criterios se los mantiene ocultos. Por ejemplo, se condena la crueldad,  la esclavitud, el haber arrebatado su cultura a una población original, el mismo hecho de que invadieran y conquistaran un continente, etc. Pero, sin embargo, cuando se está frente a la conducta de los pueblos indígenas, el mismo género de conductas –conductas que, por otra parte, constituían elementos integrantes de esa misma cultura [1]-  deja de llamar la atención y no es pasible de condena alguna. A lo sumo, se aduce que esas costumbres tenían que ver con su idiosincrasia cultural. El relativismo cultural no está en condiciones de juzgar la conquista de América por parte de los españoles. No lo está por dos sencillas razones: aplica una doble tabla de valores y adopta una postura auto-contradictoria. La primera razón ha quedado explicitada. La segunda hay que explicitarla: si toda conducta, costumbre, código ético, etc., es tributario de una determinada cultura, y toda cultura es igualmente valiosa, la  conducta de los españoles (monarcas, seglares, y religiosos) tiene que ser también explicable como un desarrollo propio de un mismo humus cultural y, por lo tanto, justificable de por sí (ciertamente, “justificable de por sí” desde este relativismo cultural). En otras palabras: el relativismo cultural, si es coherente consigo mismo, debe liberar de toda culpa a los conquistadores españoles.
Ahora bien, lo cierto es que en la conducta de los españoles con respecto a los indígenas hubo crueldades, injusticias, abusos, etc. etc. Y que además deben ser condenados tales actos. La cuestión es ¿en nombre de qué se imparte la condena? Como acabamos de ver, el relativismo cultural nos ha dejado sin argumentos. ¿Dónde hallarlos?

4. Esta misma pregunta fue planteada hace 2.500 años por los griegos. Ellos se asombraron de las costumbres de otros pueblos, por ejemplo de los escitas. Asombro es decir poco: sencillamente les resultaban chocantes algunas de esas costumbres. Por eso se plantearon si no habría un criterio que permitiera discernir las malas costumbres de las buenas y así enseñar a seguir las buenas. Ese fue el origen de la ética, entendida como una reflexión sobre los criterios a los que se deben ajustar las buenas costumbres. Esta experiencia histórica significa que el relativismo ético-cultural, lejos de ser la sepultura de toda ética universal, fue la explicación del desarrollo de una ética con pretensiones de universalidad. La respuesta a la pregunta de si existe un criterio universal para evaluar las buenas y malas acciones, la hallaron los grandes filósofos griegos (Sócrates, Platón, Aristóteles, los estoicos) en una palabra cuyo sentido se nos ha vuelto casi extraño: la naturaleza, o sea la fisis. Naturaleza no entendida como lo biológico (puesto que el hombre no es mera biología, pero pertenece al mundo de la Naturaleza), ni tampoco como todo aquello que se opone a la cultura (puesto que la naturaleza que es el hombre sólo es viable en y por la cultura). Naturaleza entendida, simultáneamente, como aquello que nos da una identidad específica –el pertenecer a la especie humana- y a la vez nos orienta o inclina hacia la búsqueda de aquellos bienes o realidades sin los cuales esa misma naturaleza se malograría. Podría decirse que El hombre es una síntesis de naturaleza y cultura. Así, por ejemplo, la dimensión social de los hombres se nos manifiesta como una inclinación o propensión a desarrollar conductas gregarias, a vivir en sociedad, puesto que el hombre no sobrevive sino es en sociedad[2]. Pero lo interesante en el hombre es que esas tendencias u orientaciones deben ser interpretadas por él mismo: alcanzan su sentido y función en la medida en que el hombre las guía, las refuerza y las orienta. O bien, no se alcanza ese sentido y esa función, y así se malogra lo humano en el hombre. Pero eso que llamamos interpretación y orientación, es, precisamente, cultura (enseñanza, ejemplo, virtud, convicciones, religión, usos y costumbres, etc.[3]). Pero, adviértase la diferencia, se trata en este caso de la cultura profunda. Después de este largo rodeo, la respuesta al planteo precedente es doble: por un lado, ninguna cultura puede agotar las más altas posibilidades de lo humano (de la naturaleza humana), ya que ésta, la naturaleza humana, se concreta y realiza en y por la cultura (cuya configuración dependerá de infinidad de factores y condiciones: el hábitat, el clima, las posibilidades que ofrece el entorno, la influencia de otros pueblos, las enfermedades, las vicisitudes económicas, sociales, etc. etc.). Por otro lado, hay culturas que ofrecen más posibilidades que otras para la realización de lo humano: hay culturas más valiosas que otras, pero eso no se determina por el grado de desarrollo tecnológico, de confort material, de tecnificación y complejidad de los procesos de producción y de la vida económica, sino por razones éticas: una cultura será más valiosa que otra si sus costumbres, de manera más predominante, se ajustan a la naturaleza humana. La naturaleza humana se concreta, realiza y expresa en la cultura, y la cultura, a su vez,  se legitima por su capacidad de expresar, con la mayor fidelidad posible, a la naturaleza humana.
Este es, pues, el criterio para evaluar a la cultura, no en lo que ella tiene de relativo, sino en lo que tiene de irrenunciable y absoluto.

5. En este punto nos vuelve a interpelar una cuestión nada desdeñable, proveniente del relativismo cultural.
Ella se puede expresar, palabras más, palabras menos, de esta manera: si todo es cultura (o todo lo que el hombre hace), y cada etnia (y cada época) tiene su cultura,  ¿no  habrá que reconocer que el mismo criterio de evaluación que nos permite evaluar como mejor o peor una cultura con respecto a otras,  es también subsidiario, relativo y dependiente de una determinada cultura? ¿No es un espejismo creer que se puede evaluar en términos absolutos una cultura, teniendo en cuenta que siempre se pertenece a una cultura, y que ello hace imposible salirse de la cultura para juzgarla “desde fuera”, objetivamente?  En definitiva, viene a decir esta objeción, si el juicio depende de ciertos criterios de evaluación, y ellos a su vez dependen de cada cultura, no hay posibilidades de evaluar con criterios universales y definitivos a ninguna cultura. Por ejemplo –argumentaría esta postura del relativismo cultural-, si decimos que el fundamento de la ética está en la interpretación de naturaleza humana,  ese criterio se desarrolló en una determinada cultura y pertenece a esa cultura, por lo que no puede tener valor universal.
Con respecto a esta objeción, en la respuesta no se trata de reiterar que la subjetivización o relativización  de las culturas se evita tomando como referencia la naturaleza humana, ya que lo que se intenta decir es que el criterio mismo de tener como referencia a la naturaleza humana es relativo a una determinada cultura (la occidental, por ejemplo).
La respuesta pasa por reconocer que la filosofía (la ética filosófica, la antropología filosófica, etc.), constituye la superación de toda inmanencia cultural. La filosofía despliega sobre la realidad en su conjunto una mirada profunda. De este modo, ella se despega de lo comúnmente aceptado en una cultura dada. Ella es la mirada crítica, la que se pone afuera del círculo. En efecto,  siguiendo a J. Vicente Arregui [4], se debe reconocer que “la filosofía nace, pues, con la pretensión de superar el orden de lo culturalmente sabido abriéndose a un plano trascendental”. En este punto surge la pregunta: ¿puede la filosofía abrirse paso a través del entramado de una cultura dada? ¿No es hija de su tiempo? Es aquí donde debe esclarecerse la diferencia entre cosmovisión (weltanschauung) y filosofía. E incluso entre ideología y filosofía. Este última, no está determinada por la situación social y cultural de la que emerge, sí influenciada, pero determinación e influencia no son términos equivalentes. No está determinada, precisamente porque tiene un carácter crítico; y tan no lo está que no es posible establecer una relación biunívoca entre el contenido de una cultura y una visión filosófica: no se puede correlacionar “contenidos filosóficos” con “los factores del sistema socio-cultural”. La filosofía es meta-cultural (Vicente Arregui): aunque nazca en un tiempo y lugar social y cultural determinado, es capaz de criticar reflexivamente los propios supuestos culturales. Y esta capacidad le viene de su voluntad de verdad.
En suma: el concepto de naturaleza como criterio axiológico no tiene por qué ser entendido como solidario de la cultura griega e incompartible por cualquier otra cultura.

6. Hay muchas culturas, y ese era el presupuesto de la cuestión planteada en el punto anterior. Ya sea que en nuestra mirada predomine la percepción diacrónica o sincrónica de la cultura, en ambos casos nos encontramos con una gran variedad de culturas. Diversidad tal a la que no dudaríamos de calificar como infinita, sino supiéramos que la historia tiene un final. También hemos afirmado –con una expresión a la que sólo se le debe reconocer un carácter emblemático, sin pedirle más rigor científico que el que pueda tener una frase útil por su concisión-  que “el hombre es una síntesis de naturaleza y cultura”. Ahora bien, si la naturaleza es la misma en todos los hombres, ¿por qué existe tal variedad de culturas?
La naturaleza humana, así lo hemos afirmado, se concreta y realiza en y por la cultura, y esa realización está mediada por la interpretación que el hombre debe hacer acerca del significado y el orden en que las tendencias connaturales deben ser cumplidas. Pero el hombre no es un ser aislado, vive en una determinada sociedad y en un determinado tiempo histórico. Todo ello implica que la configuración en y por la cultura de la naturaleza humana se dará en un contexto histórico y social, el cual dependerá de infinidad de factores y condiciones: el hábitat, el clima, las posibilidades que ofrece el entorno (vías de comunicación fluviales, presencia o ausencia de pasos naturales, disponibilidad de fuentes de agua potable, presencia de vegetación y animales comestibles), la influencia de otros pueblos (intercambios, actividades comerciales), las enfermedades o pestes, las vicisitudes económicas, sociales (migraciones, invasiones, exterminios), etc. etc. De todo ello, resulta un entramado de relaciones, un entrecruzamiento de líneas de influencias, avances, retrocesos, intensificaciones de características culturales (a las que a su vez, bien puede sucederles que se desdibujen), cambios de cursos sorpresivos, etc. etc. Incluso también sucede que un individuo, o grupos de individuos generen una mentalidad de cambio cultural dentro y desde una misma cultura. A veces buscando una mayor fidelidad a la propia cultura, a veces para el abandono de la propia tradición cultural.

7.- ¿Qué decir, según esto, de la conquista española? Algo ya hemos adelantado: en el punto 3, cuando se señaló que hubo injusticias. Pero, ¿sólo hubo eso?, ¿ese es el juicio definitivo? ¿Fue nefasta y desde todo punto de vista condenable la presencia de España en América?
Tanto desde la historiografía liberal como desde una visión marxista (teología de la liberación, movimientos ultra indigenistas, etc.)  la Conquista de América fue, en pocas palabras, una obra de expolio: los españoles le arrebataron el alma a los aborígenes, al catequizarlos les arrebataron su religión y les cambiaron las costumbres y sus ritos. No contentos con esto, se apropiaron de sus tierras, sus riquezas y los redujeron a la esclavitud, quitándoles la libertad. La conquista de América fue la ruina definitiva de los pueblos americanos. Más aún: fue un genocidio, animado de la misma unánime y persistente voluntad de exterminio.
Palabras más, palabras menos, adjetivos de tintes más lavados o con más carga afectiva, expresiones más lapidarias y definitivas, o más elegantes y académicas, el juicio, en cualquier caso, es ya inapelable. El tribunal de la historia ha dictado sentencia.
Cuando en 1992 se conmemoraron los 500 años del Descubrimiento de América, sin embargo, el ánimo que predominaba era, en términos generales y sin dejar de reconocer los tonos estridentes que se hicieron oír, más conciliador: no se hablaba de conquista, sino de un encuentro de culturas, como una suerte de balance final. El énfasis estaba puesto en el intercambio cultural entre la sociedad europea y los aborígenes que se dio en las centurias que se iniciaron en 1492 y en el consiguiente enriquecimiento de ambos.
Pero hoy –o mejor decir, en estos últimos tiempos- cualquier referencia a los 300 años de dominación española, deja traslucir un crispamiento tal, que pretender aportar una mirada distinta sobre el período, queda automáticamente bajo sospecha. Sólo siendo muy ingenuo se pueden considerar los hechos y valorarlos de modo diverso al pensamiento vigente.
Esa otra mirada –que no es nueva- no implica negar los abusos y aberraciones que se cometieron en perjuicio de los aborígenes, ni tampoco implica relativizarlos (por ejemplo, diciendo, que los crímenes fueron menos en cantidad de lo que se pretende,  etc.).
Esa otra mirada, se desgrana en los tres siguientes puntos:

a. “La lucha española por la justicia en la conquista de América”: este es el título del conocido libro del historiador norteamericano Lewis Hanke, aquí citado por lo que resulta de revelador, ya que pone de manifiesto dos hechos: el primero, que hubo injusticias; el segundo, que hubo un empeño por combatirlas.
La conquista inglesa de los nuevos territorios ofrece nítidos contrastes con respecto a la empresa civilizadora de la corona española. Los ingleses, fenicios de la era moderna, no hicieron el menor intento de cuestionarse los títulos de  la conquista. No se plantearon ni por asomo qué consecuencias tenía su obra de conquista en los nuevos territorios. Jamás se preguntaron quiénes o qué eran los indígenas. No entró entre sus principales preocupaciones desarrollar una acción civilizadora entre los aborígenes. Es un hecho que por ejemplo, la primer universidad fundada por los ingleses en el Nuevo Mundo –Harvard- es del año 1636, cuando en el caso de los españoles, la primera fue la de Santo Tomás, en Santo Domingo, en el año 1538, y las siguientes fueron la de San Marcos en Lima y la de México, en el año 1551 ambas. Ahora bien, no se funda una universidad si no hay previamente un suelo cultural lo suficientemente abonado como para augurar un desarrollo serio y sostenido de los estudios universitarios. Como también es un hecho que, por ejemplo, la universidad limeña de San Marcos fue dotada por el Virrey Francisco de Toledo –a mediados del siglo XVI- con cátedras como la de Medicina, Leyes y Lenguas Indígenas. Esta última cátedra tuvo como docente a Juan Balboa, que fue el primer criollo en doctorarse en esa Universidad [5]. Al parecer, a los ojos de los españoles, la comprensión del otro, revestía un profundo interés: nada más lejos de una presunta voluntad genocida.
Tampoco Inglaterra  buscó la integración entre blancos e indígenas: “los puritanos esperan encontrar a los indios pequots en el cielo, pero quieren mantenerse apartados de ellos en la tierra, y no sólo eso, sino, exterminarlos en el país” escribe un predicador de Nueva Inglaterra, Theodore Parker.[6] De hecho, “en el inmenso continente norteamericano, el indio no ha sobrevivido más que en dosis homeopáticas” observa el historiador Jean Dumont [7]. Sin embargo, en los territorios de los antiguos virreinatos de México y Perú, la población está integrada aún hoy por el 90-95% de indígenas y de mestizos de indios y blancos. La política española nunca se opuso a la mezcla de razas, antes bien, la propició. No en vano las familias más tradicionales de nuestro país, en Salta, Tucumán, Jujuy, etc. cuentan en su genealogía con el aporte de sangre india, hecho que no sólo nunca se pretendió ocultar, sino que fue siempre exhibido con orgullo. Mezcla que no fue fruto de violaciones: en los registros parroquiales que se conservan hay abundantes testimonios.
La batalla en favor de los indios, iniciada en el año 1511 con la predicación de Montesinos (1511),  a la que siguió al poco tiempo la tenaz e inclaudicable lucha que desarrolló en la Corte española y en el suelo americano Fray Bartolomé de Las Casas, cuyas obras gozaron de la aquiescencia de la monarquía española, ya que siempre contaron con la debida autorización para su impresión y difusión (algo que no sucedió con la obra de quienes fueron sus detractores, cuya edición y circulación en muchos casos fue impedida), hablan claramente de que se generó en España y en el nuevo mundo una discusión acerca de la eventual legitimidad de la conquista española, el modo en que debían ser tratados y evangelizados los naturales del lugar y la manera de incorporarlos a la vida civilizada minimizando el daño en lo posible. Que eso sucedió así, que fue un objetivo político y que en gran medida se logró,  sólo se puede discutir desde una cerrada postura ideológica. Y eso no implica negar que se consumaron desmanes y situaciones de injusticia en perjuicio de los indios, sólo que esas situaciones levantaron la oposición de los contemporáneos (seglares, eruditos, religiosos, autoridades reales): no se dio por bueno lo que estaba mal. 
A eso se encaminaron las numerosas regulaciones, instituciones, y medidas administrativas adoptadas en el mismo terreno, que durante esos siglos fueron dispuestas por España, a fin de enmendar y corregir los abusos. No querer verlo, incluso no ver el relativo grado de eficacia que tuvieron tales medidas, convierte a esa época de nuestra historia en un campo de batalla librado entre dos contendientes, uno de los cuales –los españoles-, fueron los perversos de la historia. Creo que a esto es a lo que se lo suele llamar “una visión maniquea de la historia”. Una vez más, la verdad está en el justo medio.

b. España, y Portugal lo mismo, recibieron del Papa Alejandro VI, el mandato de evangelizar a los habitantes del Nuevo Mundo. Y esto se llevó a cabo, a pesar de las injusticias, a pesar de los desaciertos. Este mandato gravó pesadamente las conciencias  de todos los monarcas españoles, empezando por Fernando e Isabel (cuyo testamento resulta el mejor ejemplo de la preocupación que tensó permanentemente la actitud que debía primar con respecto a los indígenas, a despecho muchas veces, de los intereses políticos de la España imperial).
La religión católica no fue una especie de “disfraz” con que los indígenas encubrieron sus antiguas creencias, algo así como un subterfugio para seguir adorando a sus dioses, sin ser molestados por los españoles. Y aún considerando los casos de conversión forzada, que sistemáticamente fueron rechazados por los monarcas españoles, lo cierto es que hubo una verdadera inculturación de la fe cristiana. Para escándalo del neo-indigenismo marxista –que pretende avivar artificiosamente la brasa de los cultos primitivos, como el de la pachamama, aliándose a un vago y oportunista ecologismo más ideológico que realista- el cristianismo se hizo carne en los aborígenes. No por nada, quienes en el México del año 1926 resistieron hasta el derramamiento de su propia sangre las medidas gubernamentales del Presidente Calles –masón para más datos y apoyado por Estados Unidos de Norteamérica- que reducían al silencio la vivencia de la fe católica del pueblo, fueron los mestizos, descendientes de indios y españoles y los mismos indígenas[8]. No se rebelaron los aristócratas, la oligarquía, la clase media: sino el pueblo proletario, pero no como “sujeto de la historia” con conciencia de clase,  en clave marxista, sino como pueblo religioso[9]. Pretender que el resultado de la evangelización de América fue un mero sincretismo, es malinterpretar los hechos en nombre de no se sabe bien qué ideología. Basta asistir a las fiestas del Señor de los Milagros en Salta, o a la fiesta de la Candelaria, por poner dos ejemplos al alcance de la experiencia de cualquier argentino, para darse cuenta del profundo calado de la fe cristiana en el pueblo llano (en fin: en el proletariado). Por mi parte, puedo evocar a modo de testimonio personal, aquella ocasión, allá por el año 1980, en la que estando en el ranchito humilde de un paisano, a los 3.500 metros de altura, a 20 kilómetros de Cafayate hacia el oeste, luego de haber compartido una frugal y hospitalaria comida, el dueño de casa dio por concluida ésta con una bendición de la más acendrada tradición católica: “gracias a Dios y a la Virgencita hemos comido”.

c. Pedirle a los españoles del siglo XVI la asepsia del antropólogo cultural del siglo XXI frente a una cultura “primitiva” [10], resulta desatinado. Los conquistadores españoles no eran científicos que ponen el máximo cuidado en preservar en toda su pureza las manifestaciones culturales de otras etnias. Sin embargo, los escritos de los cronistas de Indias, como así también de los religiosos que, con la expresa autorización de los monarcas españoles en virtud de la institución del Patronazgo,  desarrollaban en estas tierras su labor misionera, fueron la fuente, no la única, pero sí la principal, que permitió a los científicos conocer las culturas autóctonas.
Los ejemplos son numerosísimos, pero me limito a dar uno como muestra: las canciones misionales en lengua mapudungun (mapuche), que fueron concebidas por el misionero jesuita Bernardo de Havestadt (1714-1781). Este religioso publicó en Westfalia, en 1777, un tratado completo sobre la lengua mapudungun, en tres tomos y siete partes, e incluyó 19 canciones cuyas partituras se conservan. Bernardo de Havestadt escribió lo siguiente “Habiendo recorrido la gramática de las lenguas alemana, latina, griega, hebraica, española, francesa, italiana, flamenca, inglesa, portuguesa, y la de los indios del reyno de Chile …  la que me parece la más fácil, elegante y copiosa es la de los indios de Chile”. [11]

Como colofón final a estas consideraciones, vale la pena citar este testimonio, que procede de un mercader inglés, Henry Hawks, que estuvo cinco años en Nueva España y, a pesar de estar predispuesto contra los españoles y contra la Iglesia Católica (fue desterrado por la Inquisición en 1571), escribió a su regreso lo siguiente:

los indios veneran mucho a los religiosos, porque gracias a ellos y a su influencia se ven libres de la esclavitud (…)Los indios son muy favorecidos por la justicia, la cual les llama sus huérfanos. Si algún español les ofende o les causa perjuicio, le desposeen de alguna cosa (como ordinariamente sucede), y si esto sucede en un lugar donde hay justicia, el agresor es castigado como si el ofendido fuera otro español”[12]

 
BIBLIOGRAFÍA

Jean Dumont: « L’ Église au risque de l’ histoire »,  Adolphe Ardant-Criterion, Limoges, 1981.
Lewis Hanke : “La lucha española por la justicia en la conquista de América”, Aguilar, Madrid, 1959.
Clarence H. Haring: “El imperio hispánico en América”, Solar/Hachette, Buenos Aires, 1972.
Vicente D. Sierra: “Así se hizo América”. Biblioteca Dictio, Buenos Aires, 1977




[1] Esta es una distinción que se suele pasar por alto: los sacrificios humanos de los aztecas no constituían un cuerpo extraño en su cultura. Pero la crueldad, la codicia y el espíritu de rapiña sí fueron conductas que eran consideradas por sus propios contemporáneos un cuerpo extraño en la concepción cristiana de la existencia. Por eso hubo un Montesinos, un Bartolomé de las Casas: ellos representan el intento de hacer cumplir en el nuevo mundo un orden jurídico justo.
[2] Que el hombre tenga disposiciones, propensiones, inclinaciones (el nombre que se le quiera dar) es compatible con el hecho que ninguna tendencia en el hombre pone en él necesidad: las conductas, más allá de condicionamientos, o más bien a partir de ellos, siempre están bajo el dominio del individuo (a este respecto, confrontar, entre infinidad de obras de autores de orientaciones muy diversas, “El puesto del hombre en el cosmos” de Max Scheler)
[3] Demos un ejemplo: tenemos una inclinación a comer y beber, que si no es satisfecha, la naturaleza que es el hombre se anula. Pero el “cómo” nos alimentamos es cultural.
[4] J. Vicente Arregui, J. Choza: Filosofía del hombre.Una antropología de la intimidad. Ediciones Rialp, Madrid, 1991.
[5] Vicente D. Sierra: Así se hizo América. Biblioteca Dictio, Buenos Aires, 1977.
[6] Citado por L.Hanke, p. 296.
[7] Jean Dumont: L’ Église au risque de l’ histoire,  Adolphe Ardant-Criterion, Limoges, 1981.
[8] Estoy aludiendo a la Guerra de los Cristeros (cfr. Jean Meyer, “La Cristiada”, Siglo XXI Editores, 1973, México.
[9] Resulta curioso ver como los hechos de la historia desmienten la versión iluminista de la historia que propugna el marxismo y el neo-marxismo cultural: el proletariado llevó adelante una revolución no contra  la opresión capitalista, sino para reivindicar su derecho a tener y vivir su religión –la católica, no un sincretismo católico-indigenista-, que, a tenor del pensamiento marxista, constituye la peor de las alienaciones (“el opio del pueblo”).
[10] Perdón por usar una denominación técnica.
[11] Cuatro de esas canciones –de carácter religioso- fueron grabadas por Elocuencia Barroca, bajo la dirección de Sylvia Leidemann, en el CD “Villancicos del Barroco Iberoamericano, año 2005. En mi opinión, son especialmente bellas las que se llaman “Aiüeimi” y “Quiñe Dios”.
[12]  “Relación escrita a instancias de Mr. Richard Hakluyt” (1572), citado por Jean Dumont