El amor a la sabiduría

"Ama a la sabiduría quien la busca por sí misma y no por otro motivo, pues quien busca algo por otro motivo, ama a ese motivo más que a lo que busca." (Santo Tomás de Aquino: "Comentario a la Metafísica de Aristóteles", I,3,56)

domingo, 21 de octubre de 2012

NATURALEZA Y CULTURA



NATURALEZA Y CULTURAS:

Retomando la pluma, después de tanto tiempo, me gustaría tratar el tema de la relación entre la naturaleza (humana) y la cultura. Desde las teorías multiculturalistas, suele objetarse que no hay una naturaleza humana común a todos los hombres, ya que el hombre es enteramente, el resultado de la cultura. Puro producto cultural, en el que la naturaleza sólo representa lo biológico. La misma diversidad de culturas hace pensar que nada común subyace a todas ellas. ¿Es así?


NATURALEZA Y CULTURAS:


1. ¿Qué entendemos por cultura (aquí)? Nada nueva podemos decir aquí sobre el concepto de cultura, los mismos antropólogos culturales no se suelen poner de acuerdo.
Según algunos “cultura es todo lo que el hombre hace”. Esto, si pretende ser una definición, no nos puede servir de ayuda: no nos dice qué hace el hombre. Esta caracterización más bien parece que se alinea en la corriente de opinión que separa y opone cultura y naturaleza. Naturaleza es todo lo que el hombre no hace, y no lo hace porque ya le está  dado de antemano. Quitado “todo lo que el hombre no hace” (la Naturaleza), queda a modo de remanente la cultura (todo lo que procede de la mano del hombre). Si quisiéramos ponernos sutiles, podríamos decir que el desastre ecológico –es decir, la naturaleza alterada por la mano del hombre- es también cultura. Pero la alteración de los procesos naturales, la extinción de determinadas especies, etc., aunque tengan su causa en la actividad del hombre, no son obra cultural (no parece que a los antropólogos culturales, que son los científicos que de preferencia se ocupan de esto que estamos tratando de definir, les interese fundamentalmente el estudio de los desastres naturales efectos de la actividad humana)
Aunque el tema es muy vasto, resultará útil recurrir a la etimología preliminarmente.
Cultura, al igual que agricultura, viene del verbo latino, colere (colo), que significa cultivo. Pero no cultivo del campo, sino del espíritu humano. La cultura es la actividad que voluntariamente se ordena a perfeccionar, desarrollar, desplegar, las potencialidades del alma humana. Ahora, ¿los antropólogos se ocupan de esto? No, evidentemente. Lo que despierta su interés es la cultura en su dimensión social, la cultura de un pueblo, de una etnia, de una nación, por ejemplo. Esta observación nos permite desbrozar el terreno: cultura puede ser tanto el cultivo individual de la persona, como todo aquello que, no siendo naturaleza, proviene de la mano del hombre y lo afecta o involucra como ser social. En realidad, se trata de una distinción: sería un grave error pensar que no hay relación entre ambas y que hacer esta distinción implica afirmar que hay entre medio un foso insalvable. Lo cierto es que la cultura en su dimensión social sólo existe en la medida en que es apropiada como cultura personal y, a su vez, la cultura en su dimensión social no puede no ser simultáneamente la portadora de las “culturas personales” de quienes viven inmersos en ella.
Dicho esto, aclaremos que no se ha tenido la pretensión de exponer una definición formal, científica, sino sólo señalar de qué área de la realidad vamos a ocuparnos en estas líneas. Lo que a continuación sigue tiene que ver, no con la cultura personal, sino con la cultura  en su dimensión social.

2. Tampoco definiremos este campo de estudio que acabamos de acotar –la cultura social-, sino que nos limitaremos a aludir vagamente cuáles son las realidades humanas que  incluye. Así incluimos en ella: lo que los integrantes de una comunidad comen (su dieta), cómo comen (la etiqueta), el idioma, las técnicas de agricultura, la música, sus escritos, su mitos, su tradición oral, sus convicciones religiosas, sus convicciones morales, el culto a los muertos y los ritos de enterramiento, los tabúes, sus ritos religiosos, sus costumbres y técnicas para asegurarse el sustento, las tecnología, sus diversiones, sus tradiciones orales, sus escritos (si los tienen), la imagen que tienen de sí mismos en tanto que pertenecientes a una tradición que los vincula (los relatos sobre su pasado: la historia), etc. etc.  Este listado, por cierto, no es exhaustivo ni responde a ningún criterio taxonómico, se lo presenta a título ejemplificativo.
Ahora, dentro de este repertorio de realidades culturales,  se puede advertir la presencia de algo así como dos planos o aspectos: cultura profunda y cultura superficial los denominaremos. La cultura profunda comprende las convicciones morales y religiosas, como así también las convicciones pre-filosóficas que provienen del sentido común (ver la Fides et Ratio, introducción: el concepto de patrimonio universal de la humanidad). La calificamos de “profunda” por dos razones: su contenido  determina a los demás aspectos de la vida personal y social, y, segunda razón, no están tan sometidas a los cambios culturales, a los vaivenes de la moda, de las influencias exógenas, etc., aunque, ciertamente, pueden cambiar y de hecho el posicionamiento de una sociedad dada frente a este contenido varía. La cultura superficial, en cambio, no tiene un carácter fundante, aunque sí es cierto que determina más inmediatamente la identidad de un pueblo o etnia e incluso impregna fuertemente la personalidad de sus integrantes, en el sentido de que los provee de una fuerte impronta identificatoria. Esta última observación bastaría de por sí para aventar el grueso error de identificar “superficial” con “irrelevante” o “prescindible”, tal es la importancia que tiene la denominada cultura superficial en la existencia de los individuos. Como muestra de ello, basta pensar en la experiencia del extrañamiento que sufren aquellos que abandonan su lugar natal y se encuentran viviendo en otro país –es decir, en otra cultura, precisamente- En tales situaciones, sufren de desarraigo.
Por otra parte, esta división entre cultura profunda y cultura superficial no debe ser tomada de modo tal que lleve a pensar que se está frente a dos estratos superpuestos uno al otro, como capas geológicas. Al contrario, nada más lejos de ello: entre ambos aspectos (más que niveles o estratos) existe una red de vasos comunicantes que los retroalimenta entre sí.

3. Toda cultura es valiosa, pero ¿todas las culturas son igualmente valiosas?
Toda cultura es valiosa, en la medida en que consiste en la cristalización social de los modos de pensar, creer, actuar, conducirse, fabricar artefactos, alimentarse, simbolizar sus vivencias, de las personas y de los grupos sociales que se identifican con esa determinada cultura y dentro y gracias a ella viven. En tanto la cultura constituye la manifestación o floración de la condición o status de persona que posee todo ser humano, en sí misma es respetable. En este punto, hay en términos generales un acuerdo generalizado (aunque no unánime: una parte del mundo islámico –por cierto, no todo- se conduce como si no toda cultura fuera valiosa y respetable).
Pero la pregunta apunta a otra cuestión: ¿son todas igualmente valiosas?
Esta cuestión (“¿son todas igualmente valiosas las culturas?”) difícilmente se la plantee un antropólogo cultural. La antropología cultural asume que todas las culturas son igualmente valiosas, que es inadmisible un más y un menos en este punto. Planteársela es hacer profesión de etnocentrismo. En realidad, sucede que siempre se es etnocéntrico con respecto a algo. Lo importante es darse cuenta  de ello. Y saber superarlo.
Sin embargo, mantener esta postura –la que sostiene que todas las culturas son igualmente valiosas-  lleva a situaciones paradójicas (por no decir que se trata de una tesis contradictoria). Veamos cuáles son.
Muchas veces, el criterio de valoración para establecer una cierta jerarquía entre culturas, es el progreso técnico. Incluso a los estudiosos que hacen de este relativismo cultural una profesión de fe, al momento de estudiar otras culturas les resulta inevitable hablar de “atrasos”, “adelantos”, “progresos”, etc., (por ejemplo, con respecto a las técnicas agrícolas, o al desarrollo de la metalurgia, al aprovechamiento del agua de riego, al desarrollo de la escritura, etc.). No sólo eso, frente a muchas culturas ya desaparecidas, pero cuyos testimonios han sobrevivido a la acción deletérea del tiempo, es difícil no exclamar admirativamente valiéndonos de adjetivos que de algún modo cuantifican, comparan y establecen jerarquías. Nos asombra –y nos seguirá asombrando- el esplendor de la cultura de los mayas, de los aztecas o de los incas. La monumentalidad de su arquitectura, la belleza de sus concepciones artísticas, sus conocimientos astronómicos, etc., etc. todo ello es digno de admiración (obsérvese que esta misma capacidad de asombro está revelando ya la presencia de un suelo común: lo humano).
Otras veces, el criterio es moral. Esa es la situación de la conquista de América, con respecto a la cual se suelen usar criterios de carácter ético para evaluarla. En el caso de la conquista de nuestro hábitat continental, los juicios con que se condena la conducta de los españoles en América revelan en ese punto el abandono de cualquier tipo de relativismo cultural,  que en el caso es suplantado por la adopción de criterios universales de evaluación (supra temporales y supra culturales). Pero hay una particularidad: a esos criterios se los mantiene ocultos. Por ejemplo, se condena la crueldad,  la esclavitud, el haber arrebatado su cultura a una población original, el mismo hecho de que invadieran y conquistaran un continente, etc. Pero, sin embargo, cuando se está frente a la conducta de los pueblos indígenas, el mismo género de conductas –conductas que, por otra parte, constituían elementos integrantes de esa misma cultura [1]-  deja de llamar la atención y no es pasible de condena alguna. A lo sumo, se aduce que esas costumbres tenían que ver con su idiosincrasia cultural. El relativismo cultural no está en condiciones de juzgar la conquista de América por parte de los españoles. No lo está por dos sencillas razones: aplica una doble tabla de valores y adopta una postura auto-contradictoria. La primera razón ha quedado explicitada. La segunda hay que explicitarla: si toda conducta, costumbre, código ético, etc., es tributario de una determinada cultura, y toda cultura es igualmente valiosa, la  conducta de los españoles (monarcas, seglares, y religiosos) tiene que ser también explicable como un desarrollo propio de un mismo humus cultural y, por lo tanto, justificable de por sí (ciertamente, “justificable de por sí” desde este relativismo cultural). En otras palabras: el relativismo cultural, si es coherente consigo mismo, debe liberar de toda culpa a los conquistadores españoles.
Ahora bien, lo cierto es que en la conducta de los españoles con respecto a los indígenas hubo crueldades, injusticias, abusos, etc. etc. Y que además deben ser condenados tales actos. La cuestión es ¿en nombre de qué se imparte la condena? Como acabamos de ver, el relativismo cultural nos ha dejado sin argumentos. ¿Dónde hallarlos?

4. Esta misma pregunta fue planteada hace 2.500 años por los griegos. Ellos se asombraron de las costumbres de otros pueblos, por ejemplo de los escitas. Asombro es decir poco: sencillamente les resultaban chocantes algunas de esas costumbres. Por eso se plantearon si no habría un criterio que permitiera discernir las malas costumbres de las buenas y así enseñar a seguir las buenas. Ese fue el origen de la ética, entendida como una reflexión sobre los criterios a los que se deben ajustar las buenas costumbres. Esta experiencia histórica significa que el relativismo ético-cultural, lejos de ser la sepultura de toda ética universal, fue la explicación del desarrollo de una ética con pretensiones de universalidad. La respuesta a la pregunta de si existe un criterio universal para evaluar las buenas y malas acciones, la hallaron los grandes filósofos griegos (Sócrates, Platón, Aristóteles, los estoicos) en una palabra cuyo sentido se nos ha vuelto casi extraño: la naturaleza, o sea la fisis. Naturaleza no entendida como lo biológico (puesto que el hombre no es mera biología, pero pertenece al mundo de la Naturaleza), ni tampoco como todo aquello que se opone a la cultura (puesto que la naturaleza que es el hombre sólo es viable en y por la cultura). Naturaleza entendida, simultáneamente, como aquello que nos da una identidad específica –el pertenecer a la especie humana- y a la vez nos orienta o inclina hacia la búsqueda de aquellos bienes o realidades sin los cuales esa misma naturaleza se malograría. Podría decirse que El hombre es una síntesis de naturaleza y cultura. Así, por ejemplo, la dimensión social de los hombres se nos manifiesta como una inclinación o propensión a desarrollar conductas gregarias, a vivir en sociedad, puesto que el hombre no sobrevive sino es en sociedad[2]. Pero lo interesante en el hombre es que esas tendencias u orientaciones deben ser interpretadas por él mismo: alcanzan su sentido y función en la medida en que el hombre las guía, las refuerza y las orienta. O bien, no se alcanza ese sentido y esa función, y así se malogra lo humano en el hombre. Pero eso que llamamos interpretación y orientación, es, precisamente, cultura (enseñanza, ejemplo, virtud, convicciones, religión, usos y costumbres, etc.[3]). Pero, adviértase la diferencia, se trata en este caso de la cultura profunda. Después de este largo rodeo, la respuesta al planteo precedente es doble: por un lado, ninguna cultura puede agotar las más altas posibilidades de lo humano (de la naturaleza humana), ya que ésta, la naturaleza humana, se concreta y realiza en y por la cultura (cuya configuración dependerá de infinidad de factores y condiciones: el hábitat, el clima, las posibilidades que ofrece el entorno, la influencia de otros pueblos, las enfermedades, las vicisitudes económicas, sociales, etc. etc.). Por otro lado, hay culturas que ofrecen más posibilidades que otras para la realización de lo humano: hay culturas más valiosas que otras, pero eso no se determina por el grado de desarrollo tecnológico, de confort material, de tecnificación y complejidad de los procesos de producción y de la vida económica, sino por razones éticas: una cultura será más valiosa que otra si sus costumbres, de manera más predominante, se ajustan a la naturaleza humana. La naturaleza humana se concreta, realiza y expresa en la cultura, y la cultura, a su vez,  se legitima por su capacidad de expresar, con la mayor fidelidad posible, a la naturaleza humana.
Este es, pues, el criterio para evaluar a la cultura, no en lo que ella tiene de relativo, sino en lo que tiene de irrenunciable y absoluto.

5. En este punto nos vuelve a interpelar una cuestión nada desdeñable, proveniente del relativismo cultural.
Ella se puede expresar, palabras más, palabras menos, de esta manera: si todo es cultura (o todo lo que el hombre hace), y cada etnia (y cada época) tiene su cultura,  ¿no  habrá que reconocer que el mismo criterio de evaluación que nos permite evaluar como mejor o peor una cultura con respecto a otras,  es también subsidiario, relativo y dependiente de una determinada cultura? ¿No es un espejismo creer que se puede evaluar en términos absolutos una cultura, teniendo en cuenta que siempre se pertenece a una cultura, y que ello hace imposible salirse de la cultura para juzgarla “desde fuera”, objetivamente?  En definitiva, viene a decir esta objeción, si el juicio depende de ciertos criterios de evaluación, y ellos a su vez dependen de cada cultura, no hay posibilidades de evaluar con criterios universales y definitivos a ninguna cultura. Por ejemplo –argumentaría esta postura del relativismo cultural-, si decimos que el fundamento de la ética está en la interpretación de naturaleza humana,  ese criterio se desarrolló en una determinada cultura y pertenece a esa cultura, por lo que no puede tener valor universal.
Con respecto a esta objeción, en la respuesta no se trata de reiterar que la subjetivización o relativización  de las culturas se evita tomando como referencia la naturaleza humana, ya que lo que se intenta decir es que el criterio mismo de tener como referencia a la naturaleza humana es relativo a una determinada cultura (la occidental, por ejemplo).
La respuesta pasa por reconocer que la filosofía (la ética filosófica, la antropología filosófica, etc.), constituye la superación de toda inmanencia cultural. La filosofía despliega sobre la realidad en su conjunto una mirada profunda. De este modo, ella se despega de lo comúnmente aceptado en una cultura dada. Ella es la mirada crítica, la que se pone afuera del círculo. En efecto,  siguiendo a J. Vicente Arregui [4], se debe reconocer que “la filosofía nace, pues, con la pretensión de superar el orden de lo culturalmente sabido abriéndose a un plano trascendental”. En este punto surge la pregunta: ¿puede la filosofía abrirse paso a través del entramado de una cultura dada? ¿No es hija de su tiempo? Es aquí donde debe esclarecerse la diferencia entre cosmovisión (weltanschauung) y filosofía. E incluso entre ideología y filosofía. Este última, no está determinada por la situación social y cultural de la que emerge, sí influenciada, pero determinación e influencia no son términos equivalentes. No está determinada, precisamente porque tiene un carácter crítico; y tan no lo está que no es posible establecer una relación biunívoca entre el contenido de una cultura y una visión filosófica: no se puede correlacionar “contenidos filosóficos” con “los factores del sistema socio-cultural”. La filosofía es meta-cultural (Vicente Arregui): aunque nazca en un tiempo y lugar social y cultural determinado, es capaz de criticar reflexivamente los propios supuestos culturales. Y esta capacidad le viene de su voluntad de verdad.
En suma: el concepto de naturaleza como criterio axiológico no tiene por qué ser entendido como solidario de la cultura griega e incompartible por cualquier otra cultura.

6. Hay muchas culturas, y ese era el presupuesto de la cuestión planteada en el punto anterior. Ya sea que en nuestra mirada predomine la percepción diacrónica o sincrónica de la cultura, en ambos casos nos encontramos con una gran variedad de culturas. Diversidad tal a la que no dudaríamos de calificar como infinita, sino supiéramos que la historia tiene un final. También hemos afirmado –con una expresión a la que sólo se le debe reconocer un carácter emblemático, sin pedirle más rigor científico que el que pueda tener una frase útil por su concisión-  que “el hombre es una síntesis de naturaleza y cultura”. Ahora bien, si la naturaleza es la misma en todos los hombres, ¿por qué existe tal variedad de culturas?
La naturaleza humana, así lo hemos afirmado, se concreta y realiza en y por la cultura, y esa realización está mediada por la interpretación que el hombre debe hacer acerca del significado y el orden en que las tendencias connaturales deben ser cumplidas. Pero el hombre no es un ser aislado, vive en una determinada sociedad y en un determinado tiempo histórico. Todo ello implica que la configuración en y por la cultura de la naturaleza humana se dará en un contexto histórico y social, el cual dependerá de infinidad de factores y condiciones: el hábitat, el clima, las posibilidades que ofrece el entorno (vías de comunicación fluviales, presencia o ausencia de pasos naturales, disponibilidad de fuentes de agua potable, presencia de vegetación y animales comestibles), la influencia de otros pueblos (intercambios, actividades comerciales), las enfermedades o pestes, las vicisitudes económicas, sociales (migraciones, invasiones, exterminios), etc. etc. De todo ello, resulta un entramado de relaciones, un entrecruzamiento de líneas de influencias, avances, retrocesos, intensificaciones de características culturales (a las que a su vez, bien puede sucederles que se desdibujen), cambios de cursos sorpresivos, etc. etc. Incluso también sucede que un individuo, o grupos de individuos generen una mentalidad de cambio cultural dentro y desde una misma cultura. A veces buscando una mayor fidelidad a la propia cultura, a veces para el abandono de la propia tradición cultural.

7.- ¿Qué decir, según esto, de la conquista española? Algo ya hemos adelantado: en el punto 3, cuando se señaló que hubo injusticias. Pero, ¿sólo hubo eso?, ¿ese es el juicio definitivo? ¿Fue nefasta y desde todo punto de vista condenable la presencia de España en América?
Tanto desde la historiografía liberal como desde una visión marxista (teología de la liberación, movimientos ultra indigenistas, etc.)  la Conquista de América fue, en pocas palabras, una obra de expolio: los españoles le arrebataron el alma a los aborígenes, al catequizarlos les arrebataron su religión y les cambiaron las costumbres y sus ritos. No contentos con esto, se apropiaron de sus tierras, sus riquezas y los redujeron a la esclavitud, quitándoles la libertad. La conquista de América fue la ruina definitiva de los pueblos americanos. Más aún: fue un genocidio, animado de la misma unánime y persistente voluntad de exterminio.
Palabras más, palabras menos, adjetivos de tintes más lavados o con más carga afectiva, expresiones más lapidarias y definitivas, o más elegantes y académicas, el juicio, en cualquier caso, es ya inapelable. El tribunal de la historia ha dictado sentencia.
Cuando en 1992 se conmemoraron los 500 años del Descubrimiento de América, sin embargo, el ánimo que predominaba era, en términos generales y sin dejar de reconocer los tonos estridentes que se hicieron oír, más conciliador: no se hablaba de conquista, sino de un encuentro de culturas, como una suerte de balance final. El énfasis estaba puesto en el intercambio cultural entre la sociedad europea y los aborígenes que se dio en las centurias que se iniciaron en 1492 y en el consiguiente enriquecimiento de ambos.
Pero hoy –o mejor decir, en estos últimos tiempos- cualquier referencia a los 300 años de dominación española, deja traslucir un crispamiento tal, que pretender aportar una mirada distinta sobre el período, queda automáticamente bajo sospecha. Sólo siendo muy ingenuo se pueden considerar los hechos y valorarlos de modo diverso al pensamiento vigente.
Esa otra mirada –que no es nueva- no implica negar los abusos y aberraciones que se cometieron en perjuicio de los aborígenes, ni tampoco implica relativizarlos (por ejemplo, diciendo, que los crímenes fueron menos en cantidad de lo que se pretende,  etc.).
Esa otra mirada, se desgrana en los tres siguientes puntos:

a. “La lucha española por la justicia en la conquista de América”: este es el título del conocido libro del historiador norteamericano Lewis Hanke, aquí citado por lo que resulta de revelador, ya que pone de manifiesto dos hechos: el primero, que hubo injusticias; el segundo, que hubo un empeño por combatirlas.
La conquista inglesa de los nuevos territorios ofrece nítidos contrastes con respecto a la empresa civilizadora de la corona española. Los ingleses, fenicios de la era moderna, no hicieron el menor intento de cuestionarse los títulos de  la conquista. No se plantearon ni por asomo qué consecuencias tenía su obra de conquista en los nuevos territorios. Jamás se preguntaron quiénes o qué eran los indígenas. No entró entre sus principales preocupaciones desarrollar una acción civilizadora entre los aborígenes. Es un hecho que por ejemplo, la primer universidad fundada por los ingleses en el Nuevo Mundo –Harvard- es del año 1636, cuando en el caso de los españoles, la primera fue la de Santo Tomás, en Santo Domingo, en el año 1538, y las siguientes fueron la de San Marcos en Lima y la de México, en el año 1551 ambas. Ahora bien, no se funda una universidad si no hay previamente un suelo cultural lo suficientemente abonado como para augurar un desarrollo serio y sostenido de los estudios universitarios. Como también es un hecho que, por ejemplo, la universidad limeña de San Marcos fue dotada por el Virrey Francisco de Toledo –a mediados del siglo XVI- con cátedras como la de Medicina, Leyes y Lenguas Indígenas. Esta última cátedra tuvo como docente a Juan Balboa, que fue el primer criollo en doctorarse en esa Universidad [5]. Al parecer, a los ojos de los españoles, la comprensión del otro, revestía un profundo interés: nada más lejos de una presunta voluntad genocida.
Tampoco Inglaterra  buscó la integración entre blancos e indígenas: “los puritanos esperan encontrar a los indios pequots en el cielo, pero quieren mantenerse apartados de ellos en la tierra, y no sólo eso, sino, exterminarlos en el país” escribe un predicador de Nueva Inglaterra, Theodore Parker.[6] De hecho, “en el inmenso continente norteamericano, el indio no ha sobrevivido más que en dosis homeopáticas” observa el historiador Jean Dumont [7]. Sin embargo, en los territorios de los antiguos virreinatos de México y Perú, la población está integrada aún hoy por el 90-95% de indígenas y de mestizos de indios y blancos. La política española nunca se opuso a la mezcla de razas, antes bien, la propició. No en vano las familias más tradicionales de nuestro país, en Salta, Tucumán, Jujuy, etc. cuentan en su genealogía con el aporte de sangre india, hecho que no sólo nunca se pretendió ocultar, sino que fue siempre exhibido con orgullo. Mezcla que no fue fruto de violaciones: en los registros parroquiales que se conservan hay abundantes testimonios.
La batalla en favor de los indios, iniciada en el año 1511 con la predicación de Montesinos (1511),  a la que siguió al poco tiempo la tenaz e inclaudicable lucha que desarrolló en la Corte española y en el suelo americano Fray Bartolomé de Las Casas, cuyas obras gozaron de la aquiescencia de la monarquía española, ya que siempre contaron con la debida autorización para su impresión y difusión (algo que no sucedió con la obra de quienes fueron sus detractores, cuya edición y circulación en muchos casos fue impedida), hablan claramente de que se generó en España y en el nuevo mundo una discusión acerca de la eventual legitimidad de la conquista española, el modo en que debían ser tratados y evangelizados los naturales del lugar y la manera de incorporarlos a la vida civilizada minimizando el daño en lo posible. Que eso sucedió así, que fue un objetivo político y que en gran medida se logró,  sólo se puede discutir desde una cerrada postura ideológica. Y eso no implica negar que se consumaron desmanes y situaciones de injusticia en perjuicio de los indios, sólo que esas situaciones levantaron la oposición de los contemporáneos (seglares, eruditos, religiosos, autoridades reales): no se dio por bueno lo que estaba mal. 
A eso se encaminaron las numerosas regulaciones, instituciones, y medidas administrativas adoptadas en el mismo terreno, que durante esos siglos fueron dispuestas por España, a fin de enmendar y corregir los abusos. No querer verlo, incluso no ver el relativo grado de eficacia que tuvieron tales medidas, convierte a esa época de nuestra historia en un campo de batalla librado entre dos contendientes, uno de los cuales –los españoles-, fueron los perversos de la historia. Creo que a esto es a lo que se lo suele llamar “una visión maniquea de la historia”. Una vez más, la verdad está en el justo medio.

b. España, y Portugal lo mismo, recibieron del Papa Alejandro VI, el mandato de evangelizar a los habitantes del Nuevo Mundo. Y esto se llevó a cabo, a pesar de las injusticias, a pesar de los desaciertos. Este mandato gravó pesadamente las conciencias  de todos los monarcas españoles, empezando por Fernando e Isabel (cuyo testamento resulta el mejor ejemplo de la preocupación que tensó permanentemente la actitud que debía primar con respecto a los indígenas, a despecho muchas veces, de los intereses políticos de la España imperial).
La religión católica no fue una especie de “disfraz” con que los indígenas encubrieron sus antiguas creencias, algo así como un subterfugio para seguir adorando a sus dioses, sin ser molestados por los españoles. Y aún considerando los casos de conversión forzada, que sistemáticamente fueron rechazados por los monarcas españoles, lo cierto es que hubo una verdadera inculturación de la fe cristiana. Para escándalo del neo-indigenismo marxista –que pretende avivar artificiosamente la brasa de los cultos primitivos, como el de la pachamama, aliándose a un vago y oportunista ecologismo más ideológico que realista- el cristianismo se hizo carne en los aborígenes. No por nada, quienes en el México del año 1926 resistieron hasta el derramamiento de su propia sangre las medidas gubernamentales del Presidente Calles –masón para más datos y apoyado por Estados Unidos de Norteamérica- que reducían al silencio la vivencia de la fe católica del pueblo, fueron los mestizos, descendientes de indios y españoles y los mismos indígenas[8]. No se rebelaron los aristócratas, la oligarquía, la clase media: sino el pueblo proletario, pero no como “sujeto de la historia” con conciencia de clase,  en clave marxista, sino como pueblo religioso[9]. Pretender que el resultado de la evangelización de América fue un mero sincretismo, es malinterpretar los hechos en nombre de no se sabe bien qué ideología. Basta asistir a las fiestas del Señor de los Milagros en Salta, o a la fiesta de la Candelaria, por poner dos ejemplos al alcance de la experiencia de cualquier argentino, para darse cuenta del profundo calado de la fe cristiana en el pueblo llano (en fin: en el proletariado). Por mi parte, puedo evocar a modo de testimonio personal, aquella ocasión, allá por el año 1980, en la que estando en el ranchito humilde de un paisano, a los 3.500 metros de altura, a 20 kilómetros de Cafayate hacia el oeste, luego de haber compartido una frugal y hospitalaria comida, el dueño de casa dio por concluida ésta con una bendición de la más acendrada tradición católica: “gracias a Dios y a la Virgencita hemos comido”.

c. Pedirle a los españoles del siglo XVI la asepsia del antropólogo cultural del siglo XXI frente a una cultura “primitiva” [10], resulta desatinado. Los conquistadores españoles no eran científicos que ponen el máximo cuidado en preservar en toda su pureza las manifestaciones culturales de otras etnias. Sin embargo, los escritos de los cronistas de Indias, como así también de los religiosos que, con la expresa autorización de los monarcas españoles en virtud de la institución del Patronazgo,  desarrollaban en estas tierras su labor misionera, fueron la fuente, no la única, pero sí la principal, que permitió a los científicos conocer las culturas autóctonas.
Los ejemplos son numerosísimos, pero me limito a dar uno como muestra: las canciones misionales en lengua mapudungun (mapuche), que fueron concebidas por el misionero jesuita Bernardo de Havestadt (1714-1781). Este religioso publicó en Westfalia, en 1777, un tratado completo sobre la lengua mapudungun, en tres tomos y siete partes, e incluyó 19 canciones cuyas partituras se conservan. Bernardo de Havestadt escribió lo siguiente “Habiendo recorrido la gramática de las lenguas alemana, latina, griega, hebraica, española, francesa, italiana, flamenca, inglesa, portuguesa, y la de los indios del reyno de Chile …  la que me parece la más fácil, elegante y copiosa es la de los indios de Chile”. [11]

Como colofón final a estas consideraciones, vale la pena citar este testimonio, que procede de un mercader inglés, Henry Hawks, que estuvo cinco años en Nueva España y, a pesar de estar predispuesto contra los españoles y contra la Iglesia Católica (fue desterrado por la Inquisición en 1571), escribió a su regreso lo siguiente:

los indios veneran mucho a los religiosos, porque gracias a ellos y a su influencia se ven libres de la esclavitud (…)Los indios son muy favorecidos por la justicia, la cual les llama sus huérfanos. Si algún español les ofende o les causa perjuicio, le desposeen de alguna cosa (como ordinariamente sucede), y si esto sucede en un lugar donde hay justicia, el agresor es castigado como si el ofendido fuera otro español”[12]

 
BIBLIOGRAFÍA

Jean Dumont: « L’ Église au risque de l’ histoire »,  Adolphe Ardant-Criterion, Limoges, 1981.
Lewis Hanke : “La lucha española por la justicia en la conquista de América”, Aguilar, Madrid, 1959.
Clarence H. Haring: “El imperio hispánico en América”, Solar/Hachette, Buenos Aires, 1972.
Vicente D. Sierra: “Así se hizo América”. Biblioteca Dictio, Buenos Aires, 1977




[1] Esta es una distinción que se suele pasar por alto: los sacrificios humanos de los aztecas no constituían un cuerpo extraño en su cultura. Pero la crueldad, la codicia y el espíritu de rapiña sí fueron conductas que eran consideradas por sus propios contemporáneos un cuerpo extraño en la concepción cristiana de la existencia. Por eso hubo un Montesinos, un Bartolomé de las Casas: ellos representan el intento de hacer cumplir en el nuevo mundo un orden jurídico justo.
[2] Que el hombre tenga disposiciones, propensiones, inclinaciones (el nombre que se le quiera dar) es compatible con el hecho que ninguna tendencia en el hombre pone en él necesidad: las conductas, más allá de condicionamientos, o más bien a partir de ellos, siempre están bajo el dominio del individuo (a este respecto, confrontar, entre infinidad de obras de autores de orientaciones muy diversas, “El puesto del hombre en el cosmos” de Max Scheler)
[3] Demos un ejemplo: tenemos una inclinación a comer y beber, que si no es satisfecha, la naturaleza que es el hombre se anula. Pero el “cómo” nos alimentamos es cultural.
[4] J. Vicente Arregui, J. Choza: Filosofía del hombre.Una antropología de la intimidad. Ediciones Rialp, Madrid, 1991.
[5] Vicente D. Sierra: Así se hizo América. Biblioteca Dictio, Buenos Aires, 1977.
[6] Citado por L.Hanke, p. 296.
[7] Jean Dumont: L’ Église au risque de l’ histoire,  Adolphe Ardant-Criterion, Limoges, 1981.
[8] Estoy aludiendo a la Guerra de los Cristeros (cfr. Jean Meyer, “La Cristiada”, Siglo XXI Editores, 1973, México.
[9] Resulta curioso ver como los hechos de la historia desmienten la versión iluminista de la historia que propugna el marxismo y el neo-marxismo cultural: el proletariado llevó adelante una revolución no contra  la opresión capitalista, sino para reivindicar su derecho a tener y vivir su religión –la católica, no un sincretismo católico-indigenista-, que, a tenor del pensamiento marxista, constituye la peor de las alienaciones (“el opio del pueblo”).
[10] Perdón por usar una denominación técnica.
[11] Cuatro de esas canciones –de carácter religioso- fueron grabadas por Elocuencia Barroca, bajo la dirección de Sylvia Leidemann, en el CD “Villancicos del Barroco Iberoamericano, año 2005. En mi opinión, son especialmente bellas las que se llaman “Aiüeimi” y “Quiñe Dios”.
[12]  “Relación escrita a instancias de Mr. Richard Hakluyt” (1572), citado por Jean Dumont