El aborto y la
claudicación del Estado y de la sociedad
Santiago
M.Gigena
El día en
que los defensores del aborto, se den cuenta de que el embrión o feto es un ser
humano, entenderán que la solución nunca pasó por su legalización como medida
de disminución de las muertes maternas. Ese día, y sólo recién, se pondrán a
ayudar, realmente, a toda mujer embarazada. Mientras eso no sucede seguirán
perjudicando a la mujer y asesinando al niño por nacer, con la complicidad del
Estado y de la sociedad en general.
En esta nueva división que se ha instalado
entre los argentinos gracias a la iniciativa del Presidente Macri al proponer
el tratamiento parlamentario de la cuestión del aborto (propuesta que, por lo
inusitada –el tema no figuraba en su agenda pre electoral- y, a la vez, por el
innegable efecto distractivo que produjo en la sociedad, pareciera estar sustentada
en un escandaloso y pragmático cinismo), hay que reconocer la presencia de una
premisa compartida entre quienes están a favor de su legalización y sus
oponentes: el valor de la vida humana. Solo que un grupo privilegia la vida de
la madre exclusivamente y el otro defiende una postura abarcadora e inclusiva, dado
que propone, con razones fundadas y concretas que van más allá del carácter
declamatorio de un eslogan, que las dos vidas valen.
Lo que está en cuestión, reducido a su núcleo
esencial, es si existe o no un derecho a matar a aquel ser que está siendo
gestado en el cuerpo de su madre. Si existe, en tal caso debería ser receptado
por la ley, reconocido y respetado por todos. Por el contrario, si no existe
tal derecho, el aborto no debería ser reconocido por la ley.
En la decisión legislativa, está
inevitablemente implicada la ética: la primera y fundamental condición de
posibilidad para que pueda ser legalizado el aborto es que debe tratarse de una
acción éticamente irreprochable, caso contrario, la ley estaría justificando,
es decir, haciendo justa, una acción fuertemente reprochable. Sostener, como lo
ha hecho anteriormente en el diario La Nación el señor Alejandro Katz[1],
que aquí y ahora no están en cuestión qué principios (éticos) deben prevalecer,
y que por ello los legisladores no deben hacer valer su adhesión a los principios
axiológicos implicados en su decisión, es escamotear la cuestión de fondo: a
saber, si el aborto procurado está bien o está mal, si es justo o no lo es.
Los
seres humanos engendran seres humanos.
A lo largo de las discusiones que se
desarrollaron en la Cámara Nacional de Diputados, como así también en los
artículos de opinión publicados en los diarios y otros medios, ha quedado en
claro para todos un hecho, cuya facticidad no se vincula con posturas
religiosas o filosóficas: la unión de los gametos, cada uno con su carga
genética propia, genera una nueva realidad, distinta de los progenitores. Esa
realidad pertenece al mundo de los vivientes y, como tal, se puede reconocer en
ella su pertenencia a una especie determinada, en este caso, a la especie
humana. Quien lo afirma es la ciencia. En rigor, no se trata de un hecho
necesitado de una demostración científica, puesto que la pertenencia del
embrión a la especie humana está confirmada por la vinculación genealógica que
este ser tiene con sus padres. Por lo tanto, aquello que hemos descripto más
arriba como “aquel ser que está siendo
gestado en el cuerpo de su madre” designa a un integrante de la especie
humana. Que esté en una etapa de su desarrollo –inicial o más avanzada- no
cambia un hecho esencial: es y sigue siendo en cada momento un miembro de la
familia humana. La progresividad del desarrollo es una ley biológica que no se
puede negar sin caer en la arbitrariedad. Con el aborto lo que se interrumpe no
es un mero proceso biológico como se aduce. Si ese fuere el caso, ¿qué o quién
es el sujeto de ese proceso biológico sino una unidad viviente que actúa de por
sí desarrollándose gracias a la nutrición que le aporta la madre a través del
cordón umbilical y a su propio programa de desarrollo? ¿Cómo se puede ignorar
que el despliegue del ser humano antes y después del nacimiento es un proceso
continuo de una y la misma realidad, idéntica genéticamente hasta el momento de
la muerte? ¿Sobre qué bases se decide arbitrariamente que en tal o cual etapa
de su desarrollo -cigoto, embrión, feto- no es un ser humano, aunque luego –si
se lo deja nacer- sí lo es? Acaso el motivo más recóndito radica en que carece
de voz y por ello no está en condiciones de hacer valer sus derechos?
Con respecto al embrión no se está frente a una
mera cosa, sino ante un “quien”, una persona que aún se desconoce a sí misma como
un “yo”, como le sucede también a un adulto que ha perdido la conciencia o,
incluso, que está dormido. Pero sin duda ese “alguien” –no un “algo”-,
transcurrido el tiempo y consumado el desarrollo que la misma biología pauta,
llegará a decir “yo” y a reclamar un lugar en el concierto de la sociedad, como
hoy lo podemos hacer todos gracias a que en su momento nadie ejecutó sobre nosotros
la amenaza del aborto.
Ni siquiera es necesario recurrir a la ciencia
para enterarse que lo que una madre engendra es siempre un hijo y que lo que
ella porta en su cuerpo, en el hábitat natural del ser humano antes de nacer,
es un integrante de la especie humana que para ella debiera ser, siempre, lo
más entrañable. Basta con pensar en las experiencias más simples: ninguna madre
al enterarse de su preñez concurre a un médico para preguntarle de qué está
embarazada, si de una larva, o de un conjunto de células, o algo así. Piensa y
habla de él como de un hijo y lo ama como hijo, porque sabe que eso es, sin
necesidad de pruebas científicas. Incluso le
habla, porque es un igual, aun cuando sabe que no la entenderá (¿no la
entiende?). De igual modo, espontáneamente cambia su conducta y extrema en
todos sus hábitos los máximos recaudos para que la salud del hijo no sea dañada
(por el tabaquismo, la mala alimentación, etc.).
Tampoco los laboratorios y clínicas que lucran
con el anhelo de los padres por un hijo abrigan la más mínima duda de que todo
su capital invertido tiene como objeto lograr el desarrollo de un embrión que
implantarán en el útero de la madre (no sin antes descartar como si fueran
meros desechos no humanos otros embriones: una práctica abominable).
¿Por
qué se le niega al embrión el mismo estatuto de ser humano que poseemos los
demás?
Es muy difícil defender una ley que se pretenda
justa si a través de ella se validan acciones que dejan sin protección la
existencia misma de una determinada categoría de seres humanos: la de los que
aún no han nacido en el caso de la legalización del aborto. Se comprende que
sus defensores recurran a ese palabrerío hueco con el que quieren esconder lo
evidente. De ahí esas fórmulas y malabarismos verbales que hemos tenido
oportunidad de escuchar: “la post-verdad”, “política, no metafísica”,
“estructuras patriarcales”, “estereotipos machistas”, “las mujeres no somos
meros envases”, “el embrión es una larva”, “no es un ser humano porque no tiene
conciencia, o no habla, o no tiene sensibilidad al dolor”, etc. etc. Se trata
de maniobras negacionistas: requieren la negación de la realidad, porque nadie
en su sano juicio –y éste es un principio moral compartido- está dispuesto a
suscribir la afirmación de que es lícito el asesinato de un ser humano inocente.
¿Por qué la persistencia en negar este hecho
por parte de quienes organizadamente defienden la licitud del aborto? Plausiblemente,
por razones ideológicas. En términos generales una ideología es un constructo intelectual
sustentado en intereses político-sociales, dotado de un blindaje que lo
inmuniza contra la evidencia de los hechos que pudieran contradecirla. Una
ideología es, en su más íntima esencia, el resultado de un puro voluntarismo que
se ciega a la realidad. Sería largo internarse en las raíces ideológicas que alientan
e impregnan las posturas pro-aborto, pero basta con algunas indicaciones
generales: el aborto se propone como un mecanismo de control demográfico, que
beneficia a los países más ricos y poderosos, los cuales ven en el incremento
de las poblaciones pobres una amenaza grave que puede bloquear el acceso de
aquellos a las reservas naturales; el aborto es también considerado en clave
ilustrada o iluminista como una herramienta de liberación, o más estrictamente,
como una herramienta emancipatoria (“emancipación de los condicionamientos de
la naturaleza”, “emancipación de la esclavitud de la maternidad”); el aborto está
en función de una libertad que no tolera ningún límite (“mi cuerpo es mío y
hago lo que quiero con él”). Peor incluso: el aborto consagra la subjetividad
del deseo en exclusiva ley del actuar (“la mujer debe tener el derecho de
librarse del hijo no deseado o no programado”) como, si los estados anímicos,
de por sí cambiantes, fueran la última razón contra la que se estrellan todas
las razones y derechos. Finalmente, sin duda también, todo ello es una
consecuencia lógica y psicológica de la sociedad del bienestar y su creciente
presión para maximizar el placer, un placer que no tolera frustraciones, un
placer que se vuelve brutal, como es el caso del aborto: en sí mismo un acto de
violencia contra un proceso natural, como lo es el desarrollo silencioso del
embrión al abrigo de la madre.
¿Con
qué argumentos se le niega al embrión el mismo estatuto de ser humano que
poseemos los demás?
En cualquier debate quien pretende cambiar
algo, por el motivo que fuere, tiene la carga de la prueba, esto es, debe
probar que la innovación es benéfica, o más justa o más útil, etc.etc. En este
caso, la carga de la prueba la tienen aquellos que buscan legalizar el aborto.
Deben demostrar que el aborto es bueno o justo, en fin, que es un derecho
humano y que en razón de ello, debe modificarse la legislación penal en el
sentido que ellos pretenden. En muchas de sus argumentaciones incurren en el
sofisma lógico conocido como “petición de principio”, que consiste en suponer
como demostrado aquello que no lo ha sido. Así por ejemplo, se argumenta que el
aborto debe ser legalizado porque en caso contrario se genera una desigualdad,
una situación de discriminación desfavorable para las mujeres pobres, por
cuanto las únicas que pueden recurrir a él en condiciones de clandestinidad y a
la vez sanitariamente seguras, son aquellas que tienen una posición económica
desahogada. Pero con ello se da por sentado que el aborto es en sí mismo bueno
o justo, es decir que el aborto es un derecho. Ahora bien, como hemos dicho,
este es el punto neurálgico de la discusión: ¿el aborto es justo o no? Si el
objeto sobre el que recae la acción de abortar es un ser viviente perteneciente
a la especie humana (un hijo), entonces ya no es cuestión de equidad entre las
que de hecho abortan porque pueden pagar y las que no abortan porque no pueden
hacerlo. Ni a unas ni a otras les es lícito abortar.
De la misma manera, incurren en dicho sofisma
quienes aducen las estadísticas –por lo demás seriamente controvertidas- sobre
las muertes maternas causadas por abortos clandestinos. Ahora bien, si el
aborto es una acción intrínsecamente injusta –puesto que priva de la existencia
a un ser humano en gestación-, no resulta admisible que la razón para
legalizarlo sea asegurar que el crimen se lleve a cabo en condiciones óptimas
de higiene y salubridad por profesionales habilitados legalmente, para hacer
bajar las cifras y las pérdidas de vidas maternas (en cualquier circunstancia,
lamentables). La verdadera razón del descenso de esas cifras debería estar en
la disminución de los abortos clandestinos.
También se aduce que la cantidad de
abortos clandestinos implica que su prohibición legal es ineficaz. En ese
sentido, ha escrito en el diario La Nación Julio María Sanguinetti[2]
que “cuando la
distancia entre la legalidad y la legitimidad de un acto no hace más que
ampliarse, la ley no puede ya ni cambiar la conducta ni sancionar a quien la
infringe. Es, entonces, el momento de cambiar la ley.” El argumento es interesante, sólo que si lo seguimos un trayecto nos
llevaría a tener que legalizar, muchas otras conductas, como por ejemplo, la
coima que, al parecer, está incorporada desde hace décadas en la conducta de
políticos, agentes del estado, empresarios y el ciudadano común. O también
tendríamos que legalizar los robos de menor cuantía en los comercios, los
cuales casi nunca son perseguidos penalmente. Pero si no legalizamos tales acciones
se debe a que se da por sentado que son acciones reprensibles. Otra vez, el
argumento repite con ligeras variantes el esquema del sofisma de “petición de
principio”. Por otra parte, parece olvidarse que las leyes tienen un valor educativo:
donde faltan convicciones ético-religiosas, como sucede en las sociedades
secularizadas, al menos queda el recurso del castigo que impone la ley, el
cual, con su efecto disuasorio genera costumbres. Por desgracia, es de prever que,
debido a la intensa campaña de la mayor parte de los medios y de los
comunicadores sociales, de los profesionales y de la gente ilustrada en general
(el establishment intelectual),
favorables a la legalización del aborto, se agrande todavía más la brecha entre
la ley y su incumplimiento.
La
aprobación legal del aborto significa el fracaso del Estado y la sociedad.
Es un fracaso porque el Estado renuncia a
tutelar el bien jurídico de la vida cuando se trata del no nacido. Renuncia a
tutelar a los más débiles. Es la claudicación del Estado que, de hecho, sigue
el camino más fácil, en lugar de disponer enérgicas políticas de apoyo a la
familia, y en especial a la mujer gestante y al niño.
Desde el punto de vista del tipo de sociedad
que queremos constituir y dejar a nuestros hijos, la aprobación legal del
aborto, significará un punto de inflexión que nos afectará a todos de una
manera profunda. En efecto, ello conlleva una dinámica propia, que termina por
arrastrar, más temprano o más tarde, principios éticos hasta ahora intangibles
e incuestionados. El primero de ellos, la sacralidad de la vida humana en
cualquiera de sus etapas o estados. Pero también el derecho de los médicos y
personal sanitario a abstenerse de participar en la realización de un aborto
(derecho a la objeción de conciencia). Puesto que si es un derecho, ¿durante
cuánto tiempo la ley tolerará que haya quienes se oponen al ejercicio del
presunto derecho al aborto? ¡Qué contraste! Pasaríamos de perseguir a aquellos
profesionales de la salud que hoy cometen un homicidio infringiendo su deber de
procurar la salud, a perseguir mañana a sus otros colegas que se niegan a usar
su ciencia y su arte contra la vida humana.
Por otra parte, si se llegara a reconocer al
aborto como un derecho, ¿cómo no se advierte que una de las futuras víctimas es
la misma mujer que, embarazada de un niño con una afección incurable o con una
malformación o una discapacidad, será objeto de una fuerte presión psicológica,
de un acto de violencia no física ejercido por los familiares, el progenitor, los
médicos, etc., quienes la convertirán en la culpable de haber traído al mundo a
un ser humano deficiente? ¿Es posible negar que la legalización del aborto es,
simultáneamente, un camino abierto a las prácticas eugenésicas?
En definitiva, los proyectos impulsados a favor
de la despenalización y legalización del aborto, consagran el principio de la
ley del más fuerte: el derecho a la existencia deja de ser universal, y pasa a
convertirse en un derecho que nos asignamos entre nosotros los adultos, pero
que se lo negamos a los que no tienen voz. Estamos a las puertas de una
sociedad cada vez más insolidaria y violenta, que trivializa la vida. ¿Cuánto
tiempo se puede mantener una sociedad de este tipo?
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