El amor a la sabiduría

"Ama a la sabiduría quien la busca por sí misma y no por otro motivo, pues quien busca algo por otro motivo, ama a ese motivo más que a lo que busca." (Santo Tomás de Aquino: "Comentario a la Metafísica de Aristóteles", I,3,56)

domingo, 23 de septiembre de 2018


El aborto y la claudicación del Estado y de la sociedad

Santiago M.Gigena

El día en que los defensores del aborto, se den cuenta de que el embrión o feto es un ser humano, entenderán que la solución nunca pasó por su legalización como medida de disminución de las muertes maternas. Ese día, y sólo recién, se pondrán a ayudar, realmente, a toda mujer embarazada. Mientras eso no sucede seguirán perjudicando a la mujer y asesinando al niño por nacer, con la complicidad del Estado y de la sociedad en general.

En esta nueva división que se ha instalado entre los argentinos gracias a la iniciativa del Presidente Macri al proponer el tratamiento parlamentario de la cuestión del aborto (propuesta que, por lo inusitada –el tema no figuraba en su agenda pre electoral- y, a la vez, por el innegable efecto distractivo que produjo en la sociedad, pareciera estar sustentada en un escandaloso y pragmático cinismo), hay que reconocer la presencia de una premisa compartida entre quienes están a favor de su legalización y sus oponentes: el valor de la vida humana. Solo que un grupo privilegia la vida de la madre exclusivamente y el otro defiende una postura abarcadora e inclusiva, dado que propone, con razones fundadas y concretas que van más allá del carácter declamatorio de un eslogan, que las dos vidas valen.
Lo que está en cuestión, reducido a su núcleo esencial, es si existe o no un derecho a matar a aquel ser que está siendo gestado en el cuerpo de su madre. Si existe, en tal caso debería ser receptado por la ley, reconocido y respetado por todos. Por el contrario, si no existe tal derecho, el aborto no debería ser reconocido por la ley.  
En la decisión legislativa, está inevitablemente implicada la ética: la primera y fundamental condición de posibilidad para que pueda ser legalizado el aborto es que debe tratarse de una acción éticamente irreprochable, caso contrario, la ley estaría justificando, es decir, haciendo justa, una acción fuertemente reprochable. Sostener, como lo ha hecho anteriormente en el diario La Nación el señor Alejandro Katz[1], que aquí y ahora no están en cuestión qué principios (éticos) deben prevalecer, y que por ello los legisladores no deben hacer valer su adhesión a los principios axiológicos implicados en su decisión, es escamotear la cuestión de fondo: a saber, si el aborto procurado está bien o está mal, si es justo o no lo es.  

Los seres humanos engendran seres humanos.
A lo largo de las discusiones que se desarrollaron en la Cámara Nacional de Diputados, como así también en los artículos de opinión publicados en los diarios y otros medios, ha quedado en claro para todos un hecho, cuya facticidad no se vincula con posturas religiosas o filosóficas: la unión de los gametos, cada uno con su carga genética propia, genera una nueva realidad, distinta de los progenitores. Esa realidad pertenece al mundo de los vivientes y, como tal, se puede reconocer en ella su pertenencia a una especie determinada, en este caso, a la especie humana. Quien lo afirma es la ciencia. En rigor, no se trata de un hecho necesitado de una demostración científica, puesto que la pertenencia del embrión a la especie humana está confirmada por la vinculación genealógica que este ser tiene con sus padres. Por lo tanto, aquello que hemos descripto más arriba como “aquel ser que está siendo gestado en el cuerpo de su madre” designa a un integrante de la especie humana. Que esté en una etapa de su desarrollo –inicial o más avanzada- no cambia un hecho esencial: es y sigue siendo en cada momento un miembro de la familia humana. La progresividad del desarrollo es una ley biológica que no se puede negar sin caer en la arbitrariedad. Con el aborto lo que se interrumpe no es un mero proceso biológico como se aduce. Si ese fuere el caso, ¿qué o quién es el sujeto de ese proceso biológico sino una unidad viviente que actúa de por sí desarrollándose gracias a la nutrición que le aporta la madre a través del cordón umbilical y a su propio programa de desarrollo? ¿Cómo se puede ignorar que el despliegue del ser humano antes y después del nacimiento es un proceso continuo de una y la misma realidad, idéntica genéticamente hasta el momento de la muerte? ¿Sobre qué bases se decide arbitrariamente que en tal o cual etapa de su desarrollo -cigoto, embrión, feto- no es un ser humano, aunque luego –si se lo deja nacer- sí lo es? Acaso el motivo más recóndito radica en que carece de voz y por ello no está en condiciones de hacer valer sus derechos?
Con respecto al embrión no se está frente a una mera cosa, sino ante un “quien”, una persona que aún se desconoce a sí misma como un “yo”, como le sucede también a un adulto que ha perdido la conciencia o, incluso, que está dormido. Pero sin duda ese “alguien” –no un “algo”-, transcurrido el tiempo y consumado el desarrollo que la misma biología pauta, llegará a decir “yo” y a reclamar un lugar en el concierto de la sociedad, como hoy lo podemos hacer todos gracias a que en su momento nadie ejecutó sobre nosotros la amenaza del aborto.
Ni siquiera es necesario recurrir a la ciencia para enterarse que lo que una madre engendra es siempre un hijo y que lo que ella porta en su cuerpo, en el hábitat natural del ser humano antes de nacer, es un integrante de la especie humana que para ella debiera ser, siempre, lo más entrañable. Basta con pensar en las experiencias más simples: ninguna madre al enterarse de su preñez concurre a un médico para preguntarle de qué está embarazada, si de una larva, o de un conjunto de células, o algo así. Piensa y habla de él como de un hijo y lo ama como hijo, porque sabe que eso es, sin necesidad de pruebas científicas. Incluso le habla, porque es un igual, aun cuando sabe que no la entenderá (¿no la entiende?). De igual modo, espontáneamente cambia su conducta y extrema en todos sus hábitos los máximos recaudos para que la salud del hijo no sea dañada (por el tabaquismo, la mala alimentación, etc.).
Tampoco los laboratorios y clínicas que lucran con el anhelo de los padres por un hijo abrigan la más mínima duda de que todo su capital invertido tiene como objeto lograr el desarrollo de un embrión que implantarán en el útero de la madre (no sin antes descartar como si fueran meros desechos no humanos otros embriones: una práctica abominable).

¿Por qué se le niega al embrión el mismo estatuto de ser humano que poseemos los demás?
Es muy difícil defender una ley que se pretenda justa si a través de ella se validan acciones que dejan sin protección la existencia misma de una determinada categoría de seres humanos: la de los que aún no han nacido en el caso de la legalización del aborto. Se comprende que sus defensores recurran a ese palabrerío hueco con el que quieren esconder lo evidente. De ahí esas fórmulas y malabarismos verbales que hemos tenido oportunidad de escuchar: “la post-verdad”, “política, no metafísica”, “estructuras patriarcales”, “estereotipos machistas”, “las mujeres no somos meros envases”, “el embrión es una larva”, “no es un ser humano porque no tiene conciencia, o no habla, o no tiene sensibilidad al dolor”, etc. etc. Se trata de maniobras negacionistas: requieren la negación de la realidad, porque nadie en su sano juicio –y éste es un principio moral compartido- está dispuesto a suscribir la afirmación de que es lícito el asesinato de un ser humano inocente.
¿Por qué la persistencia en negar este hecho por parte de quienes organizadamente defienden la licitud del aborto? Plausiblemente, por razones ideológicas. En términos generales una ideología es un constructo intelectual sustentado en intereses político-sociales, dotado de un blindaje que lo inmuniza contra la evidencia de los hechos que pudieran contradecirla. Una ideología es, en su más íntima esencia, el resultado de un puro voluntarismo que se ciega a la realidad. Sería largo internarse en las raíces ideológicas que alientan e impregnan las posturas pro-aborto, pero basta con algunas indicaciones generales: el aborto se propone como un mecanismo de control demográfico, que beneficia a los países más ricos y poderosos, los cuales ven en el incremento de las poblaciones pobres una amenaza grave que puede bloquear el acceso de aquellos a las reservas naturales; el aborto es también considerado en clave ilustrada o iluminista como una herramienta de liberación, o más estrictamente, como una herramienta emancipatoria (“emancipación de los condicionamientos de la naturaleza”, “emancipación de la esclavitud de la maternidad”); el aborto está en función de una libertad que no tolera ningún límite (“mi cuerpo es mío y hago lo que quiero con él”). Peor incluso: el aborto consagra la subjetividad del deseo en exclusiva ley del actuar (“la mujer debe tener el derecho de librarse del hijo no deseado o no programado”) como, si los estados anímicos, de por sí cambiantes, fueran la última razón contra la que se estrellan todas las razones y derechos. Finalmente, sin duda también, todo ello es una consecuencia lógica y psicológica de la sociedad del bienestar y su creciente presión para maximizar el placer, un placer que no tolera frustraciones, un placer que se vuelve brutal, como es el caso del aborto: en sí mismo un acto de violencia contra un proceso natural, como lo es el desarrollo silencioso del embrión al abrigo de la madre.

¿Con qué argumentos se le niega al embrión el mismo estatuto de ser humano que poseemos los demás?
En cualquier debate quien pretende cambiar algo, por el motivo que fuere, tiene la carga de la prueba, esto es, debe probar que la innovación es benéfica, o más justa o más útil, etc.etc. En este caso, la carga de la prueba la tienen aquellos que buscan legalizar el aborto. Deben demostrar que el aborto es bueno o justo, en fin, que es un derecho humano y que en razón de ello, debe modificarse la legislación penal en el sentido que ellos pretenden. En muchas de sus argumentaciones incurren en el sofisma lógico conocido como “petición de principio”, que consiste en suponer como demostrado aquello que no lo ha sido. Así por ejemplo, se argumenta que el aborto debe ser legalizado porque en caso contrario se genera una desigualdad, una situación de discriminación desfavorable para las mujeres pobres, por cuanto las únicas que pueden recurrir a él en condiciones de clandestinidad y a la vez sanitariamente seguras, son aquellas que tienen una posición económica desahogada. Pero con ello se da por sentado que el aborto es en sí mismo bueno o justo, es decir que el aborto es un derecho. Ahora bien, como hemos dicho, este es el punto neurálgico de la discusión: ¿el aborto es justo o no? Si el objeto sobre el que recae la acción de abortar es un ser viviente perteneciente a la especie humana (un hijo), entonces ya no es cuestión de equidad entre las que de hecho abortan porque pueden pagar y las que no abortan porque no pueden hacerlo. Ni a unas ni a otras les es lícito abortar.
De la misma manera, incurren en dicho sofisma quienes aducen las estadísticas –por lo demás seriamente controvertidas- sobre las muertes maternas causadas por abortos clandestinos. Ahora bien, si el aborto es una acción intrínsecamente injusta –puesto que priva de la existencia a un ser humano en gestación-, no resulta admisible que la razón para legalizarlo sea asegurar que el crimen se lleve a cabo en condiciones óptimas de higiene y salubridad por profesionales habilitados legalmente, para hacer bajar las cifras y las pérdidas de vidas maternas (en cualquier circunstancia, lamentables). La verdadera razón del descenso de esas cifras debería estar en la disminución de los abortos clandestinos.
También se aduce que la cantidad de abortos clandestinos implica que su prohibición legal es ineficaz. En ese sentido, ha escrito en el diario La Nación Julio María Sanguinetti[2] que “cuando la distancia entre la legalidad y la legitimidad de un acto no hace más que ampliarse, la ley no puede ya ni cambiar la conducta ni sancionar a quien la infringe. Es, entonces, el momento de cambiar la ley.” El argumento es interesante, sólo que si lo seguimos un trayecto nos llevaría a tener que legalizar, muchas otras conductas, como por ejemplo, la coima que, al parecer, está incorporada desde hace décadas en la conducta de políticos, agentes del estado, empresarios y el ciudadano común. O también tendríamos que legalizar los robos de menor cuantía en los comercios, los cuales casi nunca son perseguidos penalmente. Pero si no legalizamos tales acciones se debe a que se da por sentado que son acciones reprensibles. Otra vez, el argumento repite con ligeras variantes el esquema del sofisma de “petición de principio”. Por otra parte, parece olvidarse que las leyes tienen un valor educativo: donde faltan convicciones ético-religiosas, como sucede en las sociedades secularizadas, al menos queda el recurso del castigo que impone la ley, el cual, con su efecto disuasorio genera costumbres. Por desgracia, es de prever que, debido a la intensa campaña de la mayor parte de los medios y de los comunicadores sociales, de los profesionales y de la gente ilustrada en general (el establishment intelectual), favorables a la legalización del aborto, se agrande todavía más la brecha entre la ley y su incumplimiento.

La aprobación legal del aborto significa el fracaso del Estado y la sociedad.
Es un fracaso porque el Estado renuncia a tutelar el bien jurídico de la vida cuando se trata del no nacido. Renuncia a tutelar a los más débiles. Es la claudicación del Estado que, de hecho, sigue el camino más fácil, en lugar de disponer enérgicas políticas de apoyo a la familia, y en especial a la mujer gestante y al niño.
Desde el punto de vista del tipo de sociedad que queremos constituir y dejar a nuestros hijos, la aprobación legal del aborto, significará un punto de inflexión que nos afectará a todos de una manera profunda. En efecto, ello conlleva una dinámica propia, que termina por arrastrar, más temprano o más tarde, principios éticos hasta ahora intangibles e incuestionados. El primero de ellos, la sacralidad de la vida humana en cualquiera de sus etapas o estados. Pero también el derecho de los médicos y personal sanitario a abstenerse de participar en la realización de un aborto (derecho a la objeción de conciencia). Puesto que si es un derecho, ¿durante cuánto tiempo la ley tolerará que haya quienes se oponen al ejercicio del presunto derecho al aborto? ¡Qué contraste! Pasaríamos de perseguir a aquellos profesionales de la salud que hoy cometen un homicidio infringiendo su deber de procurar la salud, a perseguir mañana a sus otros colegas que se niegan a usar su ciencia y su arte contra la vida humana.
Por otra parte, si se llegara a reconocer al aborto como un derecho, ¿cómo no se advierte que una de las futuras víctimas es la misma mujer que, embarazada de un niño con una afección incurable o con una malformación o una discapacidad, será objeto de una fuerte presión psicológica, de un acto de violencia no física ejercido por los familiares, el progenitor, los médicos, etc., quienes la convertirán en la culpable de haber traído al mundo a un ser humano deficiente? ¿Es posible negar que la legalización del aborto es, simultáneamente, un camino abierto a las prácticas eugenésicas?
En definitiva, los proyectos impulsados a favor de la despenalización y legalización del aborto, consagran el principio de la ley del más fuerte: el derecho a la existencia deja de ser universal, y pasa a convertirse en un derecho que nos asignamos entre nosotros los adultos, pero que se lo negamos a los que no tienen voz. Estamos a las puertas de una sociedad cada vez más insolidaria y violenta, que trivializa la vida. ¿Cuánto tiempo se puede mantener una sociedad de este tipo?



[1] Diario La Nación, 25 de abril de 2018.
[2] Diario La Nación, 28 de abril de 2018.

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