AUTOR: Josef PIEPER
(De “Antología”,
Editorial Herder, Barcelona, 1984)
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El hombre cabal
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«Así es, y no de otra manera»
Cuando alguno me pregunta «¿crees eso?», ¿qué quiere
saber de mí exactamente? Alguien me da a leer o me lee una noticia que él
mismo, según parece, tiene por extraña o inverosímil; y luego, mirándome a los
ojos, me interpela: «¿Crees eso?» Con toda evidencia, quiere saber si en mi
opinión la noticia es auténtica, si estimo que lo en ella referido corresponde
a un verdadero suceso, a una realidad.
Mirando la situación en abstracto, se me ocurren varias
respuestas posibles, además del puro «sí» o «no». Podría, por ejemplo,
encogerme de hombros y decir: «No lo sé, tal vez sea cierto; pero también
pienso que puede ser falso.» O bien: «Verás, me da la impresión de que la cosa
tiene fundamento, pero por supuesto no estoy absolutamente seguro de que no sea
de otra manera.» O ya con todo aplomo: «No, no creo que la noticia corresponda
a los hechos.» Lo cual, en una formulación positiva, equivale a esto otro:
«Tengo la noticia por falsa, la considero un error y quizá una mentira.»
Mi «no» puede todavía significar algo enteramente distinto: «Me
preguntas si creo lo que ahí se dice. Te vas a reír, no lo creo, ¡y sin embargo
te aseguro que la noticia es cierta! Da la casualidad de que he visto el suceso con mis propios ojos; por tanto no creo que la noticia sea verídica, sino que lo sé.» Finalmente, me queda la posibilidad de responder al
cabo de un momento: «Sí, creo que las cosas han sucedido como ahí se cuentan.»
Seguramente diré esto después de haber mirado quién ha escrito el reportaje o
qué periódico lo publica.
En
esas contestaciones se reflejan las cuatro
posturas o actitudes clásicas que uno puede adoptar ante cualquier hecho:
duda, opinión, conocimiento, fe. Dejemos por ahora de lado la incredulidad
(«considero falsa la noticia»), pues en sustancia es una toma de posición
positiva, que a su vez puede presentarse en forma de opinión, conocimiento o
fe.
El
que sabe y el que cree tienen algo en común. Ambos dicen: sí, así es, y no de otra manera. Ambos dan por
verdadero, sin reservas, lo relatado.
Pero
entre los dos hay también una importantísima diferencia: el que sabe
posee una experiencia personal del hecho en cuestión, mientras el que cree no basa
su certeza en sí mismo. ¿Cómo, entonces, puede este último decir: así es, y no
de otra manera?
Ahí
radica toda la problemática del concepto de «fe», tanto en el plano de la
teoría como de la práctica. Se nos plantea, por una parte, la dificultad teórica de cómo concebir la
estructura objetiva del acto de fe y, por otra, la dificultad práctica de
realizar, acreditar y justificar esa fe como acto vital.
A la pregunta
«¿por qué el que cree puede decir: "así es, y no de otra manera"?»
respondo lo siguiente: lo puede decir porque se fía de otra persona que le
garantiza el hecho. A diferencia, pues, del que sabe, el que cree no sólo tiene
algo que ver con un hecho o estado de cosas, sino también y sobre todo con
«alguien», un testigo en quien el creyente confía.
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AUTOR: Josef PIEPER
(De “Antología”,
Editorial Herder, Barcelona, 1984)
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El hombre cabal
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«Participación en el saber»
Creer equivale a tomar parte en
el conocimiento de alguien que sabe. Por tanto, si no hay nadie que vea o sepa,
tampoco habrá nadie que crea. Un hecho que se manifieste a todos con claridad
no puede ser objeto de fe, lo mismo que un
hecho ignorado por todos y del que nadie, en consecuencia, fuera capaz de dar
testimonio. La fe no se legitima por sí misma, sino sólo por la existencia de
alguien que conoce personalmente lo que
debe creerse y por una determinada vinculación con ese alguien.
Se implican aquí varias cosas,
y principalmente ésta: la fe es por naturaleza algo segundo. Siempre que uno cree,
atribuyendo a esta palabra su pleno sentido, hay alguien distinto de él en
quien el creyente se apoya; y ese alguien, digámoslo otra vez, no es un
creyente. Ver y saber son, según esto, lo primero y más alto en la escala de
valores.
Ello resulta tanto de la simple averiguación del uso común del
pensamiento y lenguaje humanos como de la interpretación que del concepto de fe da la teología occidental. En ninguno de ambos casos queda sitio para la absolutización
romántica que hace de la fe algo sumo y primordial que ya no puede superarse. Con cierta agresividad, escribe Newman: «La fe debe en definitiva poderse remitir a
la visión y a la razón:.. si no queremos ir a parar al bando de los ilusos.»
Nuestra doctrina tradicional de la fe no se refiere sólo de paso al
orden de valores cuyo primer puesto es ocupado por el «ver y saber», no el
creer, sino que lo confirma expresamente. Visio est certior auditu, dice Tomás [1]. Ver es más que oír: Esto significa que, cuando uno ve por sí mismo,
establece un mayor contacto con la realidad, llega a poseer más realidad, que
cuando su saber se funda en lo que ha oído.
Aún hemos de añadir aquí algo importante o, si se
prefiere, introducir una enmienda. En efecto, nuestra cita de la Suma Teológica es
incompleta. Toda ella reza así: Ceteris paribus visio est certior auditu, lo que traducido equivale a «siempre iguales las restantes circunstancias, ver es más seguro que oír.» En otras palabras, cuando ambas
posibilidades se me presentan en igualdad de condiciones y puedo escoger entre
ellas, me decidiré preferentemente por el saber basado no en lo oído, sino en
lo visto.
Pero ¿acaso ha llegado el hombre al extremo en que no le es ya posible, o no siempre, escoger?
Imaginemos esta alternativa: o privarse
de todo acceso a una determinada realidad, o
aceptar un saber de oídas; o
ningún conocimiento, o un
conocimiento imperfecto. Queda bien sentado, como decíamos, el principio de que
«ceteris
paribus es más seguro ver que oír». ¿Qué hacer entonces?;
¿qué partido tomar?; ¿será mejor renunciar a todo conocimiento de esa realidad
o, al
contrario, entrar en ella por una puerta
algo más estrecha? He aquí exactamente la cuestión con que ha de enfrentarse
cualquier hombre que deba optar entre creer y no creer.
Supongamos el caso de un naturalista que, allá por el año
1700, se hubiera entregado a la tarea de
describir los granos de polen de las
plantas por él conocidas. No cabe duda que, a simple vista o con la ayuda de
lupas sencillas, podía ya averiguar no pocas cosas y adquirir al respecto un
conocimiento «de primera mano». Figurémonos ahora que recibe la visita de un
colega de Delft. En casa de Antony van Leeuwenhoek, ese colega observó el mismo
polen a través de uno de los primeros microscopios y aprovecha la presente
visita para hablar de sus descubrimientos. Los granitos negros que le quedan a
uno en la mano al tocar una amapola, dice, son en realidad corpúsculos de
estructura rigurosamente geométrica y formas que se repiten sin cesar, del
todo distintos á los granos de polen de otras fanerógamas, etc., etc. Damos
por supuesto que el primer botánico no ha tenido nunca la oportunidad de
utilizar por su cuenta un microscopio y que su visitante no le ha referido otra
cosa que lo que ha visto con sus propios ojos. Ahora bien, ¿no entraría
nuestro naturalista en posesión de una mayor verdad, o sea, de más realidad,
decidiéndose a «creer» a su colega en vez de aferrarse a la postura de
considerar cierto y verdadero sólo lo visto personalmente?; ¿no habrá que
modificar entonces la escala de valores alterando el orden entre el
conocimiento basado en la experiencia propia y el conocimiento de oídas?; ¿no son aquí oír y creer
antes que ver?
Ha llegado el momento de citar la frase de Tomás en su
totalidad: «Siendo iguales las restantes circunstancias, ver es más seguro que oír; pero, cuando aquel de quien
aprendemos algo oyéndole está en grado de abarcar mucho más de lo que aparece
simplemente a nuestra propia vista, entonces oír es más seguro que ver.» Desde
luego, esto alude en primer lugar a la fe entendida en sentido teológico, mas
también es aplicable a cualquier otro tipo de fe en virtud de la cual el que
cree participa en un saber al que no tiene acceso por sí mismo.
Un pasaje de Los
trabajos y los días de Hesíodo apunta en idéntica dirección. El ser sabio con la cabeza de otro, viene a decir,
es sin duda menos valioso que el saber
propio, pero cuenta muchísimo más que la estéril presunción de quien, sin
llegar a poseer la independencia del que sabe, desprecia la dependencia del que
cree.
Si al hombre no le fuera dado alcanzar por naturaleza
algún tipo de conocimiento de la existencia de Dios, de que Dios es la Verdad misma, de que realmente
nos ha hablado y de lo que este
discurso divino dice y significa, la fe en la
Revelación tampoco
sería posible como acto genuinamente humano. (La teología, no obstante, también
entiende por acto humano el de la fe «sobrenatural», «infusa»; ¡nosotros mismos somos quienes
creemos!) Aguzando la fórmula: «Si todo
ha de ser fe, no hay fe posible.»
Tal es el significado preciso del antiguo concepto de praeambula fidei. Los preámbulos de la fe no constituyen una parte de lo que el creyente
cree, antes bien pertenecen a lo que sabe o, cuando menos, a lo que debe poder
llegar a saber. Que, dadas las circunstancias, sólo unos pocos conozcan todavía
de hecho lo de por sí accesible al conocimiento, es otra cuestión sin peso
suficiente para restar validez a la sentencia cognitio fidei praesupponit
cognitionem naturalem: la fe presupone no un
conocimiento a su vez basado en creer, en fiarse de otra persona, sino un
conocimiento natural, es decir, fundado en el saber propio.
Por lo demás, en ningún escrito se afirma que esa cognitio
naturalis [2] sea
siempre o primariamente de índole racional, la conclusión de un pensamiento
lógico. La «credibilidad», por ejemplo, es una cualidad personal que sólo así puede conocerse, prescindiendo del
modo como se haya captado la comprensión de una persona; y, como resulta fácil
de ver, las posibilidades abiertas al pensamiento silogístico y argumentativo
en este campo son bastante escasas. Cuando dirigimos nuestra mirada a un
hombre, puede ocurrir que lleguemos a conocerlo de un modo repentino, profundo
e inmediato que nada tiene en común con los cálculos y razonamientos, por
exactos que sean, a los que de ordinario recurrimos para conocer las cosas
naturales; por otro lado, quizá ese conocimiento «intuitivo» resista a toda
verificación o prueba. Hablando de sí mismo, decía Sócrates que se creía capaz
de reconocer al punto un amante. ¿En qué puede eso conocerse? Nadie, ni siquiera Sócrates, ha logrado jamás dar
con una respuesta estrictamente demostrable..., si bien sería justo insistir
en que no se trata en tal caso de una mera impresión, sino de un conocimiento
verdadero y objetivo, es decir, nacido en un encuentro con la realidad.
Ello no es motivo, claro está, para abrigar la más mínima
duda, principalmente en el terreno de la verdad religiosa, sobre la
imprescindibilidad e importancia de una argumentación racional (por ejemplo en
orden a probar la existencia de Dios, la autenticidad histórica de la Biblia , etc.). Pero me
parece igualmente obvio, que, al ir a defender la fe contra los argumentos del
racionalismo, uno tenga algo que decir antes de entrar ,en esos argumentos,
o deba tal vez plantear la siguiente cuestión
previa: «¿Cómo podemos conocer plenamente a una persona?»
[1] Se refiere el Autor a Santo Tomás de Aquino. La traducción
literal de la frase es: “La visión es más cierta que la audición” (o “ver es
más cierto que oír”).
[2] "cognitio naturalis": conocimiento natural.
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AUTOR: Josef PIEPER
(De “Antología”,
Editorial Herder, Barcelona, 1984)
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«Comunicación de la
realidad»
Según los datos de la teología, la substancia dogmática
de la fe cristiana puede compendiarse en dos palabras: «Trinidad» y
«Encarnación». Es el «Doctor Común» [1] de la cristiandad quien dice que todo el contenido
del dogma cristiano se reduce a la doctrina del Dios Uno en tres Personas y a
la de la participación del hombre en la vida divina, participación ejemplarmente
realizada en Cristo.
Ahora bien, se da el caso de que la realidad enunciada
en ese contenido de la revelación -en el fondo indiviso- se identifica con el
acto mismo de enunciarla y con la persona del enunciante: Tal cosa apenas es
posible en el mundo; y decimos «apenas» pensando en la excepción probablemente
única de un ser humano que, dirigiéndose
a otro, le declara: «Te amo.» Tampoco el sentido principal de esta declaración
es poner en conocimiento de otra persona un hecho objetivo, separable del
declarante; trátase más bien de un auto-testimonio, y lo así testimoniado se
realiza precisa y singularmente en el acto expreso de testimoniarlo. De ahí que el interlocutor, por su
parte, sea incapaz de descubrir la inclinación amorosa de su congénere de otro
modo que asumiendo lo que oye de sus labios. Cierto
que ese amor puede también «acontecerle» sin más, como a un niño pequeño, pero sólo «se entera» de él, lo experimenta, por cuanto lo
aprehende y lo «cree» al serle atestiguado en forma verbal; sólo así lo recibe
y se le hace presente de veras.
En un plano superior, ocurre lo mismo con la revelación
divina. Al hablar Dios a los hombres, no les da a conocer meros hechos
objetivos, sino que les abre su propia esencia, los hace participes de su ser.
Mas lo
que constituye el contenido básico de esa
revelación, a saber, que al hombre se le invita a tomar parte en la vida divina
y que incluso está ya teniendo lugar tal participación, posee su propia
realidad no en otra cosa que en la palabra misma de Dios: porque Dios lo revela,
es real. La Encarnación ,
por ejemplo, no es primero y «de todos modos» un hecho que posteriormente
conocemos por la revelación; al contrario, el encarnarse de Dios y el
manifestarse de Cristo constituye una sola e idéntica realidad. También aquí le
toca lo suyo al creyente: en el acto mismo de aceptar como verdadero el mensaje del Dios autorrevelado, le viene y sucede realmente la anunciada
participación en la vida divina. No existe, aparte de la fe, ningún otro medio
por el que el hombre pueda conseguir esto. La palabra «comunicación» recobra
aquí su sentido etimológico. La revelación divina no es mero anuncio de una
realidad, sino «participación» en la realidad misma, lo cual sólo puede
acaecerle al creyente.
[1] Se refiere a Santo Tomás de Aquino.
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AUTOR: Josef PIEPER
(De “Antología”, Editorial Herder, Barcelona, 1984)
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El espacio libre en un mundo de trabajo
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Contemplación terrenal
Que el ser humano encuentra o encontrará su sosiego definitivo, calmará su sed de felicidad suprema más allá de las fronteras de la muerte bajo la forma de contemplación, es una verdad clara e intangible en el gran contexto tradicional de nuestra fe. Mas esta expresiva afirmación escatológica sobre la bienaventuranza que nos está reservada se ha entendido siempre en modo tal que también llega a decirnos algo sobre el hombre de aquí abajo, el hombre terreno. Nos dice que el hombre de carne y hueso, el hombre en su existencia terrenal e histórica, está radicalmente orientado a la contemplación y necesita de ella, hasta el punto de que la felicidad humana llega tan lejos como la contemplación misma.
Es esta idea tan ajena — así lo parece a primera vista — a lo que se piensa del hombre en la actualidad, que casi la tenemos por absurda. De este absurdo aparente vamos a tratar aquí. Tal concepto implica y presupone muchas cosas que distan de ser evidentes.
Por ejemplo — y ante todo — presupone que no sólo el acto de la contemplación ultraterrena posee ya en este mundo una forma previa, incoativa, incipiente; también su objeto, la gloria divina, debe ya impartírsenos de alguna manera, por imperfecta que fuere, en la contemplación terrenal. Al ser el mundo un ente creado, creatura, está Dios presente en él. La imagen de un Dios «extramundano» no es una imagen cristiana, sino un concepto racionalista. Si Dios, pues, no «sale del mundo», por ello mismo puede verdaderamente manifestarse a los ojos de quien los dirige a lo íntimo de las cosas. Cierto que el ver trae sobre todo la dicha, es vehículo de felicidad, a través del amor. No hay en esto ningún romanticismo; es simplemente un hecho comprobado. Sólo la visión de lo que uno ama hace feliz, y así forma también parte del concepto de contemplación el que ésta no sea una mirada indiferente, sino un tornarse amoroso y afirmativo hacia aquello que se contempla. Ello nos permite ya formular con alguna pretensión de integridad conceptual el significado pleno y sin paliativos de la contemplación. Cuando nuestra fuerza asertiva, es decir nuestro amor, se endereza al sosiego eterno, a la gloria divina que impregna desde lo más profundo todo lo real, y cuando ese objeto de nuestro amor se muestra a la mirada del alma en un atisbo directo y supremamente sereno, aun por un brevísimo instante, entonces y sólo entonces puede hablarse de contemplación con pleno sentido.
Quizá, sin embargo, sea más importante decir esto otro: ¡siempre, en tal caso, se da una auténtica contemplación! Y si algo me parece especialmente notable en la antigua doctrina sobre este punto, es que esa venturosa percepción de la paz divina puede surgir, como una chispa, de todo cuanto nos sale al paso, absolutamente de todo, y por el motivo más insignificante. La contemplación no está en modo alguno ligada a claustros ni celdas monásticas. Lo esencial de la misma puede realizarse aunque uno ni siquiera conozca su nombre, y es probable que tenga lugar mucho más a menudo de lo que el hombre moderno imagina por regla general, de acuerdo con el estrecho concepto que de ella se ha formado.
Verdad es que estas formas discretas de contemplación requieren por nuestra parte no sólo un espíritu atento y observador, sino también cierto ánimo para fomentarlas. Debemos asegurarnos expresamente de que a algunas de nuestras experiencias cotidianas pueden atribuírseles con justicia los elogios de que desde siempre ha sido objeto la contemplación. Y también nos es necesaria una garantía y confirmación de que estamos en lo cierto al entender y aun acertar la dicha de tales experiencias como lo que en realidad es: presentimiento y comienzo de la felicidad perfecta.
Ha llegado el momento de hablar, ante todo, de la manera contemplativa de ver las cosas de la creación. Me refiero a las cosas patentes y al «ver» con los ojos. Nunca seremos aquí demasiado concretos. Cuando uno ha sufrido por mucho tiempo el tormento de la sed y por fin tiene ocasión de beber, cuando al sentirse aliviado hasta en lo más hondo de sus entrañas exclama: ¡qué maravilla es el agua fresca!, tal vez entonces, a sabiendas o no, haya dado un paso adelante hacia esa visión de lo amado en la cual consiste la contemplación.
Qué maravilla es el agua, una rosa, un árbol, una manzana! Algo así no suele decirse de corazón sin que intervenga al menos una pizca de asentimiento no sólo de las meras cosas que se elogian, sino de algo más.., una aprobación que se extiende al fundamento de esas cosas, del mundo. En medio de nuestras penas diarias levantamos de improviso la cabeza para contemplar un rostro vuelto hacia nosotros, y en ese mismo instante «vemos» que todo lo que existe es bueno, digno de amor, amado por Dios. Tales certidumbres, que en el fondo significan una sola cosa y siempre la misma: el mundo está en equilibrio, todo llega a su fin, en lo íntimo de las cosas mora en definitiva la paz, la felicidad, la gloria; nada ni nadie se pierde; Dios tiene en su mano (así lo dice Platón) el principio, el medio y el fin de todo. Tales certidumbres acerca del fundamento y respaldo divinos de todo cuanto existe, certidumbres no elaboradas por el pensamiento sino directamente contempladas y experimentadas, pueden comunicársenos cada vez que nuestros ojos se posan en las cosas más sencillas, con tal que en esa mirada brille una chispa de amor. Eso será entonces contemplación en el sentido más preciso de la palabra; atrevámonos a llamarla por su nombre.
De esta clase de contemplación del mundo creado se nutre sin cesar toda auténtica poesía y todo verdadero arte, que no son sino elogio y alabanza por encima de cualquier lamentación. Y quien acierte a contemplar así las cosas será también capaz de comprender la poesía «de manera poética», es decir, en su único significado genuino. Lo indispensable de las artes liberales, su necesidad vital para el hombre, consiste sobre todo en que a través de ellas permanece viva e inolvidada la contemplación de lo creado.
Aquí es oportuno mencionar los Diarios de M.G. Hopkins, donde abundan los testimonios de contemplación terrena; prácticamente no se habla en esas páginas de otra cosa. Este poeta, una de las figuras más irresistibles por la sublimidad de su delicadeza espiritual, se apasionó hondamente por los inscapes, como él los denomina, las «formas intrínsecas» o «motivos íntimos» del mundo visible; y ello no por mor de una puntillosa descripción realista, sino para mejor percibir y captar la infinita riqueza de las obras divinas.
Así, nos habla de una llama «más clara y límpida que el cristal, la seda o el agua», que «remolinando como un largo y único gallardete u ondeando como la fusta del auriga» trepa devoradora por una pila de secas madreselvas; de una loma cercana, «pálida y dorada piel sin cuerpo»; del cedro cuyas ramas «resisten a la luz, vibrantes y temblorosas como la filigrana de una pluma de corneja»; de las «angostas franjas de un campo de cebada, de aspecto como líquido». Un buen día, de madrugada en un terreno de maniobras, se le revela con claridad la «forma intrínseca» (inscape) del caballo, como ya la describiera Sófocles en las estrofas de un coro que compara dicho animal con una impetuosa ola en el momento de encresparse. Nos habla también el poeta del glaciar del Ródano, del vuelo de la garza, del incipiente follaje de los olmos, del pavo real que despliega orgulloso su abanico; y, repetidas veces, de la cambiante forma de las nubes y del agua que fluye...
Lo minucioso de estas notas no sólo demuestra que la contemplación dista mucho de ignorar o pasar por alto la realidad del mundo visible, recurriendo, como si dijéramos, a un precipitado «simbolismo»; la mirada que reflejan va directamente al corazón de las cosas. Es aquí, en verdad, donde aparece de pronto una relación infinita, antes oculta, en la cual se realiza lo propio de la contemplación. Nadie todavía ha sido capaz de expresar o describir con palabras adecuadas en qué consiste exactamente eso que entonces se revela a los ojos del alma.
El resplandor de la aurora boreal, «obra apresurada de la naturaleza» que, independientemente de la cronología terrestre parece «datar... del día del juicio», fas- cina al poeta y lo llena «de un delicioso temor». ¿Qué ha llegado a «ver»? ¿No creo haber visto nunca nada más bello que el jacinto de los prados; por él conozco la belleza de Nuestro Señor.» ¿Cuál es el contenido del mensaje que se le hace inteligible a Hopkins al contemplar esa florida criatura? No nos lo dice. También esto pertenece a la esencia de toda contemplación, el no poderse comunicar, el darse en lo más recóndito del hombre, allí donde ningún espectador tiene acceso. La contemplación no puede ser plasmada en escritos ni apuntes, pues acapara todas las fuerzas del alma, no dejando ninguna libre para tal menester.
No sólo, repito, esa brillante precisión en la pintura de lo sensible prueba hasta qué punto la mirada de la contemplación terrenal respeta lo patente en las cosas del mundo y trata de salvaguardarlo. Podemos incluso presumir que tal aprecio de lo concreto es encendido y fomentado precisamente por el impulso contemplativo, cuya meta no es otra que el fundamento divino de toda cosa creada. En una retrospectiva de su vida, declara Chesterton, ya entrado en años, haber abrigado desde siempre la convicción, «la casi mística convicción de lo maravilloso de todo cuanto existe, del encanto latente en el fondo de toda experiencia». Esta vigorosa fórmula está preñada de significado: Cada cosa encierra y esconde en el fondo de sí misma una señal de su origen divino. Quien llega a divisar esa señal ve que esta y todas las demás cosas son buenas, más allá de cualquier «comprensión». Lo ve y es feliz.
He ahí toda la doctrina sobre la contemplación de los seres terrenales, creados por Dios.
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